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viernes, 16 de agosto de 2013

La sal

En cierta ciudad vivía un mercader que tenía tres hijos. El mayor se llamaba Fiódor, el segundo Vasili y el menor Iván-el-tonto. Era un mercader rico, que navegaba hasta otras tierras en sus barcos propios y negociaba con toda clase de mercancías. En una ocasión fletó dos barcos cargados de valiosos artículos y los envió allende los mares, capitaneados por los dos hijos mayores.
En cuanto a Iván, el menor, como siempre andaba por tabernas y figones, el padre no le confiaba ningún negocio. Sin embargo, al enterarse de que sus hermanos se habían hecho a la mar, acudió al padre pidiéndole que a él también le enviara a otras tierras para ver gentes distintas, darse a conocer y sacar provecho de su inteligencia.
El mercader se resistió mucho tiempo, arguyendo que era capaz de bebérselo todo y volver a casa en cueros vivos; pero tanto insistió Iván, que acabó dándole un barco con el cargamento más barato que tenía: troncos y tablones.
Iván hizo sus preparativos, zarpó y pronto alcanzó a sus hermanos. Navegaron los tres por el mar azul un día, otro y otro más, hasta que, al cuarto día, un fuerte vendaval arrastró al barco de Iván hacia un lugar remoto donde se alzaba una isla desconocida.
-¡Muchachos! -gritó Iván a sus tripulantes. ¡Virad hacia la orilla!
Atracaron junto a la isla y desembarcó Iván, ordenando que le aguarda-sen. Echó a andar por un sendero y, al cabo de mucho caminar, se encontró al pie de una montaña inmensa, que no era de arena ni de piedra, sino de pura sal rusa.
Volvió Iván a la orilla y ordenó a sus tripulantes que arrojasen los troncos y los tablones al mar para cargar el barco de sal[1]. Concluida la faena, Iván zarpó de la isla y continuó navegando.
Así llegó a una grande y rica ciudad, no sé si próxima o no, como tampoco sé si navegó mucho o poco tiempo. Iván, el hijo del mercader, atracó en su puerto, bajó a tierra y fue a presentar sus respetos al zar que allí gobernaba y a pedirle su venia para comerciar sin tributo ni tasas, llevando como muestra un poco de la sal rusa de su cargamento. Informado el soberano de su llegada, le hizo comparecer.
-¿Qué te trae por aquí? ¿Qué deseas? -le preguntó.
-Majestad, quisiera vuestra venia para comerciar en esta ciudad sin tributo ni tasas.
-¿Y en qué comercias?
-En sal rusa, majestad.
Pero, como el zar no había oído nunca hablar de la sal porque nadie salaba la comida en su reino, le intrigó lo que podría ser aquella nueva mercadería desconocida.
-A ver qué es eso -ordenó.
Iván, el hijo del mercader, desenvolvió el pañuelo donde traía el puñado de sal. «¡Pero si sólo es arena blanca!», pensó el zar al verla. Luego le dijo a Iván con sorna:
-Eso que te parece tan valioso, lo damos aquí regalado.
Salía Iván muy cabizbajo de los reales aposentos, cuando se le ocurrió: «¿Y si fuera a las cocinas de palacio para ver cómo guisan allí y qué clase de sal echan a la comida?»
Efectivamente, se presentó en las cocinas, pidió que le dejaran descansar allí un poco y, sentado en una silla, se puso a observar. Los cocineros andaban todos muy atareados: unos con las cacerolas, otros con las sartenes, éste echando agua y aquél matando piojos con el cucharón... Pero lo que no veía Iván, el hijo del mercader, es que nadie hiciera intención de echar sal a la comida. Conque, aprovechando un momento en que habían salido todos, les echó la sal necesaria a los guisos y las salsas.
Llegó el momento de servir la comida y llevaron el primer plato a la mesa. El zar lo probó y le pareció más sabroso que nunca. Le presentaron el segundo plato, y le gustó más todavía. Hasta el extremo de que hizo comparecer a los cocineros para decirles:
-Desde que reino, nunca habíais guisado nada tan sabroso. ¿Cómo lo habéis conseguido?
-Majestad -contestaron los cocineros: nosotros hemos guisado como siempre, no hemos añadido nada nuevo. Pero en la cocina está el mercader que vino a pedir vuestra venia para comerciar sin tributo ni tasas. ¿No habrá echado él algo?
-¡Que venga ahora mismo!
Conducido ante el zar para ser interrogado, Iván, el hijo del mercader, cayó a sus plantas suplicando:
-¡Perdóname, zar soberano! Confieso que he aliñado con sal rusa los guisos y las salsas. Pero es que en mi tierra se hace así...
-¿Y a cuánto vendes la sal?
-Pues a un precio muy razonable: por cada dos medidas de sal, una medida de monedas de plata y una medida de monedas de oro.
El zar aceptó el precio y le compró todo el cargamento.
