Erase un
mercader que tenía una hija y un hijo. Estando el mercader a punto de morir (a
su esposa la habían enterrado ya antes), les dijo lo siguiente:
-Hijos
míos: amaos como buenos hermanos y vivid en armonía como vivimos vuestra
difunta madre y yo.
Conque,
muerto el mercader, fue enterrado con exequias y recordatorio muy honrosos.
Al cabo
de algún tiempo se le ocurrió al hijo marchar a comerciar a países de ultramar.
Fletó tres barcos, los cargó con toda clase de mercaderías y antes de partir le
hizo sus recomendaciones a la hermana:
-Querida
hermanita: parto para un largo viaje y te dejo sola en casa. Que tu conducta
sea discreta. No te dejes envolver en asuntos dudosos ni frecuentes casas
ajenas.
Luego
intercambiaron sus retratos, quedándose la muchacha uno del hermano y
llevándose el hermano uno de ella, y se despidieron llorando.
El hijo
del mercader levó anclas, zarpó de la orilla y, habiendo izado las velas, salió
al mar abierto. Anduvo navegando un año, luego otro, y al tercero arribó a
cierta rica capital en cuya bahía ancló sus barcos.
Nada más
llegar, llenó un platillo de piedras preciosas, tomó unas piezas de terciopelo,
el brocado y el raso mejores que llevaba y fue a mostrárselo como presente, con
su reverencia, al zar que allí reinaba.
Llegó a
palacio, se lo presentó todo al zar y le pidió la venia para comerciar en su
capital. Habiéndole placido al zar tan valioso regalo, habló así al hijo del
mercader:
-Hermosas
mercaderías las tuyas. En todos los años que tengo, nadie me había ofrecido
nada semejante. Te concedo, pues, el primer puesto para tu comercio. Vende y
compra sin temerle a nadie, y si alguna queja tienes, acude a mí sin más.
Mañana iré yo a visitar tus barcos.
Al día
siguiente fue a ver el zar al hijo del mercader y, mientras recorría los barcos
y contemplaba las mercaderías, vio un retrato en la cabina del propietario.
-¿De
quién es ese retrato? -preguntó al hijo del mercader.
-Es el
retrato de mi hermana, majestad.
-La
verdad, señor mercader, es que nunca en mi vida había visto yo semejante
belleza. Y dime, en verdad, cuál es su carácter y cuáles son sus costumbres.
-Es dulce
y pura como una paloma.
-Entonces
será zarina: quiero casarme con ella.
Por
aquellos tiempos tenía el zar cerca de su persona a un general que era de lo
más perverso y envidioso que se puede uno imaginar: cualquier cosa buena que le
ocurriera a alguien se le clavaba a él como una espina. Conque, al escuchar
aquellas palabras de su soberano, se puso furioso. «¿Es que nuestras esposas
van a tener que hacerle la reverencia a una merca-dera?», pensó. Y, sin más, se
presentó al zar.
-Majestad
-pidió, dadme la venia para hablar.
-Di lo
que sea..
-Esa hija
de mercader no es pareja para vos. Yo la conozco hace tiempo y muchas veces he
jugado a juegos amorosos con ella. Está totalmente pervertida.
-¿Cómo
has osado decirme tú, mercader extranjero, que era dulce y pura como una
paloma, que nunca hacía nada malo?
-Majestad:
si no miente el general, haced que traiga el anillo de mi hermana con su nombre
grabado y que descubra una seña suya particular.
-Está
bien -concedió el zar, y le dio licencia al general. Si no traes a tiempo el
anillo y dices cuál es la seña particular, mi sable, de un tajo, echará tu
cabeza abajo.
El
general hizo sus preparativos y marchó a la ciudad donde vivía la hermana del
mercader. Llegó, pero como no sabía qué hacer, anduvo por las calles de un lado
para otro muy triste y pensativo. En esto se cruzó con él una viejecilla que
iba pidiendo limosna. El le dio una moneda. Y preguntó la viejecilla:
-¿Por qué
andas tan cabizbajo, señor?
-¿Para
qué voy a contártelo si no podrás remediar mi apuro?
-¿Quién
sabe? ¡Quizá pueda!
