Rescoldo, o mejor, la
Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una
sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia
carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian
aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan
diente con diente, y muchas patadas en el suelo para calentar los pies; pero
este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en
que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado,
juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la
capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos,
bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con
relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de
Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos
de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas
improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por
la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre
gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo
espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de
Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas
desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz
rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se
ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el
teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra
un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia,
por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes
grullas que van cantando lor guai per l'aer bruno.
Pasan ellos, y queda el
terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre
las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la
primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se
han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en
las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a
despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y
calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa
de esta desolación de honesto recreo.
Mas como quiera que esta
piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los
naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir
cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que
siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también
las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y
alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de
pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las
niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre
la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy
tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos.
Pero no es eso lo peor,
desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo
que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones
públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces
con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del
placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo.
En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del
hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres
muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega
la ceniza... y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara.
Viene la reacción del terror... triste, y todo se vuelve sermones, ayunos,
vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios...
En Rescoldo, Antruejo
dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el miércoles de Ceniza
nada de máscaras... se acabó Carnaval, memento homo, arrepentimiento y
tente tieso... ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega la noche... el
último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último mordisco a la
manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de la sardina, un
aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo mismo que viene
después del propósito de enmienda, después del desengaño; por lo mismo que es
fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.
No hay habitante de
Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer
mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al
enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la
fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo
alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las
antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las
sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a
improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca,
miran al cielo empinando la
bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en
tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y
cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se
mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la
fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por
seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y
hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más
inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del
Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco,
de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se
acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y... ya lo
sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando,
cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma
el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia...
* * *
Celso Arteaga era uno de
los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a veces
juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen pedagogo,
y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni en
tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos
prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos
concupiscentes.
Su flaco era el entierro
de la sardina.
Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo
apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las tristezas de
la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia la romería
inverniza, como algunos meses antes veía, cubierto de verdor, lleno de
vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles, por lo complicados
y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el fondo apasionado,
soñador, del buen Celso.
Solían agruparse los
polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que se
congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia
que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran
cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros,
que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés; todos estos
grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en el
cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando
al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de casa. Celso,
en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del
Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas respetables.
Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto; los más
formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino
del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo del
entierro de la sardina.
Celso, ya se sabía, en la
clásica cena se ponía a medios pelos, pronunciaba veinte discursos, abrazaba a
todos los comensales, predicando la paz universal, la hermandad universal y el
holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser una fiesta perpetua, una
semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente electivo, sin trabas del
orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! -Y este era el hombre que se
pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a los chicos buena
conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con la palabra.
* * *
Un año, cuando tendría
cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan solemne
semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de la semi a
la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina. Se vistió con
capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del
escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra, ante la bullanguera
multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración fúnebre del
humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir que
el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy
primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo
entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y
alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que
allí mismo regalaba a la mujer que más le agradase entre las muchas que le
rodeaban y habían oído.
Gran sorpresa causó en el
vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para
pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor,
gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud a
Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos
le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la
sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus
ansias de alegría, de placer pagano, de paraíso mahometano; pintó con luz y
fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura, la
existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje
decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la llamaba,
con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres
propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y a sus
triunfos de invierno.
Por labios de Celso
hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del
aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas,
disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del
diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del
colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!
Como a dos pasos del
orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante,
Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media, hermosa sin
arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de esas bellas
que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma adelante.
Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante Demóstenes de
Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se le puso un
nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en una
alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies, y,
con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de
una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de
Zorrilla... en fin, un encanto.
Todo era broma, claro;
pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la
modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida!
El público rió y aplaudió
la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no había
malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del
ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la
ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:
-Tiene gracia, tiene
gracia... En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!
A la media hora, es
claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en
tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su
olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los
púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo
de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.
* * *
Celso Arteaga volvió el
jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio, tranquilo, sin
remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal sabor de
boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido por
aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del
pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos,
se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.
Algo pensó durante unos
días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y a quien había
regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta
idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija
de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo;
no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros.
Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura»,
pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas
así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos
o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es
natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo.
Pero lo raro fue que,
volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don
Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del año
anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista
temporero, como decía él, no se hizo rogar... y habló, y venció, y... ¡cosa más
rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para ofrecerle
una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina
(por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que tenía delante
de sí a la
mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡Pero qué
casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la escena del
año anterior.
Y sí era casualidad,
porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas
de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez; yo he estado
a los pies de esta muchacha en otra ocasión...»
* * *
Y al día siguiente,
Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la conciencia
tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la
chica de Pla, el del ferrocarril.
Varias veces la vio en la
calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso
podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los Negrillos, se
tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó sorprender
mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de sonrisa, que
Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.
Sí, pero aquel invierno
Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente,
que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron
tres años, y Celso, juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a
pasar el verano con su señora e hijos a Rescoldo.
Vio a Cecilia Pla algunas
veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio
que estaba muy delgada, mucho más que antes.
* * *
El juez llegó poco a poco
a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con los
hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya para
él la poca poesía que le quedaba en la tierra.
Estuvo en la fonda
algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y
empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y
limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por
caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la
enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las
habitaciones.
Le gustó la casa, y
quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde le
acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el
pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.
-Parece una sardina,
-pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.
Y como si el golpe del
portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:
-¡Caramba! ¡Pues si es
aquella... aquella del entierro!... ¿Me habrá cono-cido?... Cecilia... el
apellido era... catalán... creo... sí, Cecilia Prast... o cosa así.
Don Celso, con su ama de
llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era, en
efecto, sola en el mundo.
Revolviendo una especie
de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa
metálica. La cogió... miró... era una sardina de metal blanco, muy amarillenta
ya, pero muy limpia.
-¡Esa mujer se ha
acordado siempre de mí! -pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría
que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían
volado.
Pero como nadie le veía
pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio
retroactivo.
-Sí, se ha acordado
siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche... del
entierro de la sardina.
Y después pensó:
-Pero también es verdad
que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante... O ¿quién
sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero... de todas maneras... Casarnos,
no, ridículo sería. Pero... mejor ama de llaves que este sargento que tengo,
había de serlo...
Y suspiró el viejo, casi
burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos.
¡Lo que era la vida! Un
miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina... y después la Cuaresma
triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo
el año hastío y tristeza.
* * *
Una tarde de lluvia,
fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino, defendiéndose
como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.
Por la calle estrecha,
detrás de él, vio que venía un entierro.
-¡Maldita suerte! -pensó,
al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro.
¡Lo que voy a toser esta noche! -se dijo, mirando distraído el féretro. En la
cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy numeroso. Los
viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le preguntó el
señor Arteaga:
-¿De quién es?
-Una tal Cecilia Pla...
de nuestra época... ¿no recuerda usted?
-¡Ah, si! -dijo don
Celso.
Y se quedó bastante
triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores del
duelo.
De pronto se acordó de la
frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre Cecilia.
«Parece una sardina».
Y el diablo burlón, que
siempre llevamos dentro, le dijo:
-Sí, es verdad, era una
sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete , si
tienes gana.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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