En cierto
reino, en cierto país que no era el nuestro, vivía un rico mercader que tenía
un hijo y una hija. El mercader y su esposa fallecieron, y entonces propuso el
hijo a su hermana:
-Vámonos
de esta ciudad, hermanita. Yo abriré una tienda para comerciar, alquilaré una
casita para ti y viviremos tan ricamente los dos.
Conque se
marcharon a otra provincia. El hermano abrió allí una tienda con buenas
mercancías. Luego se le ocurrió casarse, pero la mujer que eligió para esposa
era una maga. Cuando el hermano se iba a su comercio, solía decirle a la
hermana:
-Cuida de
la casa, hermanita.
A la
mujer empezó a darle rabia que confiara en su hermana. Un día, cuando calculó
que iba a regresar el marido, destrozó todo el mobiliario y, nada más verle
aparecer, se lamentó:
-Mira lo
que ha hecho tu hermana: ha destrozado todos los muebles.
-Esto
tiene arreglo: se pueden comprar otros.
Al día
siguiente, cuando se iba a la tienda, se despidió de su mujer y le advirtió a
la hermana:
-Haz el
favor de cuidar bien de la casa, hermanita.
La mujer
calculó la hora en que debía regresar el marido, entró en la cuadra y, con un
sable, le cortó la cabeza al caballo que él prefería. Salió a esperarle al
porche.
-¡Fíjate
cómo es tu hermana! Le ha cortado la cabeza a tu caballo preferido.
-¡Bah! Ya
se lo comerán los perros.
Otra vez,
y también al marcharse a su comercio, él dijo a su hermana:
-Cuida
bien de mi mujer, no vaya a ocurrirle algo o le ocurra a la criatura si de
pronto da a luz.
La mujer
dio a luz, cortó la cabeza a la criatura y se puso a lamentarse sobre el cuerpo
sin vida.
-Mira lo
que ha hecho tu hermana -le dijo al marido. En cuanto he parido a la criatura,
ella ha agarrado un sable y le ha cortado la cabeza.
Sin
contestar, pero hecho un mar de lágrimas, el marido se alejó de allí.
Por la
noche, justo a las doce, se levantó y dijo:
-Hermanita
querida: vístete que vamos a ir a misa los dos.
-Hermano
mío -contestó la muchacha: me parece que hoy no es fiesta de guardar.
-Sí que
lo es, hermana. Vamos.
-Aún es
pronto para salir.
-No es
pronto. Procura darte prisa en arreglarte.
La pobre
hermana empezó a vestirse para salir de casa, pero no conseguía hacer nada a
derechas.
-A ver si
te das prisa -la apresuró el hermano.
-Pero si todavía es pronto...
-Pero si todavía es pronto...
-Te
equivocas. Ha llegado la hora.
Terminó
por fin de arreglarse la hermana, subieron a un ca
rruaje y
partieron. Habían recorrido cierto camino -no sé si poco
o mucho-
cuando entraron en un bosque.
-¿Qué
bosque es éste? -preguntó la hermana.
-Es la cerca que hay alrededor de la iglesia. En esto se atascó el carruaje en unos matorrales.
-Apéate, hermanita, y desatáscalo.
-Es la cerca que hay alrededor de la iglesia. En esto se atascó el carruaje en unos matorrales.
-Apéate, hermanita, y desatáscalo.
-No
puedo, hermanito querido: me mancharé el vestido.
-Te compraré otro mejor.
-Te compraré otro mejor.
La
hermana se apeó y, cuando. estaba empujando el carruaje para apartarlo de los
matorrales, el hermano le cortó los brazos hasta el codo, arreó al caballo y
allí la dejó.
Sola, la
hermanita rompió a llorar amargamente y luego echó a caminar por el bosque.
Estuvo anda que te anda, anda que te anda..., sin encontrar el modo de salir de
allí. Por fin, al cabo de varios años, y con la ropa hecha jirones, una trocha
la condujo fuera del bosque.
Conque
salió de aquel bosque, llegó a una ciudad donde había muchos mercaderes y llamó
a la puerta de uno de los más ricos pidiendo una limosna. Aquel mercader tenía
un hijo -un hijo único, y este hijo se enamoró de la mendiga.
