Había una vez un hombre rico que se
ocupaba en el comercio. Quedó viudo con una hija y esta hija era una niña muy
linda: parecía una machita por lo rubia y lo blanca que la había hecho Nuestro
Señor. Además, tenía unos ojos que era como ver dos rodajitas que se le
hubieran sacado al cielo. Y sobre todo, sangrita ligera y buena que daba gusto.
El hombre era ambicioso y
no contento con lo que tenía, se casó de nuevo con un vieja birringa, una mujer
viuda también, a quien él creía muy rica. Después de casado se convenció de que
lo de los bienes de la mujer eran más hojas que almuerzo, de que tenía un genio
que sólo su madre la podía aguantar y para aliviar los males, se tenía una hija
fea como toditica la trampa, negra, ñata, trompuda, con el pelo pasuso y de
ribete mala y malcriada como ella sola y la muy tonta se creía una imagen.
Por supuesto que para la
rubia, entrar en esta casa fue como entrar al infierno. Ella era el tropezón de
la madre y de la hija. Las
dos eran muy ruines; por la menor cosa allá te va el pescozón de la vieja y el
moquete o el pellizco de la
negra. Y como el padre andaba siempre viajando por sus
negocios, la teníansoterrada en la cocina, mientras ellas estaban en la sala
meciéndose en las poltronas. La pobrecita era sufrida y nunca decía ni esta
boca es mía.
Un domingo en la tarde se
fueron la madre y la hija a pasear y dejaron a la rubia arreglando la cocina. Así que lo
tuvo todo limpio y en su lugar, se lavó, se peinó, se puso su vestido de coger
misa y se fue a dar vueltas por el jardín de la casa. De pronto vió entre
la hierba una muñequita de porcelana.
-¡Qué muñequita más linda!
dijo, y la levantó, le arrancó los terroncillos que tenía entre el pelo y se
fue adentro muy contenta a hacerle un vestidito. Desde ese día, apenas la
dejaban sola, sacaba de su cofre la muñequita y se ponía a jugar.
Al domingo siguiente se
fueron la madre y la hija para misa y dejaron a la rubia moliendo.
Estaba ella en esto,
cuando al volver a la piedra de poner una tortilla a asar en el rescoldo, vió
sentada sobre la pelota de masa a su muñequita.
Muy admirada la cogió, la
limpió y la fue a guardar a su cofre y siguió moliendo, pero mientras fue a
volver la tortilla al comal, vino de nuevo la muñeca a acomodarse sobre la
pelota de masa.
-Mirá, muñequita, no seas
tan guindada- dijo la niña, y la quiso coger para llevarla a su lugar,pero la
muñeca se transformó en una señora muy linda, vestida de celeste, con una
corona de luz sobre la cabeza y parada en una nube.
-Yo no soy una muñeca-
dijo la señora- sino la Virgen.
La niña se arrodilló, pero
Nuestra Señora la levantó y sin hacer melindres, se fue a sentar en el taburete
de cuero esfondado, que era el único asiento que permitían a la rubia. Luego la cogió
en los regazos y se puso a hacerle cariño.
-Mirá, mi hijita- dijo la
Virgen- tu padre va a hacer un viaje por ahí abajo y te va a preguntar qué
querés que te traiga. Vos le vas a contestar que una arquita como para los
pañuelos y otras menudencias. Cuando te la traiga, guardarás en ella la muñequita. Luego
la Virgen besó a la niña, desaapareció, y en su lugar quedó la muñeca.
Otro día llegó el papá y
le preguntó qué deseaba que le trajese de un viaje que iba a hacer, y su hija
le respondió lo que la Virgen le aconsejara.
La negra pidió a su
padrastro un traje nunca visto, un sombrero nunca visto y unas zapatillas nunca
vistas.
Volvió éste de su viaje y
cada una tuvo lo que deseaba.
La negra no hacía otra
cosa en todo el santo día que ponerse el traje, el sombrero y las zapatillas y
dar paseos frente al espejo.
A veces llamaba a la rubia
como para hacerle la boca agua con sus sedas, encajes y plumas.
Por fin llegó el domingo,
día del estreno del vestido y desde buena mañana despertó a todo el mundo para
que la ayudaran.
La pobre niña rubia hasta
que veía el chispero: corre de aquí, corre de allá con los polvos, el colorete,
las cintas de apretar el corsé, que esto, que lo otro, que aquí, que allá ...
Por fin salió para misa de
tropa, chiqueándose que era un contento, y la seda del vestido hacía tal ruido,
que las gallinas que picoteaban en la calle y los perros, salían corriendo.
Cuando entró en la Catedral, todo mundo, hasta los soldados y los músicos de
banda, volvieron a ver qué significaba aquel ruido que parecía una creciente.
Además, la iglesia se llenó de olor a agua Florida, en la que se había bañado.