Iván llenó de monedas de oro y de plata las bodegas del barco y se puso a esperar a que soplara viento favorable. Entre tanto, la linda hija del zar quiso ver cómo era aquel barco ruso y le pidió permiso a su padre para llegarse al muelle. El zar accedió, y allí fue en carroza la linda zarevna, con sus ayas y sus doncellas, a visitar el barco ruso.
Le hizo los honores Iván, el hijo del mercader, explicándole lo que era y cómo se llamaba cada cosa -las velas, los aparejos, la proa, la popa...- hasta que la condujo a un camarote mientras ordenaba a los marineros que levaran inmediatamente anclas, izaran las velas y se hicieran a la mar. Y, como tenían el viento a favor, pronto se hallaron a gran distancia de la ciudad.
La zarevna subió luego a cubierta y rompió a llorar cuando se vio rodeada de agua por todas partes. Iván, el hijo del mercader, se puso a consolarla rogándole que detuviera sus lágrimas. Y, como era un mozo muy agraciado, la zarevna sonreía al poco tiempo, olvidada de su pesar.
Habían navegado ya Iván y la zarevna no sé cuánto tiempo por el mar, cuando los hermanos mayores les dieron alcance. Locos de envidia al enterarse de su buena suerte y su felicidad, subieron a su barco, le agarraron por los brazos y le arrojaron al mar. Luego echaron a suertes para repartírselo todo: el hermano mayor se quedó con la zarevna y el mediano con el barco y su cargamento de oro y plata.
Pero sucedió que, cuando sus hermanos arrojaron a Iván del barco, flotaba allí cerca uno de los troncos que él mismo había tirado al mar. Iván se agarró a aquel tronco y con él flotó mucho tiempo sobre los abismos marinos, hasta que las olas le empujaron hacia una isla desconocida.
Una vez en tierra, Iván echó a andar por la orilla hasta cruzarse con un gigante que tenía unos bigotes inmensos y llevaba, colgadas de los bigotes, unas manoplas para que se secaran después de la lluvia.
-¿Qué buscas por aquí? -le preguntó el gigante. Iván le explicó todo lo sucedido.
-Si quieres, te llevaré a tu casa, porque mañana se casa tu hermano mayor con la zarevna. Súbete sobre mis espaldas, anda.
El gigante agarró a Iván, lo montó sobre sus espaldas y echó a correr a través del mar. En esto se le voló a Iván el gorro.
-¡Eh! -gritó. Que se me ha caído el gorro...
-Pues despídete de él, hermano: ha quedado a quinientas verstas de nosotros -contestó el gigante dejándole en el suelo, porque habían llegado ya a su tierra. Una cosa te advierto -añadió: no te jactes a nadie de que has ido montado sobre mis espaldas, porque, si lo haces, te aplastaré.
Iván, el hijo del mercader, prometió que no se jactaría, le dio las gracias al gigante y se dirigió a su casa. Llegó cuando ya estaban todos sentados a la mesa de la boda y se disponían a salir para la iglesia.
Nada más verle, la linda zarevna abandonó la mesa y corrió a abrazarle.
-Este es mi prometido -declaró, y no el que está sentado a la mesa.
-¿Cómo se entiende esto? -preguntó el padre.
Iván le refirió entonces todo lo ocurrido: que después de comerciar con la sal había raptado a la zarevna y que sus hermanos le habían arrojado al mar.
Furioso contra sus hijos mayores, el padre los echó de su lado y casó a Iván con la zarevna. La boda se celebró con un gran banquete. Ya bebidos, los invitados empezaron a jactarse, éste de su fuerza, aquél de sus riquezas y el de más allá de la hermosura de su joven esposa. Iván, que también estaba a medios pelos, les escuchó un rato, hasta que saltó:
-Esas cosas no tienen importancia. Lo que me ha ocurrido a mí sí que es grande: he cruzado el mar entero montado sobre un gigante.
No había terminado de hablar cuando apareció el gigante en la puerta.
-¿No te había dicho que no te jactaras de eso? ¿Y tú qué has hecho, di, Iván, hijo del mercader?
-¡Perdóname! -rogó Iván. Además, que no ha sido mía la jactancia, sino de la embriaguez.
-¿Y qué es eso de la embriaguez?
Iván hizo traer un tonel de vino de cuarenta cubos de capacidad y otro igual de cerveza. El gigante se bebió los dos, se emborrachó y empezó a romper y destruir todo lo que caía bajo sus manos. Hizo un gran estropicio, abatiendo huertos enteros y desbaratando casas, hasta que él mismo se desplomó.
Estuvo durmiendo tres días y tres noches de un tirón. Cuando se despertó, le enseñaron todos los destrozos que había causado. Asombradísimo, el gigante dijo entonces:
-Iván, hijo del mercader, ya sé lo que es la embriaguez. Conque, desde ahora y para siempre, puedes jactarte de haber ido montado sobre mis espaldas.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)






[1] La sal (sal gema) era monopolio de la Corona. Tenía un precio bastante elevado, con lo cual la gente humilde pasaba más calamidades, puesto que hace falta para conservar las verduras, el pescado, etc., durante el largo invierno ruso.

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