-¿Sabes
tú dónde vive la hija del mercader?
-¡Claro
que sí!
-Bueno,
pues consígueme su anillo con el nombre grabado y entérate de una seña
particular que tiene. Si lo haces, te recompensaré en oro.
La
viejecilla se llegó renqueando hasta la casa de la hija del mercader, llamó al
portón, entró en la sala, rezó una oración y, luego de contar que iba en
peregrinación a los Santos Lugares, pidió una limosna. Tanto habló, y con tanta
astucia, que la linda doncella, sin darse cuenta siquiera, le reveló la seña
particular que tenía. Entre unas cosas y otras, la viejecilla arrambló con el
anillo que estaba encima de una mesita y lo escondió en una manga.
Luego se
despidió de la muchacha y corrió donde le esperaba el general para entregarle
el anillo.
-En
cuanto a la seña particular -le dijo, la hija del mercader tiene un cabello de
oro bajo la axila izquierda.
El
general la recompensó con largueza y emprendió el viaje de vuelta. Ya en su
país, se presentó en palacio. El hijo del mercader también estaba allí.
-¿Qué?
-preguntó el zar. ¿Has traído el anillo?
-Aquí lo
tenéis, majestad.
-¿Y cuál
es la seña particular de la hija del mercader?
-Un
cabello de oro debajo de la axila izquierda.
-¿Es eso
cierto? -preguntó el zar al hijo del mercader.
-Exactamente,
majestad.
-¿Y cómo
has osado mentirme? Has cometido una falta por la que serás ejecutado.
-Señor y
soberano: concededme una última gracia. Permitid que le escriba a mi hermana
una carta para que venga a despedirse de mí.
-Está
bien -concedió el zar. Escribe la carta. Pero no esperaré mucho tiempo.
Aplazó la
ejecución; pero, hasta entonces, ordenó ponerle grilletes al hijo del mercader
y encerrarle en una mazmorra.
La hija
del mercader se puso en camino en cuanto recibió y leyó la carta de su hermano.
Durante el viaje iba tejiendo un guante de hilos de oro y llorando amargamente.
Sus lágrimas, al caer, se convertían en brillantes que ella recogía y engarzaba
en el guante. Pronto llegó a la capital; se hospedó en casa de una pobre viuda
y preguntó:
-¿Qué
novedades hay por la ciudad?
-Pues
ninguna, como no sea que un mercader de otras tierras será ahorcado mañana por
culpa de su hermana.
A la
mañana siguiente se levantó la hija del mercader, alquiló una carroza, se puso
un suntuoso vestido y se hizo conducir a la plaza. Allí se alzaba ya el
cadalso, las tropas estaban emplazadas y se había juntado una gran multitud.
Cuando vio que traían conducido a su hermano, la hija del mercader se apeó de
la carroza y fue derecha al zar, presentándole el guante que había tejido
durante el camino.
-Majestad
-dijo, ¿querrías apreciar lo que vale este guante?
-Un
guante así no tiene precio -opinó el zar después de verlo.
-Pues
bien: vuestro general estuvo en mi casa y robó uno igual: la pareja de éste.
Ordenad que se proceda a registrarle. El zar llamó al general.
-Se te
acusa de haber robado un valioso guante.
El
general juraba y perjuraba que no sabía nada de aquel guante ni lo había visto
nunca.
-¿Cómo
que no? -exclamó la hija del mercader. Tantas veces como has estado en mi
casa, acostado conmigo y jugando a juegos amorosos...
-¡Pero si
es la primera vez que te veo! Yo nunca he estado en tu casa ni sé, aunque me
maten, quién eres ni de dónde vienes.
-Entonces,
majestad, ¿por qué padece mi hermano?
-¿Qué
hermano es ése? -preguntó el zar.
-Ese que
han traído para ahorcarle.
De esta
manera se descubrió todo. El zar ordenó que el hijo del mercader fuera puesto
en libertad y se ahorcara al general.
En cuanto
a él, subió en carroza con la linda doncella, hija del mercader, para ir a la
iglesia, donde se desposaron. Luego dieron un gran festín y vivieron tan
felices y en la abundancia, como siguen viviendo hasta ahora.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
No hay comentarios:
Publicar un comentario