A pesar de los años y la experiencia, Haíta
conservaba las ilusiones de la juventud. Sus pensamientos eran puros y amables
porque su vida era sencilla y en su alma no cabía la ambición. Se levantaba al
amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los pastores, que lo
escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría la
puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras
comía una ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para
recoger algunas fresas húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de
los manantiales que bajaban de las colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba
el valle e iban a perderse quién sabe dónde.
Durante el largo día de verano, mientras sus
ovejas arrancaban el buen pasto que los dioses hicieron crecer para ellas, o
yacían con las patas delanteras debajo del pecho, rumiando indolentemente,
Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca, tocaba en su
flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el
rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre
los matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para
mirarlas. De esto -porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de
sus propias ovejas- dedujo solemnemente que la felicidad viene cuando no se la
busca, pero que jamás la vemos si andamos tras ella. Porque después de Hastur,
que nunca le concedió la merced de mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más
valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los tímidos inmortales del
bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al corral, se
aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta
para descansar y soñar.
Así pasaba los días de su vida, todos iguales,
salvo cuando las tormentas expresaban la cólera de un dios ofendido. Entonces
Haíta, refugiado en su gruta, cubriéndose la cara con las manos, imploraba que
sólo a él lo castigaran por sus pecados y que el mundo se librara de ser
destruido. A veces, cuando llovía a cántaros y el arroyo se desbordaba,
obligándolo a llevar precipitadamente a su aterrorizado rebaño a las tierras
altas, intercedía por los hombres que, según le dijeron, vivían en la llanura,
más allá de las dos colinas azules que formaban el pórtico de su valle.
-Oh Hastur -así rogaba-, eres bueno por haberme
dado montañas tan próximas a mi vivienda y a mi corral para que yo y mis ovejas
podamos escapar de los enojados torrentes. Pero debes eximir al resto del mundo
de alguna manera que yo ignoro. Si no fuera así, Hastur, no podría
reverenciarte más.
Y Hastur, sabiendo que Haíta era un joven de
palabra, perdonaba a las ciudades y desviaba las aguas hacia el mar.
Así había vivido siempre. Nunca pudo concebir
otro modo de existencia. El santo ermitaño que moraba a la entrada del valle, a
una hora de distancia, y a quien oyó hablar de las grandes ciudades donde
habitan los hombres -¡pobres almas!- que no tienen ovejas, no supo darle razón
de aquellos tiempos lejanos durante los cuales él mismo, según infería, debió
de ser pequeño e indefenso como una oveja.
Fue al pensar en esos misterios y maravillas, y
en ese horrible transformarse en silencio y corrupción que alguna vez, estaba
seguro, habría de ocurrirle, como vio ocurrirle a tantas de sus ovejas, como
ocurría a todos los seres vivientes excepto a los pájaros, cuando Haíta por
primera vez tuvo conciencia de la desdicha de su suerte.
-No puedo ignorar -dijo- cómo y de dónde he
venido. Para cumplir con mis deberes necesito saber las razones por las cuales
me fueron encomendados. ¿Y qué alegría pueden darme si no sé cuánto habrá de
durar? Quizá antes de que vuelva a nacer el sol, habré sido transformado, y
entonces ¿qué será de mis ovejas? ¿Y qué será de mí?
Meditando en ello, Haíta se volvió melancólico y
adusto. Ya no hablaba alegremente a su rebaño, ni acudía con presteza al
santuario de Hastur. Ahora, en la brisa, oía el susurro de malignas deidades
cuya existencia observaba por primera vez. Cada nube era el presagio de un
desastre, y las tinieblas estaban llenas de horror. De su flauta de cañas no
brotaban melodías, sino un triste lamento. Los espíritus del bosque y de las
aguas no acudían de la espesura para oírlo; antes bien, huían a las primeras
notas, como lo demostraban las hojas agitadas y los tallos doblados de las
flores. Cejó en su vigilancia y perdió a muchas de sus ovejas, extraviadas por
las colinas. Las que quedaban enflaquecieron y enfermaron por falta de buenos
pastos, porque Haíta, en vez de buscar para ellas nuevas praderas, día tras día
las conducía al mismo lugar, abstraído en sus pensamientos, obsesionado por el
misterio de la vida y de la muerte, meditando en la insondable inmortalidad.
