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lunes, 5 de agosto de 2013

El león cachorro

En las regiones pintorescas que cruza y fertiliza el Indo, entre Cachemira y Kelab, vivía en la época de Alejandro Magno, o tal vez en la de Saladino de Alepo (que en este punto están muy en desacuerdo los datos históricos, como que existe una laguna, o mejor dicho un mar de diecisiete siglos) un Leo­pardo que vió aumentar extraordinariamente su ganado caba­llar, vacuno, lanar, y aun forestal, merced a una ley morroco­tuda que disponía cómo el extranjero muerto en tierras del sultán, dejaba sus bienes al monarca, como ahora se los deja, extranjero o no extranjero, al Consejo, el que se descuida en redactar su testamento antes de liar los petates.
Ahora bien, sucedió que estando el Leopardo en el apogeo de su gloria y poder, nació un león en el vecino bosque. Por fortuna, vino al mundo del tamaño de un gato: que si llega a venir del tamaño de un buey ¡pobres de nosotros! digo, del Leopardo y su ganado. Naturalmente el sultán envió regalos al recién nacido, y la Leona los retribuyó, como se estila entre las gentes.
Pocos días después su majestad leopárdica llama a su gran Visir, Zorrogeta, ascendiente por línea recta de Morisqueta, trágicamente muerto en una simulada peregrinación a San­tiago de,Compostela con el gato Aruñon; de Candileja, que fué por lana y volvió trasquilado por Cocoroquito; de Zorra-pastro, que le sopló el queso al Chimango; y de Rondador, que asoló el coral y gallinero de don Toribio Cascarrabias.
Este gran Visir, pues, Zorrogeta, persona muy astuta, muy calada en política y antiguo aventurero en tierras persia­nas, manifestó a su señor el Leopardo que abrigaba ciertos te­mores con el nacimiento del leoncito.
"¿De qué temes ¡voto a mil gacelas!" himpló el Leopar­do. "Ese desdichado leoncillo está aún en pañales; su padre ha muerto, realizando la mejor obra de su vida; ¿qué diablos quie­res que haga? Más merece lástima que otra cosa, y la sucesión harto hará con poner en cobro lo que posee, sin soñar en nue­vas conquistas, créeme".
Pero Zorrogeta, con permiso de su majestad, bamboleaba la cabeza, sin darse por persuadido, y permanecía tan preociupado como antes.
-"¿Qué dice el gran Visir? ¿Ha perdido el habla, o reco­noce que el leoncillo no merece un minuto de atención?"
-"En verdad, sire, no me mueven a lástima huerfanitos semejantes", respondió el primer ministro. "No veo otra alter­nativa a su respecto: o conservar y aumentar la amistad con el león cachorro, o acabar con él antes que las zarpas y los col­millos le hayan crecido..."
-"Tú no debes de estar bien de salud, Zorrogeta; algo tie­nes en los hipocondrios; te encuentro melancólico, pesimista, ¡por mi madre Pantera!"
-"Digo a su majestad, replicó el zorro, que no hay tiempo que perder: o hacerse gran amigo del cachorro, o poner fin a sus días. Un astrólogo pariente me ha dicho que, por la posición de las estrellas y de los planetas, este leoncito será un indo­riable guerrero, pero, al mismo tiempo, el león de la tierra más fiel a sus amigos. Decida su majestad".
Pero el Leopardo no hizo más caso de la arenga que de las nubes de antaño, y recomendó al primer ministro que consul­tase al médico de la corte, Simiogaleno; no fuera que algún mor­bo latente le jugase una mala partida. Zorrogeta se sonrió con amargura, pero no dejó de inclinarse profundamente ante el monarca, y barrer con el escobilludo rabo el suelo, como de costumbre, trayendo irremediablemente a la memoria de los testigos el epígrama que reza:

"Aquí yace un cortesano
Que se quebró la cintura
Un día de besamanos".

