En cierta
ciudad vivía un mercader que tenía tres hijos. El mayor se llamaba Fiódor, el
segundo Vasili y el menor Iván-el-tonto. Era un mercader rico, que navegaba
hasta otras tierras en sus barcos propios y negociaba con toda clase de
mercancías. En una ocasión fletó dos barcos cargados de valiosos artículos y
los envió allende los mares, capitaneados por los dos hijos mayores.
En cuanto
a Iván, el menor, como siempre andaba por tabernas y figones, el padre no le
confiaba ningún negocio. Sin embargo, al enterarse de que sus hermanos se
habían hecho a la mar, acudió al padre pidiéndole que a él también le enviara a
otras tierras para ver gentes distintas, darse a conocer y sacar provecho de su
inteligencia.
El
mercader se resistió mucho tiempo, arguyendo que era capaz de bebérselo todo y
volver a casa en cueros vivos; pero tanto insistió Iván, que acabó dándole un
barco con el cargamento más barato que tenía: troncos y tablones.
Iván hizo
sus preparativos, zarpó y pronto alcanzó a sus hermanos. Navegaron los tres por
el mar azul un día, otro y otro más, hasta que, al cuarto día, un fuerte
vendaval arrastró al barco de Iván hacia un lugar remoto donde se alzaba una
isla desconocida.
-¡Muchachos!
-gritó Iván a sus tripulantes. ¡Virad hacia la orilla!
Atracaron
junto a la isla y desembarcó Iván, ordenando que le aguarda-sen. Echó a andar
por un sendero y, al cabo de mucho caminar, se encontró al pie de una montaña
inmensa, que no era de arena ni de piedra, sino de pura sal rusa.
Volvió
Iván a la orilla y ordenó a sus tripulantes que arrojasen los troncos y los
tablones al mar para cargar el barco de sal[1].
Concluida la faena, Iván zarpó de la isla y continuó navegando.
Así llegó
a una grande y rica ciudad, no sé si próxima o no, como tampoco sé si navegó
mucho o poco tiempo. Iván, el hijo del mercader, atracó en su puerto, bajó a
tierra y fue a presentar sus respetos al zar que allí gobernaba y a pedirle su
venia para comerciar sin tributo ni tasas, llevando como muestra un poco de la
sal rusa de su cargamento. Informado el soberano de su llegada, le hizo
comparecer.
-¿Qué te
trae por aquí? ¿Qué deseas? -le preguntó.
-Majestad,
quisiera vuestra venia para comerciar en esta ciudad sin tributo ni tasas.
-¿Y en
qué comercias?
-En sal
rusa, majestad.
Pero,
como el zar no había oído nunca hablar de la sal porque nadie salaba la comida
en su reino, le intrigó lo que podría ser aquella nueva mercadería desconocida.
-A ver
qué es eso -ordenó.
Iván, el
hijo del mercader, desenvolvió el pañuelo donde traía el puñado de sal. «¡Pero
si sólo es arena blanca!», pensó el zar al verla. Luego le dijo a Iván con
sorna:
-Eso que
te parece tan valioso, lo damos aquí regalado.
Salía
Iván muy cabizbajo de los reales aposentos, cuando se le ocurrió: «¿Y si fuera
a las cocinas de palacio para ver cómo guisan allí y qué clase de sal echan a
la comida?»
Efectivamente,
se presentó en las cocinas, pidió que le dejaran descansar allí un poco y,
sentado en una silla, se puso a observar. Los cocineros andaban todos muy
atareados: unos con las cacerolas, otros con las sartenes, éste echando agua y
aquél matando piojos con el cucharón... Pero lo que no veía Iván, el hijo del
mercader, es que nadie hiciera intención de echar sal a la comida. Conque,
aprovechando un momento en que habían salido todos, les echó la sal necesaria a
los guisos y las salsas.
Llegó el
momento de servir la comida y llevaron el primer plato a la mesa. El zar lo
probó y le pareció más sabroso que nunca. Le presentaron el segundo plato, y le
gustó más todavía. Hasta el extremo de que hizo comparecer a los cocineros para
decirles:
-Desde
que reino, nunca habíais guisado nada tan sabroso. ¿Cómo lo habéis conseguido?
-Majestad
-contestaron los cocineros: nosotros hemos guisado como siempre, no hemos
añadido nada nuevo. Pero en la cocina está el mercader que vino a pedir vuestra
venia para comerciar sin tributo ni tasas. ¿No habrá echado él algo?
-¡Que
venga ahora mismo!
Conducido
ante el zar para ser interrogado, Iván, el hijo del mercader, cayó a sus
plantas suplicando:
-¡Perdóname,
zar soberano! Confieso que he aliñado con sal rusa los guisos y las salsas.
Pero es que en mi tierra se hace así...
-¿Y a
cuánto vendes la sal?
-Pues a
un precio muy razonable: por cada dos medidas de sal, una medida de monedas de
plata y una medida de monedas de oro.
El zar
aceptó el precio y le compró todo el cargamento.
