En la época de Guisopete II, después de la de
Maricastaña, que fué cuando los hombres comenzaron a usar la pólvora para
matar inocentes animalitos, extendíase, no lejos de la confluencia del río
Negro con el Yi, una dilatada pradera a la que hacía marco por el norte un
espesísimo bosque de talas, ceibos, sauces, laureles, algarrobos, sarandíes,
espinillos, molles y ombúes.
En este nuevo Edén vivían en buena paz y compaña un
lepórido optimista y una perdiz más bien socarrona y de pedernalinas entrañas
para la desventura ajena. No es que los dos vecinos, cuyas viviendas no
distaban entre sí diez metros, hubiesen jamás abordado ni en sueños el
espinoso problema del gobierno colegiado, o la teoría egipcia de los obeliscos,
o la abstrusa doctrina de la telepatía y de la televisión, cosas todas que los
tenía a ambos sin cuidado... pero no podían llegar a un acuerdo acerca de sí
unas bolitas no más grandes que lentejas que fuesen esféricas, eran de origen
plutónico, del centro de la tierra; o neptuniano (del centro del agua) o
joviales, esto es, del Olimpo, donde truena Jove. En una cosa estaban, sin embargo,
de acuerdo: que eso de "joviales" era una manera de decir, porque los
tales bolitas del demonio cuando se incrustaban en los huesos o en las simples
carnes vivas producían una sensación, no telepática sino patética, que estaba a
un millón de leguas de ser jovial.
Mientras ambos químicos, uno picoteando y el otro mascullando
las bolitas, se encarnizaban en descubrir el origen etéreo o quier telúrico de
las mismas, sosteniendo ferozmente cada cual su opinión, especialmente misia
Perdiz que no dejaba de replicar al lepórido que tenía el caletre fuera de su
caja, y que cuanto decía eran simplezas que ni el mismo Don Simplicio Bobadilla,
y Majaderano sostendría; en una palabra, cuando la ventilación del abstruso
problema de los orígenes estaba a dos dedos de acabar a linternazos... héte
aquí que hace su aparición en los confines de la pampita una jauría de malditos
perros al servicio del hombre, matador de inocentes animalitos y de pajariilos
y aves sin malicia.
-"iMisia Perdiz, hay moros en la costa, y muchos
y feroces! Si nos descuidamos, hoy nos parten por la hipotenusa y por ambos
catetos ¡carape! ¡Sálvese quien pueda!"
Y escupiendo la bolita que estaba analizando químicamente,
salió como un rayo en dirección al bosque en cuya más cerrada espesura se
internó. La perdiz ganó de un vuelo su cercano nido donde se acurucó a la
espera de los acontecimientos.
Tres minutos después, pasan los sabuesos, dogos y
lebreles como una tromba en pos de la liebre cuya silueta fugitiva columbraran
al borde de la selva. Por de pronto se encuentran despistados, y el mismo
Bichador no sabe por dónde seguir; desgraciadamente la carrera de la liebre la
hace transpirar y emitir cierto tufillo que el aire trae a las partidas narices
de Tragón quien, después de experimentar la sensación y filosofar un minuto
sobre el fenómeno olfativo, ladró: "¡Aquí,
aquí está!" ingiriéndose en las zarzas y matorrales. En esto, brota
de la espesura Palurdo ladrando :
-"¡Ya ha salido! ¡Allá va!"
Los cazadores ven pasar como una exhalación el
lepórido, y uno de ellos, desde cincuenta metros, le suelta una andanada que
acribilla al desventurado roedor.
Sangrando, llega a su domicilio, donde se tiende para
morir, no sin oír antes la voz zahiriente de misia Perdiz que le dice:
"¡Y tanto que te ufanabas de tu velocidad, hermana de los pies alados!
¿Qué se ha hecho tanta ligereza y rapidez de movimiento?..." La moribunda
liebre le dirige su última mirada, mirada de reproche y perdón a la vez, en la
que, al decir del cazador que pronunció la oración fúnebre del malogrado Gamito enfermo, podía leerse una como
reminiscencia de los inmortales versos del Príncipe de los poetas castellanos:
"Libre
mi alma de su estrecha roca,
Por el
estigio lago conducida,
Celebrándote
irá, y aquel sonido
Hará parar
las aguas del olvido".
Habían pasado dos minutos. Llegan los perros jadeando
tras la presa ya extinta; dan de bruces con la perdiz que levanta el vuelo en
una carcajada. El azor, que desencaperuza y suelta uno de los cazadores, la
alcanza con la rapidez del rayo, clavándole las garras crueles y arrojándola a
los pies de su amo que ya guarda en el morral a su muerta vecina y amiga.
"Guárdate
toda tu vida de mofarte de los miserables e infortunados: no olvides que nadie
está seguro de ser dichoso mañana, aunque hoy le sonría la fortuna, y que todos
somos seres condenados a muerte".
1.087. Deimiles (Ham) - 021
No hay comentarios:
Publicar un comentario