-Quiero
casarme -les dijo al padre y a la madre.
-¿Con
quién?
-Con esa
mendiga.
-¡Hijo!
¿Te parece que hay pocas muchachas hermosas entre las hijas de los mercaderes
de nuestra ciudad?
-Pero
quiero casarme con ella. Si no me dais vuestro consentimiento, soy capaz de
matarme.
A los
padre les apenó mucho oír aquello de boca del hijo, de su único hijo.
Convocaron a todos los mercaderes, a todos los sacerdotes, para que les dieran
su parecer sobre si debían o no casar a su hijo con la mendiga.
-Se
conoce que tal es su destino -opinaron los sacerdotes- y Dios bendice su
matrimonio con la mendiga.
Conque el
hijo del mercader vivió con ella un año, luego otro, y tuvo que hacer un viaje
a otra provincia; precisamente adonde el hermano de su mujer tenía su comercio.
Al despedirse de sus padres les rogó:
-Padre,
madre: dejo a mi mujer a vuestro cuidado. Cuando dé a luz, escribidme
inmediatamente.
Se marchó
el hijo del mercader, y a los dos o tres meses alumbró su mujer a un niño que
tenía los brazos de oro hasta los codos, estrellas en los costados, una luna
luminosa en la frente y, sobre el sitio del corazón, un sol resplandeciente.
Llenos de
alegría, el padre y la madre se pusieron a escribir una carta a su querido
hijo. Para que llegara cuanto antes, la enviaron a mano con un viejo servidor.
Pero la
cuñada, que ya se había enterado de todo, llamó al viejo con muy buenas palabras.
-Entra,
bátiushka, y descansa un poco.
-No
puedo. Me han mandado con mucha prisa.
-De todas
formas, bátiushka, pasa a descansar y a comer.
Finalmente
consiguió sentarle a la mesa, se llevó a escondidas su zurrón a otro cuarto,
sacó la carta, la leyó, la hizo trizas y luego escribió otra diciendo que la
mujer del hijo del mercader había echado al mundo a un monstruo mitad perro y
mitad oso, engendrado seguramente en el bosque entre las fieras.
Se
presentó el viejo servidor al hijo de su amo, que se echó a llorar nada más
leer la carta. Luego contestó con otra carta diciendo que no hicieran nada
hasta su llegada, porque quería ver por sus propios ojos cómo era el recién
nacido.
Conque la
maga aquella, la cuñada, llamó otra vez al viejo servidor cuando le vio pasar.
-Ven,
entra y descansa un poco.
Entró el
viejo, y ella, aprovechando un momento dé descuido, sacó la carta del zurrón,
la leyó, la rompió y escribió otra diciendo que, a su recibo, echaran
inmediatamente a su mujer de casa.
Llegó el
viejo servidor con la carta. El padre y la madre la leyeron y se disgustaron
mucho.
-¿Cómo
puede hacernos esto? Tanto empeño en casarse, y ahora reniega de su mujer...
Aunque
les daba mucha pena, más aún de la criatura que de la madre, le dieron su
bendición, le ataron al niño sobre el pecho y la echaron de casa.
Fue
andando la pobrecita -no sé si mucho o poco tiempo, anegada en amargo llanto,
y todo alrededor no eran más que campos y campos, sin un bosque ni una aldea
por ninguna parte. Llegó a una barrancada, muertecita de sed, y al mirar hacia
la derecha vio un pozo. Tenía unas ganas tremendas de beber, pero no se atrevía
a inclinarse por temor a que se cayera la criatura.
De pronto
le pareció que el agua estaba más cerca. Se inclinó y el niño cayó al pozo.
Llorando empezó a dar vueltas alrededor del pozo porque no sabía cómo sacar de
allí a la criatura.
En esto
se le acercó un anciano.
-¿Por qué
lloras, sierva de Dios?
-¿Cómo no
voy a llorar? Me incliné sobre este pozo para beber y se me ha caído mi hijo
dentro.
-Pues
inclínate otra vez y sácalo.
