Había una vez dos compadres
guechos, uno rico y otro pobre. El rico era muy mezquino, de los que no dan ni
sal para un huevo. El pobre, iba todos los viernes al monte a cortar leña que
vendía en la ciudad cuando estaba seca.
Uno de tantos viernes se
extravió en la montaña, y le cogió la noche sin poder dar con la salida. Cansado de
andar de aquí y de allá, resolvió subirse a un árbol para pasar allí la noche. Ató al tronco el
burro que le ayudaba en su trabajo y él se encaramó casi hasta el cucurucho. Al
rato de estar allí, vió de pronto que a lo lejos se encendía una luz. Bajó y se
encaminó hacia ella. Cuando la perdía de vista, subía a un árbol y se
orientaba. Al irse acercando, vió que se trataba de una gran casa iluminada,
situada en un claro del bosque. Parecía como si en ella se celebrara una gran
fiesta. Se oía música, cánticos y carcajadas.
El hombre aseguró su
bestia y se fue acercando poquito a poco.
La parranda era muy
adentro, porque las salas que estaban a la entrada se encontraban vacías. En
puntillas se fue metiendo, se fue metiendo hasta que dió con lo que era. Se
escondió detrás de una puerta y se puso a curiosear por una rendija: la sala
estaba llena de brujas mechudas y feas que bailaban pegando brincos como los
micos y que cantaban a gritos esta única canción:
Lunes y martes y miércoles
tres.
Pasaron las horas y las
brujas no se cansaban se sus bailes y siempre en su dele que dele:
Lunes y martes y miércoles
tres.
Aburrido el compadre pobre
de oir la misma cosa, agregó cantando con su vocecilla de guecho:
Jueves y viernes y sábado
seis.
Gritos y brincos cesaron...
-¿Quién ha cantado?-
preguntaron unas.
-¿Quién ha arreglado tan
bien nuestra canción?- decían otras.
-¡Qué cosa más linda!
¡Quien ha cantado así merece un premio!
Todas se pusieron a buscar
y por fin dieron con el compadre pobre, que estaba en un temblor detrás de la
puerta.
¡Ave María! No hallaban
donde ponerlo: unas lo levantaban, otras lo bajaban y besos por aquí y abrazos
por allá.
Una gritó: -Le vamos a
cortar el guecho.
Y todas respondieron:
-¡Sí, Sí!
El pobre hombre dijo:
-¡Eso sí que no!
Pero antes de acabar, ya
estaba la inventora rebanándole el guecho con un cuchillo, sin que él sintiera
el menor dolor y sin que derramara una gota de sangre. Luego sacaron del cuarto
de sus tesoros sacos llenos de oro y se los ofrecieron en pago de haberles
terminado su canto.
El trajo su burro, cargó
los talegos y partió por donde las brujas le indicaron. Al alejarse las oía
desgañitarse:
Lunes y martes y miércoles
tres.
Jueves y viernes y sábado
seis.
Sin dificultad llegó a su
casita, en donde su mujer y sus hijos le esperaban acongojados porque temían
que le hubiera pasado algo.
Les contó su aventura y
mandó a su esposa que fuera adonde el compadre rico y le pidiese un cuartillo
para medir el oro que traía.
Ella fue y dijo a la mujer
del compadre rico, que estaba sola en casa: -Comadrita, ¿quiere prestarme el
cuartillo? Es que vamos a medir unos frijoles que cogió mi marido.
Pero la mujer del compadre
rico se puso a pensar:
-Cállate, ¿acaso tu marido ha sembrado nada? ¿Quién
mejor que nosotros sabe que no tienen más terreno que ese en que están clavadas
las cuatro estacas del rancho?
Y untó de cola el fondo
del cuartillo para averiguar qué iban a medir sus compadres pobres.
Estos midieron tantos
cuartillos de oro que hasta perdieron la cuenta.
Al devolver la medida, no
se fijaron que en el fondo habían quedado pegadas unas cuantas monedas. La comadre
rica que era muy angurrienta, y que no podía ver bocado en boca ajena, al ver
aquello se santiguó y se fue a buscar a su marido.
-Mirá, ¿vos decís que tu
compadre es un arrnacado, que tiene casi que andar con una mano atrás y otra
adelante para taparse, que no tiene ni donde caerse muerto? Pues estás muy
equivocado...
-Y la mujer mostró el
cuartillo, contó lo ocurrido y lo estuvo cucando hasta que hizo al compadre
rico irse a buscar al pobre.
-Ajá, compadrito -le dijo.
-¡Qué indino es usté! ¿Conque tenemos que medir el oro en cuartillo?
El otro, que era un hombre
que no mentía, contó su aventura sencillamente.
¡El rico volvió a su casa
con una envidia!
La mujer le aconsejó que
fuera al monte a cortar leña.
-Quién quita- le dijo- que te pase lo mismo.
El viernes muy de mañana
se puso en camino con cinco mulas y todo el día no hizo más que volar hacha.
Al anochecer se metió en
lo más espeso de la montaña y se perdió.
Se subió a un árbol, vió
la luz y se fue hacia ella. Llegó a la casa en donde las brujas celebraban cada
viernes sus fiestas. Hizo lo mismo que su compadre pobre y se metió detrás de la puerta. Estaban
las brujas en lo mejor de su canto:
Lunes y martes y miercoles
tres
Jueves y viernes y sábado
seis
Cuando la vocecilla del guecho
cantó, toda hecha un temblor:
Domingo siete...
¡Ave María! ¡Para qué lo
quiso hacer!
Las brujas se pusieron
furiosísimas a jalarse las mechas y a gritar de cólera:
-¿Quién es el atrevido que
nos ha echado a perder nuestra canción?
-¿Quién es quien ha salido
con ese "Domingo siete"?
Y buscaban enseñando los
dientes, como los perros cuando van a morder.
Encontraron al pobre
hombre y lo sacaron a trompicones y jalonazos.
-Vas a ver la que te va a
pasar, guecho de todita la trampa- dijo una que salió corriendo hacia el
interior. Luego volvió con una gran pelota entre las manos, que no era otra
cosa que el guecho del compadre pobre, y ¡pan! lo plantó en la nuca del
infeliz, en donde se pegó como si allí hubiera nacido. Le desamarraron las
mulas, las libraron de sus cargas de leña y las echaron monte adentro.
Al amanecer fue llegando
mi compadre rico a su casa con dos guechos, todo dolorido y sin sus cinco mulas
y por supuesto, a la vieja se le regaron las bilis y tuvo que coger cama.
1.040. Lyra (Carmen) - 000
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