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viernes, 16 de agosto de 2013

La hija del mercader difamada

Erase un mercader que tenía una hija y un hijo. Estando el mercader a punto de morir (a su esposa la habían enterrado ya antes), les dijo lo siguiente:
-Hijos míos: amaos como buenos hermanos y vivid en armonía como vivimos vuestra difunta madre y yo.
Conque, muerto el mercader, fue enterrado con exequias y recordatorio muy honrosos.
Al cabo de algún tiempo se le ocurrió al hijo marchar a comerciar a países de ultramar. Fletó tres barcos, los cargó con toda clase de mercaderías y antes de partir le hizo sus recomendaciones a la hermana:
-Querida hermanita: parto para un largo viaje y te dejo sola en casa. Que tu conducta sea discreta. No te dejes envolver en asuntos dudosos ni frecuentes casas ajenas.
Luego intercambiaron sus retratos, quedándose la muchacha uno del hermano y llevándose el hermano uno de ella, y se despidieron llorando.
El hijo del mercader levó anclas, zarpó de la orilla y, habiendo izado las velas, salió al mar abierto. Anduvo navegando un año, luego otro, y al tercero arribó a cierta rica capital en cuya bahía ancló sus barcos.
Nada más llegar, llenó un platillo de piedras preciosas, tomó unas piezas de terciopelo, el brocado y el raso mejores que llevaba y fue a mostrárselo como presente, con su reverencia, al zar que allí reinaba.
Llegó a palacio, se lo presentó todo al zar y le pidió la venia para comerciar en su capital. Habiéndole placido al zar tan valioso regalo, habló así al hijo del mercader:
-Hermosas mercaderías las tuyas. En todos los años que tengo, nadie me había ofrecido nada semejante. Te concedo, pues, el primer puesto para tu comercio. Vende y compra sin temerle a nadie, y si alguna queja tienes, acude a mí sin más. Mañana iré yo a visitar tus barcos.
Al día siguiente fue a ver el zar al hijo del mercader y, mientras recorría los barcos y contemplaba las mercaderías, vio un retrato en la cabina del propietario.
-¿De quién es ese retrato? -preguntó al hijo del mercader.
-Es el retrato de mi hermana, majestad.
-La verdad, señor mercader, es que nunca en mi vida había visto yo semejante belleza. Y dime, en verdad, cuál es su carácter y cuáles son sus costumbres.
-Es dulce y pura como una paloma.
-Entonces será zarina: quiero casarme con ella.
Por aquellos tiempos tenía el zar cerca de su persona a un general que era de lo más perverso y envidioso que se puede uno imaginar: cualquier cosa buena que le ocurriera a alguien se le clavaba a él como una espina. Conque, al escuchar aquellas palabras de su soberano, se puso furioso. «¿Es que nuestras esposas van a tener que hacerle la reverencia a una merca-dera?», pensó. Y, sin más, se presentó al zar.
-Majestad -pidió, dadme la venia para hablar.
-Di lo que sea..
-Esa hija de mercader no es pareja para vos. Yo la conozco hace tiempo y muchas veces he jugado a juegos amorosos con ella. Está totalmente pervertida.
-¿Cómo has osado decirme tú, mercader extranjero, que era dulce y pura como una paloma, que nunca hacía nada malo?
-Majestad: si no miente el general, haced que traiga el anillo de mi hermana con su nombre grabado y que descubra una seña suya particular.
-Está bien -concedió el zar, y le dio licencia al general. Si no traes a tiempo el anillo y dices cuál es la seña particular, mi sable, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
El general hizo sus preparativos y marchó a la ciudad donde vivía la hermana del mercader. Llegó, pero como no sabía qué hacer, anduvo por las calles de un lado para otro muy triste y pensativo. En esto se cruzó con él una viejecilla que iba pidiendo limosna. El le dio una moneda. Y preguntó la viejecilla:
-¿Por qué andas tan cabizbajo, señor?
-¿Para qué voy a contártelo si no podrás remediar mi apuro?
-¿Quién sabe? ¡Quizá pueda!
