-La oportunidad
y la resolución -decíame aquel terrible doctor en filosofía práctica- han sido
siempre cualidades distintas de los hombres cuyos hechos resaltan sobre el
tejido de la Historia.
Quien pierde un instante, todo lo pierde. Sé cierto
maravilloso sucedido, y lo referiré para comprobar de lleno esta verdad, tan
grande como olvidada.
Un mozo de
ilustre progenie y refinadísima educación, pero enteramente arruinado por las
locuras de sus padres, ocultaba su miseria entre el bullicio de la populosa
ciudad. Careciendo de ropa decente, salía al oscurecer y se deslizaba
avergonzado, pegado a las casas, procurando que no le reconociesen los que en
otro tiempo eran amigos de su familia. Veía pasar trenes suntuosos, caballos de
raza regidos por hábiles jinetes, gente regocijada y vestida de gala; oía salir
de los cafés, de las fondas y de los círculos torrentes de luz, choques de
cristal y carcajadas locas; deteníale la ola de la multitud al entrar en los
teatros; y a veces le sorprendía el soplo glacial de la madrugada atisbando a
la puerta de palacios donde se celebraban saraos espléndidos, y le encendía el
corazón la silueta de las mujeres que, descubierto el dorado moño y subido
hasta la barba el cuello del abrigo forrado de cisne, apoyaban ligeramente su
diminuto pie calzado de raso en el estribo del coche. ¡Qué sufrimiento tener
que desviarse del farol para ocultar el sombrero grasiento y la raída capa, las
botas torcidas y la camisa negruzca!
En tan críticas
situaciones, cualquiera que sea la cultura moral del individuo, creed que surge
en el alma una protesta enérgica y ardentísima contra la injusticia de la
suerte. Tratadistas hay que aseguran que todo hombre nace «propietario» y
«ladrón»; pero esta desolladora observación clínica de la naturaleza humana es
más verdadera que nunca si se aplica al individuo que se crió rodeado de
bienestar, y a quien ese bienestar impuso necesidades incompatibles con la
estrechez.
De carácter
recto y sentimientos delicados; empapado en las nociones del honor y de la
probidad, mi héroe -a quien llamaré Desiderio- notó con sonrojo que la codicia,
furiosamente, se despertaba en su alma, y que al pasar por delante de las
tiendas de los cambistas, sin querer calculaba los goces que representarían
para él aquellos montones de oro y plata, y aquellos billetes de Banco
sembrados a granel en el escaparate. Pensamientos que le afrentaban; ansias que
se apresuraba a rechazar con ira; vergonzosas sugestiones; instintos brutales de
apropiación violenta y súbita le perseguían sin tregua, y en la deshecha
borrasca de su espíritu ya se veía perdiendo lo único que le restaba de la
dignidad de su originaria condición social: el honor vidrioso y exaltado; y
además perdiéndolo sin fruto, sin ventaja alguna, pues mientras prevaricaba su
imaginación, continuaba envuelto en la capa raída y arrastrando por las calles
las innobles y tuertas botas.
Una noche,
mientras Desiderio daba vueltas en el camastro esperando vanamente el sueño
porque le desvelaba el estómago vacío, el cuartucho se iluminó con sulfúrea
luz, y a la cabecera del pobrete se apareció el diablo... o, por mejor decir,
«su» diablo; lo que para Desiderio era realmente el espíritu maligno -llámese
Satanás o Eblis-; el Mal que en aquel instante actuaba sobre el alma de aquel
hombre. El ángel rebelde sonreía, y trazando un círculo en el aire con su dedo
índice, incluida en el círculo y llenándolo por completo se dibujó
instantáneamente una gigantesca, relevada, amarilla y fulgentísima onza de oro.
-Pues escucha.
Hace cinco siglos, yo te haría firmar con tu sangre un pacto donde declarases
que me vendías tu alma por los bienes de la tierra. Hoy todo ha progresado,
hasta la fórmula de los pactos diabólicos. ¿A qué comprar almas que ya se
entregan? El contrato es libre, eres dueño de romperlo a cada instante. Quedas
en posesión de tu albedrío; puedes sacudir mi yugo con sólo resignarte a eterno
trabajo y a perpetua miseria. En cambio yo te ofrezco el medio de saciar tus
apetitos. Cuando al pasar por sitios donde ruede el oro y se ostenten las
riquezas quieras tender la mano y apropiártelas, serás «invisible»; los
poseedores notarán que «han sido robados», pero se volverán locos sin sospechar
ni averiguar «por quién». Como soy leal y no engaño nunca, digan lo que digan
los necios, te añadiré que habrá un momento -no puedo advertirte cuál-, en que
perderás el privilegio, y podrán cogerte in fraganti y con las manos en
la masa. Ese momento será muy corto: llamémosle «la hora de Dios»; en cambio,
«los años del demonio», si los aprovechas, te habrán permitido vencer en
opulencia a los nababs y a los rajás de la India. Sé diestro, decidido y cauto, y el
porvenir te pertenece.
