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lunes, 5 de agosto de 2013

La promesa a san roque

Erase un loustic parisiense, Pantin, bufón de taberna y cuartel, lector de Voltaire asiduo, y amigo de extravagancias y disparates, con sus puntas y ribetes de libre pensador, es decir, de cretino. Durante un viaje que se vió forzado a hacer de Marsella a Túnez en un buque de carga, topó con tal bo­rrasca que el hombrecito creyó de veras que había llegado para él la hora de liar los petates para el barrio de las calaveras, pasando por las sierras de algún tiburón.
Dicen que quien se está por ahogar, ve aparecer y desfi­lar ante su mirada interior todas las fases y acontecimientos de su existencia como una cinta de cinematógrafo. Algo por el estilo le pasó a Pantin y sus camaradas en quienes se reali­zó literalmente lo del Salmo CVII:

"Los que habían bajado al mar en navíos
Y trabajaban sobre las aguas profundas,
Aquellos columbraron la obra del Eterno
Y sus maravillas en medio del abismo.
Habló Javé y restallar hizo la borrasca
Que levantó y encrespó las olas del mar.
Al cielo subían y al abismo bajaban;
Desvanecíase su alma ante el peligro;
Con el vértigo tambaleaban cual ebrios
Y toda su habilidad queda anonadada.
En sus angustias clamaron al Eterno,
Y Dios los libró de, su apuro y desamparo;
Detuvo la tempestad y trajo la calma
Y las olas enmudecieron.
Alegráronse de que se hubieran calmado.
Y el Eterno los guió al ansiado puerto".

En lo más imponente de la sinfonía de vientos y aguas, viendo la muerte al ojo, el Pantin había prometido a swn Ro­que cien kilos de cera virgen para su altar de Montpellier. Tanto le hubiera costado prometerle un quintal de oro, ya que no poseía más bienes muebles que la ropa puesta, ni más bie­nes raíces que las cerdas de su occipucio.
Llegado el desmantelado buque de carga a costas africa­nas, el promesante reúne cuanto cabito de estearina hay a bordo, coloca todos esos residuos en la playa, enciende un pa­bilo y, con regocijo de los idiotas e indignación de los pruden­tes, comienza a alumbrarlos uno tras otro, diciendo:
-"Recibe, Roquito mío, la promesa que te hice en altar mayor: el humo de los cirios te deleita, y es tu parte; nada más te debo, mon cher".
Al parecer se sonrió el santo de la imbecilidad del Pan­tin, pero no faltó quien se encargase de darle al individuo su merecido, para que no siempre se pueda decir: "peligro pasado, santo mofado".   .
Pocos días había pasado en Túnez el loustic cuando, una noche que empinó el codo más de costumbre, tumbóse a dor­mir debajo de una palmera, no tardando en ser arrebatado por Morfeo a los más hondos abismos del letargo. En aquella misteriosa región oye una voz:
"¡Pantin!"
"¿Presente!".
-"Oye bien lo que te diré: en Zaghum, trescientos me­tros antes de llegar a la puerta del Emir, en medio de un tu­nal o quier campo de higos chumbos, hay un tesoro enterrado desde los tiempos de Saladino; con la mitad de lo que contiene el cofrecillo tienes para vivir como un nabab cien años...".
-"¿Será posible? Es demasiado lindo ¡nom d'un chien! (algunos traducirían: ¡nombre de un perro! pero mi ¡carape! es mejor).
-"No tienes más que ir a ver", le replica la misteriosa voz.
Y despertó Pantin, refregándose y pasando nerviosamen­te las manos por la nuca impía.
-"¡No tengo más que ir! Esto será un paseito. Iré iy al galope!".
Efectivamente, el mismo día se dirigió a Zaghum rega­lando la marcha en forma de caer en la chumbera puesto ya el sol; que no conviene desenterrar cofres cuando a uno lo pue­den ver, y más en tierra de moros. Llegar a las proximidades del lugar indicado por la voz nocturna, verse rodeado de be­duinos, desmontado, amordazado y arrastrado a un aduar fué obra de media hora. Allí le revisan, y no encontrando más que un escudo, le preguntan si no tiene vergüenza de viajar en tierra de beduinos con los bolsillos vacíos...
-"La vergüenza era verde, y se la comió el burro", res­pondió el loustic con una sonrisita de conejo, "pero si de dinero se trata nos vamos a entender, porque yo les puedo dar por mi rescate cien kilos de oro acuñado y en barras, por no decir en pepitas, que tengo enterrados en un lugar ribereño..."
-"¿Cómo se llama ese lugar?".
-"Hammamet. Entrando por la puerta oriental, se llega a un campo, aledaño de la mezquita: allí está el tesoro...".
Como los beduinos lo observaron atentamente mientras hablaba, lo calaron en su chiste forzado, en la mentira evidente del tesoro, y en lo sospechoso de la localidad, bien guarnecida de policía colonial...
-"Todos los chistes de París y todos los tesoros de Tu­nisia, compadre, no te van a salvar", díjole con voz siniestra el que parecía jefe de la banda. "Has de saber, mentecato, que nadie se burla impunemente del hijo del desierto: ¡muere! y llévale al diablo tu quintal de oro...".
Y de una feroz puñalada al impío corazón lo tendió tieso a sus pies.

"No necesitan los Santos, y mucho menos necesita Dios, de nuestros votos y promesas; pero ello no significa que se de­ba tomar a chacota la palabra que se les da, so pretexto que no mandarán el ujier a casa. El pagano epicúreo Horacio ya lo dijo: COELO TONAN-TEM CREDIDIMUS JOVEN; el rayo y el trueno son la voz material de Dios. Confesemos su formidable poder, e inclinemos la orgullosa cerviz ante el Omnipotente".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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