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lunes, 5 de agosto de 2013

La liebre y la perdiz

En la época de Guisopete II, después de la de Maricastaña, que fué cuando los hombres comenzaron a usar la pólvora pa­ra matar inocentes animalitos, extendíase, no lejos de la con­fluencia del río Negro con el Yi, una dilatada pradera a la que hacía marco por el norte un espesísimo bosque de talas, ceibos, sauces, laureles, algarrobos, sarandíes, espinillos, molles y om­búes.
En este nuevo Edén vivían en buena paz y compaña un lepórido optimista y una perdiz más bien socarrona y de peder­nalinas entrañas para la desventura ajena. No es que los dos vecinos, cuyas viviendas no distaban entre sí diez metros, hu­biesen jamás abordado ni en sueños el espinoso problema del gobierno colegiado, o la teoría egipcia de los obeliscos, o la abstrusa doctrina de la telepatía y de la televisión, cosas todas que los tenía a ambos sin cuidado... pero no podían llegar a un acuerdo acerca de sí unas bolitas no más grandes que lentejas que fuesen esféricas, eran de origen plutónico, del centro de la tierra; o neptuniano (del centro del agua) o joviales, esto es, del Olimpo, donde truena Jove. En una cosa estaban, sin em­bargo, de acuerdo: que eso de "joviales" era una manera de decir, porque los tales bolitas del demonio cuando se incrusta­ban en los huesos o en las simples carnes vivas producían una sensación, no telepática sino patética, que estaba a un millón de leguas de ser jovial.
Mientras ambos químicos, uno picoteando y el otro mas­cullando las bolitas, se encarnizaban en descubrir el origen eté­reo o quier telúrico de las mismas, sosteniendo ferozmente ca­da cual su opinión, especialmente misia Perdiz que no dejaba de replicar al lepórido que tenía el caletre fuera de su caja, y que cuanto decía eran simplezas que ni el mismo Don Simpli­cio Bobadilla, y Majaderano sostendría; en una palabra, cuan­do la ventilación del abstruso problema de los orígenes estaba a dos dedos de acabar a linternazos... héte aquí que hace su aparición en los confines de la pampita una jauría de malditos perros al servicio del hombre, matador de inocentes animali­tos y de pajariilos y aves sin malicia.
-"iMisia Perdiz, hay moros en la costa, y muchos y fe­roces! Si nos descuidamos, hoy nos parten por la hipotenusa y por ambos catetos ¡carape! ¡Sálvese quien pueda!"
Y escupiendo la bolita que estaba analizando química­mente, salió como un rayo en dirección al bosque en cuya más cerrada espesura se internó. La perdiz ganó de un vuelo su cercano nido donde se acurucó a la espera de los aconteci­mientos.
Tres minutos después, pasan los sabuesos, dogos y lebreles como una tromba en pos de la liebre cuya silueta fugitiva co­lumbraran al borde de la selva. Por de pronto se encuentran despistados, y el mismo Bichador no sabe por dónde seguir; desgraciadamente la carrera de la liebre la hace transpirar y emitir cierto tufillo que el aire trae a las partidas narices de Tragón quien, después de experimentar la sensación y filosofar un minuto sobre el fenómeno olfativo, ladró: "¡Aquí, aquí es­tá!" ingiriéndose en las zarzas y matorrales. En esto, brota de la espesura Palurdo ladrando :
-"¡Ya ha salido! ¡Allá va!"
Los cazadores ven pasar como una exhalación el lepórido, y uno de ellos, desde cincuenta metros, le suelta una andanada que acribilla al desventurado roedor.
Sangrando, llega a su domicilio, donde se tiende para mo­rir, no sin oír antes la voz zahiriente de misia Perdiz que le di­ce: "¡Y tanto que te ufanabas de tu velocidad, hermana de los pies alados! ¿Qué se ha hecho tanta ligereza y rapidez de mo­vimiento?..." La moribunda liebre le dirige su última mirada, mirada de reproche y perdón a la vez, en la que, al decir del cazador que pronunció la oración fúnebre del malogrado Ga­mito enfermo, podía leerse una como reminiscencia de los in­mortales versos del Príncipe de los poetas castellanos:

"Libre mi alma de su estrecha roca,
Por el estigio lago conducida,
Celebrándote irá, y aquel sonido
Hará parar las aguas del olvido".

Habían pasado dos minutos. Llegan los perros jadeando tras la presa ya extinta; dan de bruces con la perdiz que le­vanta el vuelo en una carcajada. El azor, que desencaperuza y suelta uno de los cazadores, la alcanza con la rapidez del rayo, clavándole las garras crueles y arrojándola a los pies de su amo que ya guarda en el morral a su muerta vecina y amiga.

"Guárdate toda tu vida de mofarte de los miserables e in­fortunados: no olvides que nadie está seguro de ser dichoso mañana, aunque hoy le sonría la fortuna, y que todos somos seres condenados a muerte".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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