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lunes, 5 de agosto de 2013

El labrador y sus hijos

Rodeado de sus hijos a quienes había educado a la anti­gua, es decir, como cristiano viejo, enseñándoles a amar a Dios, a tener el culto del hogar y la ambición de servir á la patria, -no con discursos hueros y costumbres fáciles que llevan a todas las bajezas y cobardías, sino con trabajo varonil y gran­deza de alma, hallábase en su lecho de muerte un vecino de Pando. Tendió la mirada lejana y serena sobre los vástagos que le miraban acongojados y por vez postrera, les repitió la copla que tan profunda verdad encierra:

"De los viejos que enterramos
Fué sentencia singular
Que el mundo hemos de dejar
Del modo que lo hallamos".

Sin duda se hacía el buen anciano ilusión, como que igno­raba la lepra que hoy corroe el mundo: la escuela sin Dios, el hogar sin Dios, el parlamento sin Dios, el pueblo sin. Dios, atra­yendo sin cesar, como la cima el rayo, la ira de Dios. De haber conocido tan maldita peste, hubiera sin duda suscrito la amar­ga estrofa de Quevedo y Villegas:

"Las vueltas de los cielos
Todo lo disminuyen: muy mejores
Fueron nuestros abuelos
Que nuestros padres: somos hoy peores:
De nosotros se espera
Sucesión, que en maldades nos prefiera".

Rodeado, pues, de sus hijos, sin testigos extraños, díjoles:
-"Acordáos de Nabat que rehusó cederle y venderle al rey Acab la heredad de sus antepasados, y guardáos de enajenar la propiedad que nos legaron nuestros padres. Hay en ella un te­soro escondido de valor inagotable. No me pidáis que os revele su escondite porque lo ignoro de veras. ¡Valor, hijos, que el trabajo porfiado todo lo vence! Conforme la siega haya con­cluído, revolved la tierra, echad mano al pico, la pala y la azada, cavad el campo, no dejéis un palmo de la heredad sin remover y pasarle la escardilla. Con Dios quedad, hijos del alma...”.
Y el cristiano viejo, confortado con el Viático y la Extre­ma Unción, entró en posesión del bien merecido descanso que obtienen los que se mueren en el Señor. Sus hijos, imitando a José, virrey del Egipto, cuando la muerte de Jacob, y sus fune­rales en tierras de Canaán, le lloraron muchos días.
Entre tanto los meses de verano y de siega habían pasado. Cumpliendo la voluntad del padre extinto, cada uno de los hijos sale al campo a puntear la tierra, darla vuelta, rastrillarla, en­cauzar las aguas, nivelar el terreno, todo con tal esmero y pro­lijidad que la cosecha del siguiente año fué doblada. El cofre­cillo del tesoro no asomó por ningún lado, pero el dinero so­nante y contante que les produjo la venta de los cereales, hor­talizas, legumbres, mimbres y estacas, les demostró que no hay tesoro más seguro e inagotable que la tierra bien labrada, ver­dadero fundo que no puede fallar.

"Tus facultades son, niño o quier adolescente, y hombre maduro, el fundo que en sus entrañas esconde un tesoro. Trabaja, tómate un poco de pena en los años de aprendizaje, y ve­rás cómo, en llegando la edad otoñal, tendrás cosechas indefi­cientes de doradas mieses y sazonados frutos".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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