Entre tanto, la niña se
quedó en su cocina en pleitos con la leña que estaba verde y humeaba tanto, que
la pobre tenía los ojos como dos tomates. De pronto, ve sobre la piedra su
muñequita.
-¿Qué querés, muñequita?
-le preguntó.
-La muñeca respondió:
-Quiero que vayas a misa de tropa, pero eso sí, no levantés los ojos del suelo.
Pero muñequita, ¿cómo
querés que vaya en esta figura? Yo no me presento así en la Casa de Dios. Ya
sabés que mi vestido de los domingos me lo hizo pedazos la negra un día que
estaba de luna.
-Andá a tu arquita y
verás- contestó la
muñequita. Y no pensés en la molida ni en el almuerzo, que
yo me encargo de eso.
La niña fue a su arca, y
cuál no fue su admiración al ver salir de ella un traje como las espumas de una
catarata cuando hace luna, todo sembrado de maripositas de oro, unos zapatitos
de raso, también blancos, y un sombrero maravilloso. En un abrir y cerrar de
ojos estuvo vestida y salió corriendo para misa porque ya dejaban. En la puerta
la estaba esperando un coche muy bueno. Al entrar en la Catedral lo hizo de
puntillas para no llamar la atención pero la iglesia se llenó de un perfume de
rosas y todo el mundo volvió los ojos y quedaba encantado al ver aquella blanca
figurita.
Acertó la niña a
arrodillarse frente a la negra y su madre, quienes se quedaron como viendo
visiones al contemplar aquella linda criatura que se les daba un aire a su
víctima. Y la del vestido, las maripositas de oro; le preguntó quién se lo
había hecho y también, a cada rato, como era medio arrevesada y tataretas para
hablar, le decía:
-"ni ....niña, ni... niña, hagámonos comales".
Con
lo que le quería decir:
-"Niña, hagámonos comadres". Pero la niña no
levantó siquiera los ojos del suelo.
Apenas echó el padre la
bendición, salió la niña corriendo. El hijo del rey que la había visto entrar y
que no le quitó los ojos de encima en toda la misa porque lo tenía encantado,
salió corriendo tras ella y quiso hablarle, pero ella dejó caer su pañuelito, y
el hijo del rey casi se desnariza por juntarlo; pero mientras él estaba en esa
diligencia, la niña se escabulló, se metió, en su coche, que desapareció en un
decir amén. Y cuando él fue a buscar, ¡si otra ponés!
Cuando la madrastra y la
negra volvieron de misa, ya la rubia estaba con su traje tiznado, sopla y sopla
el fuego.
Al siguiente domingo, la
negra no fue a misa de tropa, por lucir su vestido en misa de doce. Y otra vez
puso a su hermana core de aquí y corre de allá. Que alcanzame esto, que llevate
aquello, que así no, que yo lo quiero asá. Y casi no dejaba a la pobre tentar
tierra. Y va entrando a misa, picándola de gran pelota y dejando detrás de ella
una hedentina a Agua Florida.
A la niña volvió a a
aparecérsele la muñequita, quien la mandó a misa. Entre el arca había un
vestido que era como ver un celaje dorado, todito lleno de perlas. A la puerta
la esperaba el mismo coche y llegó cuando salía el padre al altar. Como el
domingo anterior, toda la iglesia se llenó de un olor a rosas y la gente ni oyó
la misa con devoción por estarla mirando. Y la negra no fue cuento, sino que se
levantó de donde estaba y se le fue a acomodar a la par. Y otra vez con su
necedad de:
-"Ni...niña, ni....
niña, hagámonos comales"- y toca aquí y tienta allá bueno, que ya la niña
no hallaba qué hacer.
El hijo del rey, que había
recorrido ese día todas las iglesias desde buena mañana,para ver dónde daba con
ella, se le puso al frente y no le quitó la vista de encima. Pero la niña no
levantó sus ojos del suelo y si no hubiera sido porque de cuando en cuando daba
su pestañada, se la hubiera tomado por una imagen.
Apenas el padre echó la
bendición, salió la rubia corriendo y el hijo del rey se le puso atrás.
Al llegar al coche ya la alcanzaba. Entonces
ella dejó caer un ramito de flores que llevaba en la mano. El otro por
sácalas, se puso a juntarlas, y mientras tanto el coche se las chifló.
La madre y la negra
llegaron y encontraron a la muchacha atizando el fuego. La negra se puso a
meterle mil birutas: -Que desde el domingo anterior se había hecho íntima amiga
de una machita preciosa que usaba unos vestidos junto a los cuales el suyo era
una cochinadilla cualquiera; y que la tenía requeteconvidada para ir a pasear;
y si Dios quería, cuando ella se casara iban a ser comadres, porque estaba en
sus cinco en que ella le llevaría los chiquitos a la pila y que se los llevaría
porque se los llevaría.