Un día, mientras daba rienda suelta a sus
lúgubres reflexiones, se puso bruscamente en pie, saltó de la roca en donde
estaba sentado, señaló el cielo con la mano derecha, y exclamó:
-Ya no suplicaré a los dioses que me concedan su
inefable sabiduría. Tienen el deber de no hacerme daño. Yo cumpliré con el mío
lo mejor que pueda, y en caso de que llegue a equivocarme, ¡que la culpa
recaiga sobre sus cabezas!
De pronto, mientras así hablaba, un intenso
resplandor cayó sobre él, obligándolo a levantar la cabeza. Pensó que las nubes
se abrían y dejaban arder al sol. Pero no había nubes. A poca distancia de su
mano, surgió una hermosa doncella. Tan hermosa era, que las flores subyugadas
cerraron su pétalos y doblaron sus corolas; tan dulce era su mirada, que los
picaflores acudieron como si fueran a libar en sus ojos y las abejas del bosque
revolotearon en torno a sus labios. Y tal luz irradiaba, que los objetos
desviaron sus sombras, arrojándolas lejos de sus pies, y esas mismas sombras
fueron girando mientras ella se movía.
El pastor, en éxtasis, se arrodilló ante la
doncella, en señal de adoración, y la doncella apoyó una mano en su cabeza.
-Ven -le dijo, con una voz en que resonaba la
música de todas las campanillas de su rebaño-, ven, no debes adorarme porque no
soy una diosa, pero si eres sincero y laborioso, viviré contigo.
Haíta se puso de pie, la tomó de la mano,
tartamudeó su alegría y su gratitud, y así, las manos entrelazadas, se
sonrieron en los ojos. El pastor la miraba con reverencia y arrebato. Murmuró:
-Te ruego, adorable doncella, que me digas tu
nombre, y cómo y de dónde has llegado.
Al oír estas palabras, ella posó sobre sus labios
un dedo amones-tador y empezó a retirarse. Su hermosura sufrió un cambio
visible que hizo estremecer a Haíta sin saber por qué, pues ella continuaba
siendo hermosa. Una sombra gigantesca oscureció el paisaje, corriendo por el
valle con la velocidad de un buitre. En la penumbra, la doncella se volvió
opaca e indistinta. Su voz parecía venir de muy lejos mientras exclamaba en un
tono de triste reproche:
-¡Joven ingrato y presuntuoso! ¿Deberé
abandonarte en seguida? ¿Nada habrá podido refrenar tu curiosidad? ¿Por qué
rompes el eterno pacto con semejante ligereza?
Indeciblemente afligido, Haíta cayó de rodillas y
le imploró que se quedara. Luego, levantándose y buscándola en la creciente
oscuridad, corrió dando vueltas cada vez más amplias, llamándola a gritos. Todo
fue en vano. Ya no podía verla, pero oyó su voz en las tinieblas. Ésta le
decía:
-No, no darás conmigo si me buscas. Vuelve a tu
trabajo, pastor de poca fe, o ya nunca nos encontraremos.
Había caído la noche. Los lobos aullaban en las
colinas y las ovejas aterrorizadas se agazapaban a los pies de Haíta. Obligado
por la necesidad de la hora, éste olvidó su decepción, condujo su rebaño al
corral, volvió al santuario, dejando que la gratitud manara de su corazón
porque Hastur le había permitido salvar sus ovejas, después se retiró a su
gruta y durmió.
Despertó cuando el sol ya estaba alto y brillaba
en la gruta, iluminándola con su esplendor. Allí sentada junto a él, la
doncella le sonreía con una sonrisa que parecía la música visible de su flauta
de cañas. Él no se atrevió a despegar los labios, temiendo ofenderla como
antes. No sabía qué palabras decir.
