Este cazador, tragaldabas incorregible, era de los
insaciables en asuntos de cacería; de buen grado hubiera tendido una red del
Atlántico a los Andes para barrer can cuanta pieza de casco y pezuña ramonea y
pasta del Ecuador al estrecho de Magallanes. Por él o por alguien que se le
parecía como un huevo a otro, se escribió sin duda aquel epigrama:
"Ayer
convidé a Torcuato;
Comió sopas
y puchero,
Media
pierna de carnero,
Dos
gazapillos y un pato.
Doyle vino
y respondió:
"Tomadle
por vuestra vida,
Que hasta
mitad de comida
No
acostumbro a beber yo".
Tenía que perecer por do más había pecado.
Cierta vez (y esto era en tiempos de la Conquista ) armado de su
buena ballesta, salió de caza Torcuato por las afueras de la futura plaza de
Montevideo, hasta donde se lo permitían los Charrúas merodeadores. Topó luego
con un venado, y de un tiro certero lo derribó; iba a cargar con él, cuando ve
pasar a poca distancia un cervantillo; otro tiro lo hace dueño de una nueva
pieza.
Tenía de sobra para la quincena, pero la avaricia, el
afán de acumular lo tentaban; y ya sabemos por el Avaro robado y su primo hermano el Enterrador hasta donde puede llevar esa pasión a un hombre.
Puestos, pues, uno cabe otro los dos animales
sacrificados, decidíase ya Torcuato a dar por concluída su jornada. En ese
preciso instante divisa, acosado por perros cimarrones, un desmesurado jabalí
que viene a poca distancia crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por
la boca. De haberse quedado quieto, dejando al enfurecido cerdo seguir su
camino, nada hubiera sucedido. Pero no: la gula, la avaricia, arman nuevamente
su brazo. Sale la flecha de la ballesta y hiere mortalmente al jabalí que se
tumba de un lado dando feroces gruñidos... Vuelve a cargar la ballesta el
cazador y corre tras una perdiz que aparece corriendo más allá de la bestia
agonizante. Sin parar mientes en el peligro, cegado por el apetito, pasa al
lado del jabalí que recogiendo todas sus fuerzas, se incorpora, lo desgarra de
un feroz topetazo, y muere sobre el cuerpo del cazador moribundo.
Persiguiendo uno de los perros rezagados, llega un
Puma al lugar de la catástrofe y queda absorto ante el jamás visto espectáculo:
-"Estoy en Jauja o sueño?", ruge; "Hay
aquí bucólica para un mes largo ¡Y qué variedad de abastecimientos ¡cuerpo de
mi padre! Una, dos, tres, cuatro reses, a cual más suculenta. Sinceramente
ignoro cuál es la buena acción que me ha merecido este premio imperial: si es
por perseguir a los perros cimarrones, deben de ser los Charrúas quienes me
hacen el obsequio, porque los conquistadores se valen de ellos y de los alanos
para hacer la guerra al indio bárbaro, como ellos denominan al habitante del
país. Pero basta de filosofía, y un poco de economía doméstica. Para que nada
se pierda, comencemos por este embutido que huele a tripa de tapir..."
Se refería el Puma a la ballesta, cuya cuerda
fuertemente tendida por los resortes, ofrecía a la vista una como apariencia de
salchicha añeja. Arrójase sobre ella el felino con tan buena suerte que el
arma, golpeada por una zarpa, suelta la saeta mortífera, transpasando la
última víctima que cae semiviva entre el cazador y el jabalí.
"La
codicia rompe el saco", dice el refrán, y "quien mucho abarca, poco
aprieta", enseña la experiencia. Por una perdiz pierde aquí el hombre la
vida, y una bestia por comer una piltrafa, dejando para mañana el
1.087. Deimiles (Ham) - 021
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