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lunes, 5 de agosto de 2013

El regimiento ratonesco

Erase una lauchita prudente y pizpireta que no las tenía todas consigo cada vez que la necesidad la llevaba a salir de su escondrijo. Se comprende: el Atila de los gatos. Raspaqueso le había echado el ojo y la acechaba continuamente al paso; razón más que suficiente para temer que sus postrimerías fuesen idénticas a las de Ratoncito, incrédulo a los avisos de su pobre madre, y tan confiado en la supuesta bondad de aquel gato asesino.
Un día, acurrucada en su nido, la laucha meditó sobre su crítica situación y sacó en conclusión que lo más acertado era consultar a un ratón, vecino suyo, persona muy formal, ladina y experimentada. Tal era, por lo menos la opinión corriente en el mundo ratonil, en la prensa, en el foro y aun en las esferas militares. No era en realidad más que un fátuo, de muy poca sal en la mollera, y un palangana fanfarrón. Vivía este gran señor de "cobra fama y échate dormir" en un lugar estratégico de la vasta despensa donde se trataba a cuerpo de rey, con pe­dícuros y manicuros para toda su familia, amén de tintoreros y rizadores permanentes para el pelo. No pasaba día sin que refiriese alguna de las mil hazañas que había llevado a cabo contra gatos y gatas en los buenos tiempos idos, riéndose a mandíbula batiente de las estratagemas usadas para aplicar feroces mordiscos en las rosadas naricitas de los gatitos dormi­dos que despertaban horrorizados, y se quedaban llorando a moco tendido, con desesperación de las madres y gruñente fu­ror de los gatazos viejos,
-"¡Ah! ¡Qué años aquellos, voto a todos los quesos de Ho­landa! ¿Quién nos devolverá los alegres y heroicos días de an­taño?...
En esto golpea suavemente a la puerta la lauchita.
-"¡Adrento!" maya el valiente, atuzándose los bigotes. La visitante expone en cuatro palabras la situación.
-"Señorita, el caso es grave" responde el bravucón; "a fe mía, por más que hiciera, no lograría yo solo deslomar a ese gato maldito con quien hemos experimentado ya un Waterloo en los tiempos de su abuelo de usted Lauchón, de heroica me­moria; pero, formando un regimiento con los ratones de todo el vecindario, me comprometo a hacerla una tan sonada que le llegue a la pepita del alma a ese bandido".
Lauchita se despidió, agradeciendo el pronto y eficaz au­xilio y, hecha profunda inclinación al magnate, sale del salón.
Llega entonces el valiente corriendo y soplando al lugar donde una compañía de ratones se desayunaba a qué quieres boca con lo mejorcito de la cantina y almacén del huésped. Con la peluza erizada, los ojos en blanco y medio sofocado por la carrera, se tiende cabe la rueda de alegres comensales.
"¿Qué es esto, capitán Ratón, qué le pasa?..." pregunta uno de los presentes. ¡Hable de una vez!"
-"Hablaré, y brevemente, porque el caso no sufre dila­ción: el maldito Raspa-queso acecha a Lauchita, debemos mar­char, en su auxilio, porque ese demonio de gato es un devastador de nuestro reino, y ya columbro nuestro exterminio. Cuando se acaben las lauchas, las emprenderá con los ratones, y ¡entonces sí que podremos lanzar, con más autenticidad que el Finis Po­loniae! de Kosciusko, nuestro fatídico Finis Ratonorum!
Todos los comensales reconocen lo grave de la situación.
-"¡Razón tiene nuestro jefe! ¡Arriba, arriba! ¡Todo el mundo a las armas!"
Uniformados y equipados, las mochilas repletas de queso y otras bucólicas, afilados los dientes en viejos cueros curtidos, se va a dar la orden de avanzar... cuando irrumpen en el campo de Marte las ratonas con sendos pañuelos de hierbas llo­rando a lágrimas viva, y dando chillidos capaces de partir en cuatro un adoquín. Pero nada conmueve ni detiene al heroico regimiento, cuyo jefe, después de musitar a los comandantes de batallón y de escuadrón las últimas instrucciones, da desde el frente un feroz chillido, "¡Regimiento, adelante!" ganando in­mediatamente la retaguardia para animar a los bisoños (un pretexto como otro para escurrir el bulto). Cada ratón jura de­fender a Lauchita o morir en la demanda; todos avanzan en formación cerrada, alegres y decididos, entonando himnos gue­rreros, seguros de la victoria.
Entretanto la desdichada Lauchita, llena la imaginación con las promesas de capitán Ratón, se cree segura, va y viene, entra y sale imprudentemente. Y héte aquí que, cabalmente un minuto antes que desembocase la ratonesca expedición en el campo de batalla. Raspaqueso, que la viera ir y venir, se pone al acecho y la pesca al paso clavándole los puntiagudos dientes en el lomo. En este momento irrumpe el regimiento, avisado ya por gastadores y batidores del grave suceso, y las primeras compa­ñías y patrullas avanzan decididas en defensa de la amiga pri­sionera y mal herida. Pero Raspaqueso ni suelta la presa ni to­ca a retirada: ¡al contrario! irguiendo la cabezota hirsuta y desafiante, apretando más los dientes y gruñendo siniestra y fe­rozmente, sale al encuentro de la infantería y caballería inva­soras. El capitán Ratón, arengando a la retaguardia, sufre unn patatús (real o simulado) y es llevado por los camilleros a lu­gar seguro. Los otros jefes comprenden que la tropa, no ave­zada a tales reencuentros, hará oídos de mercader a toda orden de atacar, invocan la razón de estado del prudente Villadiego, y hacen tocar a retirada, ganando cada ratón su buraco, a la carrera.
Así fué cómo la promesa de un fanfarrón le costó la vida a Lauchita que pudo repetir, con mayor amargura si cabe, el re­frán que el Gamo enfermo repetía en su lecho de muerte, y que cela una tan triste verdad:

"De mis amigos líbreme Dios; que de mis enemigos me libraré yo".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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