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viernes, 16 de agosto de 2013

La manguita

En cierto reino, en cierto país que no era el nuestro, vivía un rico mercader que tenía un hijo y una hija. El mercader y su esposa fallecieron, y entonces propuso el hijo a su hermana:
-Vámonos de esta ciudad, hermanita. Yo abriré una tienda para comerciar, alquilaré una casita para ti y viviremos tan ricamente los dos.
Conque se marcharon a otra provincia. El hermano abrió allí una tienda con buenas mercancías. Luego se le ocurrió casarse, pero la mujer que eligió para esposa era una maga. Cuando el hermano se iba a su comercio, solía decirle a la hermana:
-Cuida de la casa, hermanita.
A la mujer empezó a darle rabia que confiara en su hermana. Un día, cuando calculó que iba a regresar el marido, destrozó todo el mobiliario y, nada más verle aparecer, se lamentó:
-Mira lo que ha hecho tu hermana: ha destrozado todos los muebles.
-Esto tiene arreglo: se pueden comprar otros.
Al día siguiente, cuando se iba a la tienda, se despidió de su mujer y le advirtió a la hermana:
-Haz el favor de cuidar bien de la casa, hermanita.
La mujer calculó la hora en que debía regresar el marido, entró en la cuadra y, con un sable, le cortó la cabeza al caballo que él prefería. Salió a esperarle al porche.
-¡Fíjate cómo es tu hermana! Le ha cortado la cabeza a tu caballo preferido.
-¡Bah! Ya se lo comerán los perros.
Otra vez, y también al marcharse a su comercio, él dijo a su hermana:
-Cuida bien de mi mujer, no vaya a ocurrirle algo o le ocurra a la criatura si de pronto da a luz.
La mujer dio a luz, cortó la cabeza a la criatura y se puso a lamentarse sobre el cuerpo sin vida.
-Mira lo que ha hecho tu hermana -le dijo al marido. En cuanto he parido a la criatura, ella ha agarrado un sable y le ha cortado la cabeza.
Sin contestar, pero hecho un mar de lágrimas, el marido se alejó de allí.
Por la noche, justo a las doce, se levantó y dijo:
-Hermanita querida: vístete que vamos a ir a misa los dos.
-Hermano mío -contestó la muchacha: me parece que hoy no es fiesta de guardar.
-Sí que lo es, hermana. Vamos.
-Aún es pronto para salir.
-No es pronto. Procura darte prisa en arreglarte.
La pobre hermana empezó a vestirse para salir de casa, pero no conseguía hacer nada a derechas.
-A ver si te das prisa -la apresuró el hermano. 
-Pero si todavía es pronto...
-Te equivocas. Ha llegado la hora.
Terminó por fin de arreglarse la hermana, subieron a un ca
rruaje y partieron. Habían recorrido cierto camino -no sé si poco
o mucho- cuando entraron en un bosque.
-¿Qué bosque es éste? -preguntó la hermana. 
-Es la cerca que hay alrededor de la iglesia. En esto se atascó el carruaje en unos matorrales. 
-Apéate, hermanita, y desatáscalo.
-No puedo, hermanito querido: me mancharé el vestido. 
-Te compraré otro mejor.
La hermana se apeó y, cuando. estaba empujando el carruaje para apartarlo de los matorrales, el hermano le cortó los brazos hasta el codo, arreó al caballo y allí la dejó.
Sola, la hermanita rompió a llorar amargamente y luego echó a caminar por el bosque. Estuvo anda que te anda, anda que te anda..., sin encontrar el modo de salir de allí. Por fin, al cabo de varios años, y con la ropa hecha jirones, una trocha la condujo fuera del bosque.
Conque salió de aquel bosque, llegó a una ciudad donde había muchos mercaderes y llamó a la puerta de uno de los más ricos pidiendo una limosna. Aquel mercader tenía un hijo -un hijo único, y este hijo se enamoró de la mendiga.