Iván
llenó de monedas de oro y de plata las bodegas del barco y se puso a esperar a
que soplara viento favorable. Entre tanto, la linda hija del zar quiso ver cómo
era aquel barco ruso y le pidió permiso a su padre para llegarse al muelle. El
zar accedió, y allí fue en carroza la linda zarevna, con sus ayas y sus
doncellas, a visitar el barco ruso.
Le hizo
los honores Iván, el hijo del mercader, explicándole lo que era y cómo se
llamaba cada cosa -las velas, los aparejos, la proa, la popa...- hasta que la
condujo a un camarote mientras ordenaba a los marineros que levaran
inmediatamente anclas, izaran las velas y se hicieran a la mar. Y, como tenían
el viento a favor, pronto se hallaron a gran distancia de la ciudad.
La
zarevna subió luego a cubierta y rompió a llorar cuando se vio rodeada de agua
por todas partes. Iván, el hijo del mercader, se puso a consolarla rogándole
que detuviera sus lágrimas. Y, como era un mozo muy agraciado, la zarevna
sonreía al poco tiempo, olvidada de su pesar.
Habían
navegado ya Iván y la zarevna no sé cuánto tiempo por el mar, cuando los
hermanos mayores les dieron alcance. Locos de envidia al enterarse de su buena
suerte y su felicidad, subieron a su barco, le agarraron por los brazos y le
arrojaron al mar. Luego echaron a suertes para repartírselo todo: el hermano
mayor se quedó con la zarevna y el mediano con el barco y su cargamento de oro
y plata.
Pero
sucedió que, cuando sus hermanos arrojaron a Iván del barco, flotaba allí cerca
uno de los troncos que él mismo había tirado al mar. Iván se agarró a aquel
tronco y con él flotó mucho tiempo sobre los abismos marinos, hasta que las
olas le empujaron hacia una isla desconocida.
Una vez
en tierra, Iván echó a andar por la orilla hasta cruzarse con un gigante que
tenía unos bigotes inmensos y llevaba, colgadas de los bigotes, unas manoplas
para que se secaran después de la lluvia.
-¿Qué
buscas por aquí? -le preguntó el gigante. Iván le explicó todo lo sucedido.
-Si
quieres, te llevaré a tu casa, porque mañana se casa tu hermano mayor con la
zarevna. Súbete sobre mis espaldas, anda.
El
gigante agarró a Iván, lo montó sobre sus espaldas y echó a correr a través del
mar. En esto se le voló a Iván el gorro.
-¡Eh!
-gritó. Que se me ha caído el gorro...
-Pues
despídete de él, hermano: ha quedado a quinientas verstas de nosotros -contestó
el gigante dejándole en el suelo, porque habían llegado ya a su tierra. Una
cosa te advierto -añadió: no te jactes a nadie de que has ido montado sobre mis
espaldas, porque, si lo haces, te aplastaré.
Iván, el
hijo del mercader, prometió que no se jactaría, le dio las gracias al gigante y
se dirigió a su casa. Llegó cuando ya estaban todos sentados a la mesa de la
boda y se disponían a salir para la iglesia.
Nada más
verle, la linda zarevna abandonó la mesa y corrió a abrazarle.
-Este es
mi prometido -declaró, y no el que está sentado a la mesa.
-¿Cómo se
entiende esto? -preguntó el padre.
Iván le
refirió entonces todo lo ocurrido: que después de comerciar con la sal había
raptado a la zarevna y que sus hermanos le habían arrojado al mar.
Furioso
contra sus hijos mayores, el padre los echó de su lado y casó a Iván con la
zarevna. La boda se celebró con un gran banquete. Ya bebidos, los invitados
empezaron a jactarse, éste de su fuerza, aquél de sus riquezas y el de más allá
de la hermosura de su joven esposa. Iván, que también estaba a medios pelos,
les escuchó un rato, hasta que saltó:
-Esas
cosas no tienen importancia. Lo que me ha ocurrido a mí sí que es grande: he
cruzado el mar entero montado sobre un gigante.
No había
terminado de hablar cuando apareció el gigante en la puerta.
-¿No te
había dicho que no te jactaras de eso? ¿Y tú qué has hecho, di, Iván, hijo del
mercader?
-¡Perdóname!
-rogó Iván. Además, que no ha sido mía la jactancia, sino de la embriaguez.
-¿Y qué
es eso de la embriaguez?
Iván hizo
traer un tonel de vino de cuarenta cubos de capacidad y otro igual de cerveza.
El gigante se bebió los dos, se emborrachó y empezó a romper y destruir todo lo
que caía bajo sus manos. Hizo un gran estropicio, abatiendo huertos enteros y
desbaratando casas, hasta que él mismo se desplomó.
Estuvo
durmiendo tres días y tres noches de un tirón. Cuando se despertó, le enseñaron
todos los destrozos que había causado. Asombradísimo, el gigante dijo
entonces:
-Iván,
hijo del mercader, ya sé lo que es la embriaguez. Conque, desde ahora y para
siempre, puedes jactarte de haber ido montado sobre mis espaldas.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
[1] La sal
(sal gema) era monopolio de la
Corona. Tenía un precio bastante elevado, con lo cual la
gente humilde pasaba más calamidades, puesto que hace falta para conservar las
verduras, el pescado, etc., durante el largo invierno ruso.
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