Madre e hija no se apearon
a la machita de la boca en todo el santo día. -La machita arriba, la machita abajo.
Y la niña hacía como que se las compraba y la muy zorrita oía sin chistar.
Al domingo siguiente,
vuelta otra vez la negra a encajarse su vestido nunca visto y a poner a su
hermana al volador. Por fin salió con su madre para misa de doce.
En el arca hubo esta vez
para la rubia un vestido de un color como el del cielo cuando está amaneciendo,
todo lleno de brillantes, que parecía que tatica Dios se lo había esperjeado de
agua.
Y todo pasó como en los
otros domingos. Pero esta vez el hijo del rey no fue tonto, y por más que ella
dejó caer su pañuelito de seda, una sortija y una flor, él no quiso perder
tiempo en levantar estas cosas y dejó que otro fuera el bueno con ellas. Sin
acordarse de que era hijo del rey, se acomodó en la trasera del coche y así dió
con la casa en que vivía la niña.
Desde ese momento no hizo
más que estar para arriba y para abajo en la acera y cuando pasaba frente a la
casa, parecía que se quería meter.
La negra, donde lo pilló
en esas, creyó que era con ella la cosa, y sacó una poltrona a la puerta y se
sentó a mecerse. Y por temor de que su hermana fuera a asomarse, la escondió en
la cocina debajo de una gran olla. Cada vez que pasaba el joven, ella pegaba un
suspiro o le hacía ojitos.
En una estaca clavada en
el marco de la puerta, tenían madre e hija una lora muy habladora. Seguramente la Virgen la aconsejó, porque
en una de las pasadas que dió el príncipe, la lora se puso a gritar:
"La niña linda debajo de una olla, la negra feroza se quiere casar"
Y cada vez que el otro
pasaba hacía la misma. En
una de tantas, se detuvo. La negra se puso como una chira y con el corazón que
se le salía. Ella juraba que ya el príncipe le iba a declarar su amor. Pero el
prícipe se acercó en son de preguntar lo que decía la lora, para ver si podía
fisgonear dentro de la casa.
La negra entonces agarró la lora por el pescuezo y casi la
ahorca.
Se la llevó para adentro y
le dijo al joven que no le hiciera caso. Pero la lora iba para adentro grita y
grita:
"La niña linda debajo de una olla,
la negra feroza se quiere casar".
Al hijo del rey le llamó
la atención lo que decía el animal y se fue detrás de la negra y no se anduvo
por las ramas sino que llegó hasta la cocina. Allí vió una gran olla y al acercarse le
pareció oir como unos sollozos. Levantó la olla y se va encontrando con la
pobre niña, todita tiznada y haciendo cucharas.
Le propuso allí mismo
matrimonio, pero ella quiso antes ir a consultar con su muñequita.
Se fue para su cuarto,
sacó la arquita y preguntó a su consejera. Esta le dijo que aceptara, pero que
eso sí, no debía alzar a ver al príncipe sino hasta que el padre les echara la
bendición, y que si no hacía así, contara con que moriría soltera.
Volvió ella con sus ojos
bajos y contestó al joven que sí sería su esposa.
Sin hacer caso de los
gritos de la madre y de la hija, la cogió y la llevó al palacio. En el camino
le decía:
-¡Niña, levante sus ojos y míreme!
¡Pero ella por sapa los
iba a levantar!
Llegaron al palacio y el
joven contó a sus padres lo que pasaba, y que si no lo dejaban casarse, se
dejaría morir de hambre.
Como era único hijo, lo
tenían muy consentido y nunca le negaban nada, y aunque a la reina no le
acomodaba mucho aquella nuera tan tiznada y remendada, dijeron que bueno, que
se casara.
En esto llegó un joven (que
aquí para nos era un ángel) con la arquita y se la entregó a la niña.
Esta se encerró y se
plantó bien con un vestido mejor que los otros y por supuesto, los reyes al
verla, quedaron encantados.
El casamiento se hizo a
los pocos días. La Virgen bajó a servir de madrina. Apenas el padre les echó la
bendición, la niña levantó sus ojos para mirar a su marido, para quien aquello
fue como si le hubieran metido dos cielos entre el alma.
Como la niña era muy buen
corazón, mandó por la negra y la trató con tanto cariño, que se puso un poquito
más amable. Uno de los señores que servían al rey, por quedar bien se casó con
ella. Dicen que no le fue muy bien y que muy a menudo andaba con las penas
derramadas.
Pero el príncipe y la niña
fueron muy felices, tuvieron una catizumba de hijos y llegaron a viejiticos.
Primero murió ella y la
Virgen se la llevó.
Cuando iba para el cielo, su marido oyó una voz que decía:
Adiós, esposo mío,
que en el cielo nos veremos.
Y de veras, cuando él
murió se fue para el cielo y se sentó a cantarle a la Virgen en una silla que le
tenían lista al lado de la de su esposa.
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