Apagóse la luz;
borróse el relieve de la gigantesca onza, y Desiderio, aturdido, dudando si la
calentura de la debilidad era la que le obligaba a soñar disparates, vio
amanecer y se levantó febril. Apenas se echó a la calle volvieron a
atormentarle las palabras del Maldito. Es decir, que con un impulso de la
voluntad, con sólo transformar el acto en deseo, podía inmediatamente
satisfacer sus antojos, apurar las alegrías de la vida.
-Precisamente
pasaba entonces por delante de la joyería, en cuyo escaparate chispeaba una riviére
de chatones gordos como avellanas. Si se apoderaba de ella, el botín
representaba una fortuna. Pero ante todo, en realidad, ¿no podrían verle cuando
echase mano a la joya? Era preciso saber si mentía el diablo, si había querido
sencillamente burlarse de un infeliz.
Entró Desiderio
en la tienda, y notó con asombro que los dependientes no dieron la menor señal
de haberle visto, ni se movieron de su sitio, ni levantaron la cabeza al ruido
de sus pasos. Desiderio avanzó, acercóse al escaparate, descorrió el pasador de
la vidriera, alargó la diestra, tomó el estuche... Los dependientes, como si
tal cosa.
No cabía duda,
no le veían; estaban cegados por mágico poder. Ni se les ocurría que un hombre
andaba por allí, dueño de las preciosidades que juzgaban resguardadas por el
vidrio. Desiderio sentía bajo sus dedos los brillantes, comprendiendo que podía
llevárselos impunemente. De pronto los soltó, exhaló una especie de gemido...
Le parecía que las soberbias piedras le abrasaban las yemas de los dedos.
Desde aquel
minuto vagó como alma en pena y sufrió como un condenado, probando todas las
amarguras del delito sin recoger su precio. Los principios mamados con la
leche, espectros de un pasado de caballeresca altivez y de inmaculada honra, se
aparecían, le paralizaban. Hamlet de la codicia, como el otro fue de la
venganza, asesinábale la indecisión, y habiendo perdido su estimación propia al
notar la continua tendencia de su voluntad hacia el atentado, no granjeaba los
apetecidos bienes, porque se los impedían vallas invisibles, telarañas morales
interpuestas entre el propósito y su realización. Y así pasaban días y días, y
Desiderio continuaba acongojado, perplejo, famélico, haraposo, miserable, triste,
envidiando y no poseyendo..., y al paso que con la imaginación pecaba a cada
minuto, con las manos no se hubiese resuelto a tomar ni un alfiler, ni un
confite, ni una flor...
Sin embargo, un
día en que no había comido nada, en que la vista se le nublaba y las piernas le
temblaban negándose a sostener el cuerpo, Desiderio, ante el escaparate de una
pastelería, sucumbió por fin. Entró, tendió la mano, asió una morcilla
reluciente y olorosa, le hincó el diente con rabia... Y al punto mismo tuvo la
sensación de que aquél era el momento crítico, el fatal momento en que le
verían y le echarían el guante y pasearían por las calles atado codo con codo,
entre befa y escarnio...
Y así fue. De
improviso los pasteleros vieron al raterillo, se lanzaron sobre él, y
hartándole de bofetadas y mojicones le entregaron a la Policía.
La moraleja del
cuento -añadió el filósofo- es que la ocasión la pintan calva, y que no
conviene pecar a medias.
-Creo -respondí
con brío- que, a pesar de esa moraleja de bronce y acíbar, ni en el mundo
físico ni en el moral se pierde un átomo de fuerza y de energía, y la larga y
valerosa resistencia de Desiderio a las malas sugestiones ya se habrá
cristalizado en alguna forma bella.
Cuento sacroprofano
«El Imparcial», 9 abril 1894, Arco Iris.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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