-Porque has asistido a tu rebaño -dijo ella- y no
has olvidado de dar gracias a Hastur que mantuvo alejados a los lobos en la
noche, aquí me tienes de nuevo. ¿Quieres que sea tu compañera?
-¿Quién no te querría para siempre? -contestó
Haíta-. Oh, nunca más me dejes, hasta... hasta que el silencio y la quietud se
apoderen de mí.
Haíta ignoraba la palabra muerte.
-Quisiera en verdad -prosiguió- que fueras de mi
mismo sexo para que lucháramos alegremente y corriéramos carreras y nunca nos
cansáramos uno del otro.
Al oír estas palabras, la doncella se puso de pie
y salió de la gruta. Haíta, saltando de su lecho de fragantes hojas para
alcanzarla y detenerla, pudo observar, atónito, que llovía a cántaros y que el
arroyo, en medio del valle, se había salido de madre. Balaban aterrorizadas las
ovejas, porque las aguas invadían el corral. Y peligraban las ciudades
desconocidas de la distante llanura.
Pasaron muchos días antes que Haíta viera de
nuevo a la doncella. Una tarde volvía del extremo del valle, a donde fue a
llevarle leche de ovejas, torta de avena y un cesto de fresas al santo
ermitaño, demasiado viejo y débil para procurarse alimento.
-¡Pobre viejo! -dijo en voz alta mientras
regresaba a su morada-. Volveré mañana y lo traeré en hombros hasta mi gruta,
donde podré cuidarlo. Para esto, sin duda, Hastur me ha criado durante tantos
años. Para esto me ha dado salud y fuerza.
La doncella le salió al paso, envuelta en
resplandecientes vestiduras, y le dijo con una sonrisa que le quitó el habla:
-De nuevo he venido a vivir contigo si ahora me
quieres, porque no deseo vivir con nadie más. Tal vez ahora hayas aprendido y
no me quieras distinta de lo que soy, ni pretendas saber cómo y de dónde vengo.
Haíta se arrojó a sus pies.
-Hermosa criatura -exclamó-, si te dignas aceptarlos,
mi alma y mi corazón, que reverencian a Hastur, serán tuyos para siempre. Pero
¡ay! eres caprichosa e imprevisible. Antes de que amanezca, quizá te haya
perdido. Prométeme, te lo ruego, que si acaso llegara a ofenderte en mi
ignorancia, sabrás perdonarme y no te apartarás de mi lado.
No bien terminó de hablar, un tropel de osos bajó
de las colinas, abalanzándose sobre él con rojas fauces y ardientes ojos. De
nuevo desapareció la doncella, y Haíta echó a correr para salvar su vida. No se
detuvo hasta llegar a la cabaña del santo ermitaño, de donde había salido.
Atrancó la puerta para impedir que los osos entraran, después se arrojó al
suelo y lloró.
-Hijo mío -dijo el ermitaño desde su jergón de
paja que las manos de Haíta habían juntado aquella mañana-, no estás llorando
por los osos. Dime qué pena te aflige, porque la vejez puede curar las heridas
de la juventud con el bálsamo de la sabiduría.
Haíta se lo dijo todo: tres veces había
encontrado a la radiante doncella, y tres veces la perdió. Relató minuciosamente
lo que pasó entre ellos, sin omitir una palabra.
Terminó, y el santo ermitaño guardó silencio.
Después de unos instantes, dijo:
-Hijo mío, he oído tu relato, y reconozco a la
doncella. Yo mismo la he visto, como tantos otros. Has de saber que se llama,
pues ni siquiera permite que averigües su nombre, Felicidad. Bien dijiste que
era caprichosa. Impone condiciones que ningún hombre puede cumplir, y las hace
pagar con su abandono. Se presenta cuando nadie la busca, y no admite
preguntas. La menor curiosidad, la menor señal de duda, el menor recelo, y
desaparece. ¿Por cuánto tiempo la tuviste antes de que huyera?
-Apenas un instante -confesó Haíta, enrojeciendo
de vergüenza.
-¡Desgraciado joven! -dijo el santo ermitaño-. Si
no fuera por tu indiscreción, la hubieses retenido un instante más.
1.007. Briece (Ambrose)
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