-No
puedo, bátiushka: no tengo manos. Los brazos sólo me llegan hasta los codos.
-Hazme
caso... Inclínate y saca a tu hijo.
Ella
obedeció, adelantó los brazos y, por gracia de Dios, se encontró con que los
tenía enteros. Se inclinó, sacó a la criatura y luego rogó a Dios mirando a
cada uno de los cuatro puntos cardinales.
Después
de rezar se puso en camino hacia la casa donde estaban su hermano y su marido y
pidió que le permitieran pasar la noche allí.
-Deja que
entre, hermano -dijo el marido. Las mendigas saben contar cuentos y fábulas y
también hechos reales.
-No
tenemos sitio -objetó la cuñada.
-De todas
maneras, hermano, deja que entre, por favor. Me encanta oír contar cuentos y
fábulas a las mendigas.
Por fin
la dejaron entrar, y ella fue a sentarse con su hijito en el rellano de la
estufa. El marido dijo entonces:
-Bueno...
Pues cuéntanos algún cuento... O una historia, si no.
-Yo no sé
contar cuentos ni fábulas -contestó. Pero sé contar hechos reales. Conque
escuchad, señores, un hecho real. En cierto reino, en un país que no era el
nuestro -empezó, vivía un rico mercader que tenía un hijo y una hija. Murieron
el mercader y su esposa, y entonces dijo el hermano: «Vámonos de esta ciudad,
hermanita.» Llegaron a otra provincia, el hermano se instaló y montó un
comercio con buenas mercancías. Luego quiso casarse y tomó como mujer a una
maga.
-¡Pero
qué tonterías está diciendo esta p...! -rezongó la cuñada.
-Sigue,
sigue, mátushka -la animó el marido. A mí me encantan esas historias.
-Conque
un día que el hermano se marchaba a su comercio -prosiguió la mendiga-, le
recomendó a la hermana que cuidara de la casa. La mujer, enfadada porque él
confiaba siempre en la hermana, agarró y destrozó todos los muebles...
Luego,
cuando se puso a contar todo lo demás -que el hermano la llevó a misa, que le
cortó los brazos, que ella dio a luz y que la mujer de su hermano engañó al
viejo servidor-, la cuñada gritó de nuevo:
-Eso que
cuenta es una sarta de disparates...
-Hermano,
dile a tu mujer que se calle -pidió el marido. Esta historia es muy curiosa.
La
mendiga siguió contando que el marido escribió una carta donde decía que
dejaran al niño en casa hasta su regreso. La cuñada rezongó:
-No habla
más que sandeces...
Siguió
diciendo la mendiga de qué modo había llegado a aquella casa. Y la cuñada gruñó
otra vez:
-Qué
cosas se inventa esta p...
-Hermano
-pidió el marido: dile que se calle. ¿Por qué interrumpe tanto?
Entonces
terminó la mendiga contando cómo la habían dejado entrar en aquella casa y ella
se puso a referirles hechos reales. Luego los fue señalando:
-Tú eres
mi marido, tú eres mi hermano y tú eres mi cuñada.
-Entonces
-dijo el marido corriendo a ella, enséñame la criatura: quiero ver si de
verdad es el retrato de su padre y de su madre.
Tomaron
al niño, lo desenvolvieron, y toda la casa se iluminó.
-Ahora
veo que has contado la pura verdad y que no era ningún cuento. Tú eres mi
esposa y éste es mi hijo, con los brazos de oro hasta el codo, estrellas en los
costados, una luna luminosa en la frente y, sobre el sitio del corazón, un sol
resplandeciente...
El
hermano sacó entonces de la cuadra a su jaca más brava, ató a su mujer a la
cola y la lanzó a campo traviesa para que galopara hasta que la destrozase,
hasta que volvió arrastrando solamente su trenza después de desperdigar sus
pedazos por los campos.
El
matrimonio y el niño volvieron a casa del mercader y su esposa, donde vivieron
felices y en la opulencia.
Yo estuve
allí también. Bebí vino, bebí hidromiel, y aunque por el bigote me corrió, en
la boca nada me entró.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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