Éranse un
viejo y una vieja, y cada uno tenía una hija.
La hija del
viejo se levantaba temprano y siempre estaba haciendo algo, mientras que la de
la vieja no quería hacer nada. Una vez, la vieja las mandó fuera de la casa a
hilar.
-Y ya lo
sabéis: ¡tenéis que hacerme mucha tarea! -ordenó.
La hija del
viejo se levantó al amanecer y estuvo hilando con mucha aplicación. La de la
vieja solamente hiló un poco por la tarde.
A la mañana
siguiente se levantaron muy temprano y volvieron a su casa. En un sitio tenían
que pasar por encima de la cerca para atajar. La hija del yteló pasó primero y
dijo:
-Dame el
huso y el hilo, hermanita: yo los sostendré mientras pasas tú.
En cuanto
su hermanastra le dio el huso y el hilo, corrió a la casa y le dijo a su madre:
-Mira
cuánto he hilado. Mi hermana, en cambio, se acostó tempranísimo y no se ha
levantado hasta hace poco.
Y aunque la
hija del viejo juró y perjuró que aquello era lo que ella había hilado, la
vieja no quiso ni oírla. Y, como no la quería, empezó a decirle al viejo:
-Llévate a
tu hija de aquí donde mejor te parezca: estoy harta de que no se gane el pan
que se come.
El viejo
enganchó la yegua al carro y partió con su hija. Iban por el bosque cuando
vieron de pronto una casita con patas de gallina. El viejo hizo bajar a su
hija, se dirigió con ella a la casa y la encontró abierta.
-Quédate
aquí mientras voy a cortar leña para que puedas hacer la comida.
Y lo que
hizo fue montarse en el carro y marcharse. Pero antes ató un leño al postigo de
la ventana. De manera que, a cada golpe que pegaba el leño, la hija pensaba:
«Es mi padre que está cortando leña».
En esto
llegó una cabeza de yegua haciendo mucho ruido.
-Si hay
alguien en mi casa, que abra la puerta -dijo.
La muchacha
se levantó y abrió.
-Mocita,
mocita: ayúdame a pasar el escalón.
Ella la
ayudó.
-Mocita,
mocita: prepárame la cama.
Ella se la
preparó.
-Mocita,
mocita: súbeme al lecho.
Ella la
subió.
-Mocita,
mocita: tápame.
Ella la tapó.
-Mocita,
mocita: métete por mi oreja derecha y sal por mi oreja izquierda.
La muchacha
obedeció, y cuando salió por la oreja izquierda de la cabeza de yegua estaba
más bonita de lo que nadie podría imaginar. En seguida aparecieron lacayos,
caballos y una carroza. La muchacha se subió a la carroza y volvió a casa de su
padre, que al principio ni la reconocía. Luego ella les contó lo que le había
ocurrido.
La vieja
empezó a pedirle al marido que llevara también a su hija donde había llevado a
la suya. El viejo condujo también a la hija de su mujer hasta la casita del
bosque y le dijo que esperase un poco, que iba a cortar leña. La hijastra
esperó un poco y luego se puso a llorar viendo que se había quedado sola en el
bosque. Al rato llegó otra vez la cabeza de yegua metiendo mucho ruido.
-Si hay
alguien en mi casa, que abra la puerta -dijo.
-¡Valiente
señorona! ¡Abre tú sola! -contestó la muchacha.
-Mocita,
mocita: ayúdame a pasar el escalón.
-¡Valiente
señorona! ¡Pásalo tú sola!
-Mocita,
mocita: prepárame la cama.
-¡Valiente
señorona! ¡Prepárala tú sola.
-Mocita,
mocita: súbeme al lecho.
-¡Valiente
señorona! ¡Súbete tú sola!
-Mocita,
mocita: tápame.
-¡Valiente
señorona! ¡Tápate tú sola!
La cabeza
de yegua agarró entonces a la hija de la vieja y se la comió. Luego juntó todos
los huesos en una cazuela y se marchó.
En esto
llegó un perrillo junto a la vieja y se puso a ladrar:
-¡Guau,
guau! La hija del viejo está hecha una damisela. La vieja sólo verá de la suya
los huesos en unas alforjas.
Y por muchas
veces que lo espantó de allí la vieja, el perrillo volvía con la misma
cantinela. Hasta que la mujer le dijo al viejo:
-Acércate a
ver lo que ha sido de mi hija.
El viejo
fue al bosque y trajo los huesos de la hijastra en unas alforjas.
La vieja se
puso tan furiosa, que mató al perrillo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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