Un
príncipe se casó con una encantadora princesa y, antes de haberla contemplado a
sus anchas, de haber hablado con ella cuanto quería y de haberse deleitado
bastante con su voz, hubo de separarse de ella para emprender un largo viaje,
dejándola rodeada de extraños.
No había
otro remedio... Bien dicen que no es posible pasarse la vida abrazando al ser
querido.
La
princesa lloró amargamente. El príncipe le hizo muchas recomen-daciones: que no
saliera de palacio, que rehuyese las pláticas, que no tratara con gente dudosa,
que no prestase oídos a malas palabras... La princesa prometió obedecer en
todo. Partió el príncipe y ella se encerró en sus aposentos, de donde no salía.
Al cabo
de un tiempo -no sé si poco o mucho- llegó una mujer, aparentemente muy
campechana y afable.
-¿Qué
haces aquí tan triste? -dijo. Podías salir un poco al aire, a dar una vuelta
por el jardín. Distraerías algo tu pesar y se te despejaría la cabeza.
La
princesa se resistió mucho tiempo. No quería ceder; pero finalmente pensó que
dar una vuelta por el jardín no era nada malo, y salió. Atravesaba el jardín un
arroyo de agua cristalina.
-Hace un
día muy caluroso -observó la mujer-, quema el sol y esta agua fresca es una
tentación. ¿Y si nos bañáramos aquí?
-No, no.
No quiero.
Pero
luego pensó que no había nada malo en bañarse. Se quitó el ligero sarafán[1] y saltó
al agua. Al primer chapuzón, la mujer le pegó en la espalda diciendo:
-Desde
ahora nadarás como patita blanca que serás.
Y la
princesa se alejó por el agua convertida en patita blanca.
La bruja
se vistió inmediatamente con la ropa de la princesa, se peinó, se emperifolló y
esperó el regreso del príncipe.
Apenas
ladró el perrito y sonó la campanilla de la puerta, corrió al encuentro del
príncipe, se echó en sus brazos besándole y acariciándole. El se alegró tanto,
abrió los brazos y no se dio cuenta del cambio.
Entre
tanto, la patita blanca puso unos huevos de los que salieron sus pequeños, que
no eran patitos, sino niños: dos muy hermosos, pero el otro chiquito y canijo.
La patita los crió y ellos empezaron a andar por el riachuelo, a pescar
pececitos de colores, a buscar trapitos para hacerse ropa, a corretear por la
orilla y asomarse a los prados.
-¡Ay,
hijitos! No vayáis para allá -advertía la madre.
Pero
ellos no hacían caso. Hoy jugando sobre la hierba, mañana corriendo por una
pradera, fueron alejándose más y más hasta que se metieron en el jardín del
príncipe.
La bruja
los reconoció por el olfato. Rechinó los dientes, los llamó a su lado, les dio
de comer y los acostó al tiempo que mandaba encender lumbre, colgar calderas
encima y afilar cuchillos.
Se
acostaron los dos hermanos y se durmieron; pero el pequeño canijo -a quien uno
de ellos llevaba siempre, por orden de su madre, entre la camisa y el cuerpo
para que no se enfriara- no dormía, sino que lo escuchaba y lo veía todo.
Avanzada
la noche, la bruja se acercó a la puerta y preguntó:
-Niños,
¿estáis dormidos o no?
El canijo
contestó:
-No,
porque tenemos que cavilar. Nos hemos puesto a pensar que alguien nos quiere
matar. La lumbre ya está encendida, hierven calderas encima y los cuchillos
afilan.
-No se
han dormido.
Anduvo la
bruja un rato por allí y de nuevo se acercó a la puerta:
-Niños,
¿estáis dormidos o no?
Contestó
el canijo lo mismo:
-No,
porque tenemos que cavilar. Nos hemos puesto a pensar que alguien nos quiere
matar. La lumbre ya está encendida, hierven calderas encima y los cuchillos
afilan.
-¿Por qué
contestará siempre la misma voz? -se extrañó la bruja.
Entreabrió
la puerta con cuidado y vio que los dos hermanos estaban profundamente
dormidos. Les pasó por encima su mano maléfica y quedaron muertos.
Por la
mañana, la patita blanca llamó a sus pequeños, pero no acudieron. Tuvo una
corazonada, se estremeció y voló al jardín del príncipe. Allí estaban los
hermanitos, acostados el uno al lado del otro, blancos como el lienzo, fríos
como el hielo. Corrió a ellos, extendió las alas sobre sus hijitos y clamó su
dolor de madre:
¡Ay mis hijitos del alma,
mis hijitos adorados!
Los crié con mil fatigas,
calmé su sed con mis lágrimas,
los velé noches enteras
y pasé hambre por ellos...
-¿Oyes
que cosa tan extraña, mujer? Esa pata está hablando.
-Serán
figuraciones tuyas. ¡A ver, que echen de aquí a esa pata!
Los
criados la espantaban, pero ella revolo-teaba un poco y volvía a sus hijos.
¡Ay mis hijitos del alma,
mis hijitos adorados!
Esa vieja bruja, dañina serpiente,
que os ha dado muerte,
pérfida serpiente, áspid venenoso,
es la que os había dejado sin padre:
sin padre a vosotros y a mí sin esposo.
Luego convertidos en patitos blancos,
nos arrojó al agua de un raudo regato
y ocupó mi sitio en mi propia casa...
«Aquí
ocurre algo extraño», pensó el príncipe, y luego gritó:
-¡Traedme
esa patita blanca!
Todos se
lanzaron a atraparla, pero la patita blanca revoloteaba sin dejar que la
alcanzara nadie. Lo intentó el propio príncipe, y ella misma acudió a sus
manos. El príncipe la agarró por un ala y dijo:
-Que un
abedul blanco crezca a mis espaldas y ante mis ojos surja un doncella.
Al
instante creció un abedul blanco a espaldas del príncipe y delante de él
apareció una linda doncella en quien reconoció a su joven esposa.
En
seguida cazaron a una corneja, le colgaron dos frasquitos y la mandaron traer
agua de la vida en uno y, en el otro, agua de la palabra. La corneja salió
volando y volvió con el agua. Les echaron a los niños agua de la vida y
resucitaron; les echaron agua de la palabra y rompieron a hablar.
El
príncipe recobró así a su familia y juntos vivieron felices, en la opulencia y
dando al olvido sus desgracias.
En cuanto
a la bruja, fue atada a la cola de un caballo, que la arrastró por los campos:
donde se le desprendió una pierna, apareció un atizador; donde quedó un brazo,
se transformó en rastrillo; en el sitio donde cayó la cabeza surgió un matorral
y un pedazo de tronco.
Las aves
rapaces devoraron la carne, el soplo del viento dispersó los huesos y no quedó.
de ella ni el recuerdo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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