-¿Sabes tú dónde vive la hija del mercader?
-¡Claro que sí!
-Bueno, pues consígueme su anillo con el nombre grabado y entérate de una seña particular que tiene. Si lo haces, te recompensaré en oro.
La viejecilla se llegó renqueando hasta la casa de la hija del mercader, llamó al portón, entró en la sala, rezó una oración y, luego de contar que iba en peregrinación a los Santos Lugares, pidió una limosna. Tanto habló, y con tanta astucia, que la linda doncella, sin darse cuenta siquiera, le reveló la seña particular que tenía. Entre unas cosas y otras, la viejecilla arrambló con el anillo que estaba encima de una mesita y lo escondió en una manga.
Luego se despidió de la muchacha y corrió donde le esperaba el general para entregarle el anillo.
-En cuanto a la seña particular -le dijo, la hija del mercader tiene un cabello de oro bajo la axila izquierda.
El general la recompensó con largueza y emprendió el viaje de vuelta. Ya en su país, se presentó en palacio. El hijo del mercader también estaba allí.
-¿Qué? -preguntó el zar. ¿Has traído el anillo?
-Aquí lo tenéis, majestad.
-¿Y cuál es la seña particular de la hija del mercader?
-Un cabello de oro debajo de la axila izquierda.
-¿Es eso cierto? -preguntó el zar al hijo del mercader.
-Exactamente, majestad.
-¿Y cómo has osado mentirme? Has cometido una falta por la que serás ejecutado.
-Señor y soberano: concededme una última gracia. Permitid que le escriba a mi hermana una carta para que venga a despedirse de mí.
-Está bien -concedió el zar. Escribe la carta. Pero no esperaré mucho tiempo.
Aplazó la ejecución; pero, hasta entonces, ordenó ponerle grilletes al hijo del mercader y encerrarle en una mazmorra.
La hija del mercader se puso en camino en cuanto recibió y leyó la carta de su hermano. Durante el viaje iba tejiendo un guante de hilos de oro y llorando amargamente. Sus lágrimas, al caer, se convertían en brillantes que ella recogía y engarzaba en el guante. Pronto llegó a la capital; se hospedó en casa de una pobre viuda y preguntó:
-¿Qué novedades hay por la ciudad?
-Pues ninguna, como no sea que un mercader de otras tierras será ahorcado mañana por culpa de su hermana.
A la mañana siguiente se levantó la hija del mercader, alquiló una carroza, se puso un suntuoso vestido y se hizo conducir a la plaza. Allí se alzaba ya el cadalso, las tropas estaban emplazadas y se había juntado una gran multitud. Cuando vio que traían conducido a su hermano, la hija del mercader se apeó de la carroza y fue derecha al zar, presentándole el guante que había tejido durante el camino.
-Majestad -dijo, ¿querrías apreciar lo que vale este guante?
-Un guante así no tiene precio -opinó el zar después de verlo.
-Pues bien: vuestro general estuvo en mi casa y robó uno igual: la pareja de éste. Ordenad que se proceda a registrarle. El zar llamó al general.
-Se te acusa de haber robado un valioso guante.
El general juraba y perjuraba que no sabía nada de aquel guante ni lo había visto nunca.
-¿Cómo que no? -exclamó la hija del mercader. Tantas veces como has estado en mi casa, acostado conmigo y jugando a juegos amorosos...
-¡Pero si es la primera vez que te veo! Yo nunca he estado en tu casa ni sé, aunque me maten, quién eres ni de dónde vienes.
-Entonces, majestad, ¿por qué padece mi hermano?
-¿Qué hermano es ése? -preguntó el zar.
-Ese que han traído para ahorcarle.
De esta manera se descubrió todo. El zar ordenó que el hijo del mercader fuera puesto en libertad y se ahorcara al general.
En cuanto a él, subió en carroza con la linda doncella, hija del mercader, para ir a la iglesia, donde se desposaron. Luego dieron un gran festín y vivieron tan felices y en la abundancia, como siguen viviendo hasta ahora.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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