-Quiero casarme -les dijo al padre y a la madre.
-¿Con quién?
-Con esa mendiga.
-¡Hijo! ¿Te parece que hay pocas muchachas hermosas entre las hijas de los mercaderes de nuestra ciudad?
-Pero quiero casarme con ella. Si no me dais vuestro consentimiento, soy capaz de matarme.
A los padre les apenó mucho oír aquello de boca del hijo, de su único hijo. Convocaron a todos los mercaderes, a todos los sacerdotes, para que les dieran su parecer sobre si debían o no casar a su hijo con la mendiga.
-Se conoce que tal es su destino -opinaron los sacerdotes- y Dios bendice su matrimonio con la mendiga.
Conque el hijo del mercader vivió con ella un año, luego otro, y tuvo que hacer un viaje a otra provincia; precisamente adonde el hermano de su mujer tenía su comercio. Al despedirse de sus padres les rogó:
-Padre, madre: dejo a mi mujer a vuestro cuidado. Cuando dé a luz, escribidme inmediatamente.
Se marchó el hijo del mercader, y a los dos o tres meses alumbró su mujer a un niño que tenía los brazos de oro hasta los codos, estrellas en los costados, una luna luminosa en la frente y, sobre el sitio del corazón, un sol resplandeciente.
Llenos de alegría, el padre y la madre se pusieron a escribir una carta a su querido hijo. Para que llegara cuanto antes, la enviaron a mano con un viejo servidor.
Pero la cuñada, que ya se había enterado de todo, llamó al viejo con muy buenas palabras.
-Entra, bátiushka, y descansa un poco.
-No puedo. Me han mandado con mucha prisa.
-De todas formas, bátiushka, pasa a descansar y a comer.
Finalmente consiguió sentarle a la mesa, se llevó a escondidas su zurrón a otro cuarto, sacó la carta, la leyó, la hizo trizas y luego escribió otra diciendo que la mujer del hijo del mercader había echado al mundo a un monstruo mitad perro y mitad oso, engendrado seguramente en el bosque entre las fieras.
Se presentó el viejo servidor al hijo de su amo, que se echó a llorar nada más leer la carta. Luego contestó con otra carta diciendo que no hicieran nada hasta su llegada, porque quería ver por sus propios ojos cómo era el recién nacido.
Conque la maga aquella, la cuñada, llamó otra vez al viejo servidor cuando le vio pasar.
-Ven, entra y descansa un poco.
Entró el viejo, y ella, aprovechando un momento dé descuido, sacó la carta del zurrón, la leyó, la rompió y escribió otra diciendo que, a su recibo, echaran inmediatamente a su mujer de casa.
Llegó el viejo servidor con la carta. El padre y la madre la leyeron y se disgustaron mucho.
-¿Cómo puede hacernos esto? Tanto empeño en casarse, y ahora reniega de su mujer...
Aunque les daba mucha pena, más aún de la criatura que de la madre, le dieron su bendición, le ataron al niño sobre el pecho y la echaron de casa.
Fue andando la pobrecita -no sé si mucho o poco tiempo, anegada en amargo llanto, y todo alrededor no eran más que campos y campos, sin un bosque ni una aldea por ninguna parte. Llegó a una barrancada, muertecita de sed, y al mirar hacia la derecha vio un pozo. Tenía unas ganas tremendas de beber, pero no se atrevía a inclinarse por temor a que se cayera la criatura.
De pronto le pareció que el agua estaba más cerca. Se inclinó y el niño cayó al pozo. Llorando empezó a dar vueltas alrededor del pozo porque no sabía cómo sacar de allí a la criatura.
En esto se le acercó un anciano.
-¿Por qué lloras, sierva de Dios?
-¿Cómo no voy a llorar? Me incliné sobre este pozo para beber y se me ha caído mi hijo dentro.
-Pues inclínate otra vez y sácalo.
