No lejos de los montes Ararat, en cuya meseta dió
fondo el arca de Noé al bajar las aguas del Diluvio que, del año 600 aa 601 del
patriarca, habían cubierto la tierra para lavarla de todas las bellaquerías de
los antediluvianos, se formó con el correr de los siglos, una ciudad de cuyo
nombre no queda memoria, pero de la cual sé positivamente que tenía muchos
jardines, plazas, alamedas y otros lugares de esparcimiento.
Ahora bien, los hombres de aquel tiempo eran muy retrógrados,
por no decir plantígrados: dejaban sueltos los tigres, leones, panteras,
rinocerontes, jabalíes y otros bichos como inofensivos, y ponían presos a los
canarios, tordos, pinzones, cardenales, jilgueros, charlatanes, músicos,
benteveos, zorzales, calandrias, pechos colorados, cabecitas negras, reyes del
bosque, cachirlas y otros, como fieras.
Por fin, vino un tataranieto de Nemrod y les dijo:
"Lo que está pasando en esta ciudad no tiene
nombre; tanta arboleda, tanto jardín botánico, tanta plaza con tantas flores y
¡ni un pajarito suelto! ¡Todas las avecicas en jaulones cuando deben poblar el
ambiente con sus colores y alegrar nuestros oídos con sus trinos y
gorjeos!"
Y como este tataranieto era hombre de malas pulgas,
llamó luego a sesión extraordinaria a los notables, todos analfabetos, menos
uno que podía decir como Sancho Panza cuando lo enviaron de gobernador a la
ínsula Barataria:
-"Bien sé firmar mi nombre; que cuando fuí
prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que
decían, que decían mi nombre. Cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano
derecha, y haré que otro firme por mí; que para todo hay remedio, si no es para
la muerte; y teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere..."
Reunidos, pues, los notables, les hizo votar un edicto
del tenor siguiente:
1º Todo individuo, chico o grande, que todavía tenga
enjaulado algún pajarito, pagará cincuenta morlacos de multa, o irá a tomar
fresco por ocho días en el calabozo de la seccianal; 2º todo ciudadano deberá
prestar servicio en la caza de leones, tigres, rinocerontes, leopardos, lobos
de cuatro patas en el bosque, y de dos patas en el poblado, so pena de ser
condenado a trabajos forzados por medio siglo.
¡Y entonces fué de ver cuanto granuja se presentó a
las comisarías para entregar los pajaritos, inocentes prisioneros, y cuanto
cazador con arco y flecha y hacha se encaminó al bosque, mientras otros, con
esposas y grilletes, se iban a hacer limpieza por los cafés, bodegones y
universidades! ¡Lindos, tiempos aquellos, tan distintos de los nuestros, como
cantó Hugo Fóscolo :
"En
tiempo de las bárbaras naciones
Pendían de
las cruces los ladrones;
Pero ahora
en el siglo de las luces
Del pecho
del ladrón penden las cruces".
-"Y ¿qué se hicieron la leona y la osa?"
Ahora lo vamos a ver. Sucedió que, en el cercano
bosque, tenían su guarida esas dos ciudadanas. Cierto día, aprovechando la
ausencia de la leona que había ido a cazar, un hombre de la ciudad que debía
llevar al tataranieto de Nemrod la prueba material de su obediencia al edicto,
cargó con los dos cachorros en sendas bolsas de arpillera y se los llevó al
jardín zoológico. Cuando volvió la madre con un venadito, y se encontró su
antro vacío, la tierra se quería hundir por el modo de bramar de la leona y sus
rugidos. Día y noche se estremecía la selva con sus broncas quejas, y ni de
noche ni de día nadie podía pegar los ojos, por aquella desgarradora sinfonía.
Cuando ya no pudo aguantar más, la osa, atropellando
con el respeto que debía a su reina, se hace encontradiza con ella, y le dice:
-"Dígame, comadre, todos los gamitos, corderos,
cervatillos, lobeznos, terneritos, corzos, venados que usted se ha comido
¿eran huérfanos de padre y madre?"
-"¡Qué esperanza !Tenían sus progenitores, y a
sus mismas barbas me los llevé a mi guarida".
-“¿Y oyó usted alguna vez a todos esos prójimos armar
el batifondo del siglo que no deja descansar ni dormir ni a las mismas
marmotas?"
-"¡No, por cierto!"
-"Pues sepa, comadre, que no ha más de dos
semanas que han llevado preso a mi marido y a mis ositos para hacerlos bailar en las ferias de pueblo en pueblo, es decir que no los volveré a ver más en mi
vida. ¿La he impedido dormir con mis gruñidos desesperados? No, ¿verdad? Pues,
si tantos y tantas se han callado ¿por qué nos rompe usted los tímpanos,
comadre? ¡Más valiera que se callase, caramba!"
-"Callarme yo!" rugió la otra, "yo que
me veo sin mis hijos, y condenada a una vejez desamparada! ¡Cruel
destino!"
Así decimos todos.
"El
mal ajeno de pelo cuelga", dice, el refrán. Cada cual se queja del suyo
como si fuese el único que mereciese consideración el único que cielos y
tierra debieran remediar. El mal de otros, aunque sea el de Job o el de Hécuba,
nos parece tolerable al lado del nuestro".
1.087. Deimiles (Ham) - 021
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