Las cosas prosiguieron así un buen espacio de tiempo; en los estados del Leopardo, como en los del Lobo, del Chacal y de la Hiena, nadie se acordaba del leoncito, y los hombres igno­raban aún su existencia en aquel bosque. Sin embargo, ya es­taba talludito, y la madre lo sacaba a hacer ejercicios físicos cada mañana cuando los animales domésticos salen a ramonear las plantas o pacer las hierbas, y al crepúsculo cuando empiezan a asomar por la boca de sus guaridas las bestias silvestres dis­poniéndose a salir de caza nocturna.
Era de ver entonces cómo el león recluta de un sopapo que alumbraba a un cabro lo tendía tieso en la tierra, de un mor­disco le confiscaba una anca a un lobo, y de un rugido hacía desmayar un gamo. La madre le daba buenos consejos y masa­jes científicos, preparándolo para la caza mayor, caballares, ciervos, búfalos o yacks:
-"Hasta aquí, hijito, has cazado como por juego. Ahora tendrás que hacer ejercicios más serios: saltar obstáculos, dar saltos en altura con caída horizuntal sobre la presa, afianza­miento paulatino de las quijadas hasta darles una fuerza capaz de quebrar cogotes de toro". Y uniendo el ejemplo a la palabra, la Leona, que aun era temible por su fuerza y agilidad, realiza­ba diversos ejercicios en el bosque, insistiendo, sobre todo, en el sumo cuidado con que se debía calcular la distancia del ene­migo, el grado de tensión de los músculos para el salto, y el ojo clínico para caer exactamente sobre los lomos del bisonte:
-"Porque te advierto, hijito, que con estos bichos no se juega: si el salto, las zarpas y las quijadas te fallan... ¡buenas no­ches! Se da vuelta el vacuno bramando y te atraca tales dos cornadas que te pone patas arriba "pa in sécula sinfinito". (Por este final de frase, sospechan los filósofos, no sin fundamento, que la susodicha leona debió pertenecer algún tiempo al Circo Romano de Palmira).
El león talludito se bebía, como quien dice, las maternales lecciones, y daba a menudo unos rugiditos de aprobación que hacían parar las orejas de los hombres y los animales mil me­tros a la redonda. No despertaban, sin embargo, ni unos ni otros, acostumbrados a una paz octaviana por la larga enfer­medad y la muerte del león padre.
De ese modo pasaron dos años. El leoncito se convirtió en un soberbio león de avasalladora majestad y formidable poder, cuyo sólo retrato le hubiera hecho mojar los lienzos a Tartarín de Tarascón, y aun a Don Quijote.
Una mañana la leona, que ya no abandonaba su guarida por los achaques de la edad, llamó a su hijo:
-"Hoy cumple el segundo aniversario de la muerte de tu padre, díjole, y un mal hombre a quien nunca había atacado es responsable de esa muerte por el flechazo envenenado que le asestó. Tú no te metas con él, a menos que te veas en la nece­sidad forzosa de defenderte, pero aplícale inexorablemente el artículo 16 de la Sociedad Leonina referente a las sanciones: oveja, cabra, ciervo, caballo, ternero de ese mal hombre que se te ponga al alcance ¡duro con él! También tengo mis quejas de nuestros solapados vecinos Leopardo, Lobo, Chacal, Hiena y otros que se hacen los "merlos" y nos roban casi todo el mata­lotaje y la bucólica. Así que, hijo: intelligenti pauca, como de­cían mis antiguos amos: "a buen entendedor, pocas pala­bras..."
-"¡Demasiado has hablado, madre querida!" rugió el re­toño soberbio, "y yo hago ahora juramento por la Historia de los Animales de Aristóteles, donde más largamente se contie­ne, que vengaré la muerte de mi padre, retribuyendo con las setenas todo el bien que a él y a ti y a mí nos han infligido".
Esa misma noche anduvo el León haciendo tales proezas que el somaten, el rebato o campaneo puso en alarma bosques y aldeas.
Con gran urgencia llamó el Leopardo a su primer ministro. Llega el gran Visir a palacio y, respondiendo a la consulta del Consejo, responde como en un reproche:
-"¿Qué significa todo este ruido? ¿Por qué irritáis y en­furecéis así al León? ¡Ya pasó sin remedio el tiempo en que se le podía dominar a poca costa! Por otra parte ¿a qué responde esa concentración de carnívoros tragones que vienen, diz, en nuestra ayuda? Tales tropas auxiliares nos asolarán al país y el León, por su valor invencible, fuerza y vigilancia, se reirá de todas ellas. Dejaos de tocar a rebato, no alistéis neciamente lo­bos y chacales, cuando las mismas panteras y los tigres de Ben­gala rehusarían el combate. ¡Dad al León su tributo! Si no le basta una res por día, dadle dos; si no le agrada la carne de oveja, dádsela de buey. ¡Pero pagad el tributo al rey de la sel­va, porque sólo así podréis salvar la hacienda!..."
Esta arenga por poco le cuesta a Zorrogeta un proceso, pues no faltó quien insinuase que tales razonamientos olían a alta traición.
-Por su parte, el León consciente de su poderío y rancia nobleza, proseguía la campaña de tal manera que todos los es­tados vecinos salieron perjudicados y tuvieron, finalmente, que acatar, mal de su grado, la hegemonía del León cuya amis­tad habían desdeñado.

"No hay enemigo chico. ¡Qué será si es un León! No es que debamos doblegar el alma ante la tiranía: los mártires vencieron muriendo. Pero CUIQUE SUUM, "a cada cual lo suyo": la autoridad, el poder, la jerarquía tienen sus derechos inalie­nables, por antipáticos que nos sean, y los nuestros concluyen donde comienzan los suyos. Así que, o comerse el leoncito, o respetar el león y hacerse su amigo".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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