-No puedo, bátiushka: no tengo manos. Los brazos sólo me llegan hasta los codos.
-Hazme caso... Inclínate y saca a tu hijo.
Ella obedeció, adelantó los brazos y, por gracia de Dios, se encontró con que los tenía enteros. Se inclinó, sacó a la criatura y luego rogó a Dios mirando a cada uno de los cuatro puntos cardinales.
Después de rezar se puso en camino hacia la casa donde estaban su hermano y su marido y pidió que le permitieran pasar la noche allí.
-Deja que entre, hermano -dijo el marido. Las mendigas saben contar cuentos y fábulas y también hechos reales.
-No tenemos sitio -objetó la cuñada.
-De todas maneras, hermano, deja que entre, por favor. Me encanta oír contar cuentos y fábulas a las mendigas.
Por fin la dejaron entrar, y ella fue a sentarse con su hijito en el rellano de la estufa. El marido dijo entonces:
-Bueno... Pues cuéntanos algún cuento... O una historia, si no.
-Yo no sé contar cuentos ni fábulas -contestó. Pero sé contar hechos reales. Conque escuchad, señores, un hecho real. En cierto reino, en un país que no era el nuestro -empezó, vivía un rico mercader que tenía un hijo y una hija. Murieron el mercader y su esposa, y entonces dijo el hermano: «Vámonos de esta ciudad, hermanita.» Llegaron a otra provincia, el hermano se instaló y montó un comercio con buenas mercancías. Luego quiso casarse y tomó como mujer a una maga.
-¡Pero qué tonterías está diciendo esta p...! -rezongó la cuñada.
-Sigue, sigue, mátushka -la animó el marido. A mí me encantan esas historias.
-Conque un día que el hermano se marchaba a su comercio -prosiguió la mendiga-, le recomendó a la hermana que cuidara de la casa. La mujer, enfadada porque él confiaba siempre en la hermana, agarró y destrozó todos los muebles...
Luego, cuando se puso a contar todo lo demás -que el hermano la llevó a misa, que le cortó los brazos, que ella dio a luz y que la mujer de su hermano engañó al viejo servidor-, la cuñada gritó de nuevo:
-Eso que cuenta es una sarta de disparates...
-Hermano, dile a tu mujer que se calle -pidió el marido. Esta historia es muy curiosa.
La mendiga siguió contando que el marido escribió una carta donde decía que dejaran al niño en casa hasta su regreso. La cuñada rezongó:
-No habla más que sandeces...
Siguió diciendo la mendiga de qué modo había llegado a aquella casa. Y la cuñada gruñó otra vez:
-Qué cosas se inventa esta p...
-Hermano -pidió el marido: dile que se calle. ¿Por qué interrumpe tanto?
Entonces terminó la mendiga contando cómo la habían dejado entrar en aquella casa y ella se puso a referirles hechos reales. Luego los fue señalando:
-Tú eres mi marido, tú eres mi hermano y tú eres mi cuñada.
-Entonces -dijo el marido corriendo a ella, enséñame la criatura: quiero ver si de verdad es el retrato de su padre y de su madre.
Tomaron al niño, lo desenvolvieron, y toda la casa se iluminó.
-Ahora veo que has contado la pura verdad y que no era ningún cuento. Tú eres mi esposa y éste es mi hijo, con los brazos de oro hasta el codo, estrellas en los costados, una luna luminosa en la frente y, sobre el sitio del corazón, un sol resplandeciente...
El hermano sacó entonces de la cuadra a su jaca más brava, ató a su mujer a la cola y la lanzó a campo traviesa para que galopara hasta que la destrozase, hasta que volvió arrastrando solamente su trenza después de desperdigar sus pedazos por los campos.
El matrimonio y el niño volvieron a casa del mercader y su esposa, donde vivieron felices y en la opulencia.
Yo estuve allí también. Bebí vino, bebí hidromiel, y aunque por el bigote me corrió, en la boca nada me entró.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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