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lunes, 5 de agosto de 2013

La leona y la osa

No lejos de los montes Ararat, en cuya meseta dió fondo el arca de Noé al bajar las aguas del Diluvio que, del año 600 aa 601 del patriarca, habían cubierto la tierra para lavarla de todas las bellaquerías de los antediluvianos, se formó con el co­rrer de los siglos, una ciudad de cuyo nombre no queda memo­ria, pero de la cual sé positivamente que tenía muchos jardines, plazas, alamedas y otros lugares de esparcimiento.
Ahora bien, los hombres de aquel tiempo eran muy retró­grados, por no decir plantígrados: dejaban sueltos los tigres, leones, panteras, rinocerontes, jabalíes y otros bichos como ino­fensivos, y ponían presos a los canarios, tordos, pinzones, car­denales, jilgueros, charlatanes, músicos, benteveos, zorzales, ca­landrias, pechos colorados, cabecitas negras, reyes del bosque, cachirlas y otros, como fieras.
Por fin, vino un tataranieto de Nemrod y les dijo:
"Lo que está pasando en esta ciudad no tiene nombre; tanta arboleda, tanto jardín botánico, tanta plaza con tantas flores y ¡ni un pajarito suelto! ¡Todas las avecicas en jaulones cuando deben poblar el ambiente con sus colores y alegrar nues­tros oídos con sus trinos y gorjeos!"
Y como este tataranieto era hombre de malas pulgas, llamó luego a sesión extraordinaria a los notables, todos analfabetos, menos uno que podía decir como Sancho Panza cuando lo envia­ron de gobernador a la ínsula Barataria:
-"Bien sé firmar mi nombre; que cuando fuí prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían, que decían mi nombre. Cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que otro firme por mí; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y tenien­do yo el mando y el palo, haré lo que quisiere..."
Reunidos, pues, los notables, les hizo votar un edicto del tenor siguiente:
1º Todo individuo, chico o grande, que todavía tenga en­jaulado algún pajarito, pagará cincuenta morlacos de multa, o irá a tomar fresco por ocho días en el calabozo de la seccianal; 2º todo ciudadano deberá prestar servicio en la caza de leones, tigres, rinocerontes, leopardos, lobos de cuatro patas en el bos­que, y de dos patas en el poblado, so pena de ser condenado a trabajos forzados por medio siglo.
¡Y entonces fué de ver cuanto granuja se presentó a las comisarías para entregar los pajaritos, inocentes prisioneros, y cuanto cazador con arco y flecha y hacha se encaminó al bosque, mientras otros, con esposas y grilletes, se iban a hacer limpieza por los cafés, bodegones y universidades! ¡Lindos, tiempos aque­llos, tan distintos de los nuestros, como cantó Hugo Fóscolo :

"En tiempo de las bárbaras naciones
Pendían de las cruces los ladrones;
Pero ahora en el siglo de las luces
Del pecho del ladrón penden las cruces".

-"Y ¿qué se hicieron la leona y la osa?"
Ahora lo vamos a ver. Sucedió que, en el cercano bosque, tenían su guarida esas dos ciudadanas. Cierto día, aprovechando la ausencia de la leona que había ido a cazar, un hombre de la ciudad que debía llevar al tataranieto de Nemrod la prueba ma­terial de su obediencia al edicto, cargó con los dos cachorros en sendas bolsas de arpillera y se los llevó al jardín zoológico. Cuando volvió la madre con un venadito, y se encontró su antro vacío, la tierra se quería hundir por el modo de bramar de la leona y sus rugidos. Día y noche se estremecía la selva con sus broncas quejas, y ni de noche ni de día nadie podía pegar los ojos, por aquella desgarradora sinfonía.
Cuando ya no pudo aguantar más, la osa, atropellando con el respeto que debía a su reina, se hace encontradiza con ella, y le dice:
-"Dígame, comadre, todos los gamitos, corderos, cervati­llos, lobeznos, terneritos, corzos, venados que usted se ha comido ¿eran huérfanos de padre y madre?"
-"¡Qué esperanza !Tenían sus progenitores, y a sus mis­mas barbas me los llevé a mi guarida".
-“¿Y oyó usted alguna vez a todos esos prójimos armar el batifondo del siglo que no deja descansar ni dormir ni a las mismas marmotas?"
-"¡No, por cierto!"
-"Pues sepa, comadre, que no ha más de dos semanas que han llevado preso a mi marido y a mis ositos para hacerlos bailar en las ferias de pueblo en pueblo, es decir que no los volveré a ver más en mi vida. ¿La he impedido dormir con mis gruñidos desesperados? No, ¿verdad? Pues, si tantos y tantas se han callado  ¿por qué nos rompe usted los tímpanos, comadre? ¡Más valiera que se callase, caramba!"
-"Callarme yo!" rugió la otra, "yo que me veo sin mis hijos, y condenada a una vejez desamparada! ¡Cruel destino!"
Así decimos todos.

"El mal ajeno de pelo cuelga", dice, el refrán. Cada cual se queja del suyo como si fuese el único que mereciese consideración  el único que cielos y tierra debieran remediar. El mal de otros, aunque sea el de Job o el de Hécuba, nos parece tolerable al lado del nuestro".

1.087. Deimiles (Ham) - 021

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