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viernes, 16 de agosto de 2013

La hija del pastor

En cierto reino, en cierto país, vivía un zar que, aburrido de andar soltero, tuvo la ocurrencia de casarse. Estuvo mucho tiempo observando y buscando sin encontrar novia que acabara de agradarle.
Un día salió de caza y vio en el campo a la hija de un campesino cuidando un rebaño. Era tan linda, que nadie habría podido describirla ni de palabra ni con la pluma, ni se hubiera encontrado otra igual en el mundo. El zar se acercó a ella:
-Hola, linda doncella -le dijo amablemente.
-Hola, señor nuestro.
-¿De quién eres hija?
-Soy hija de un pastor que vive aquí cerca.
El zar preguntó todavía, con mucho detalle, cuál era el nombre del padre, cómo se llamaba la aldea donde vivían y luego se marchó. Poco después, al cabo de uno o dos días, se presentó el zar en casa del campesino y le dijo:
-Hola, buen hombre. Quiero casarme con tu hija.
-Tú mandas, señor.
-¿Y tú, linda doncella, te casarías conmigo?
-Sí.
-Te tomo, pues, por esposa con una sola condición: que nunca me contradigas ni una sola palabra. A la menor objeción que me hagas, mi sable, de un tajo, echará tu cabeza abajo.
La linda doncella aceptó la condición.
El zar le dijo que se preparase para la boda y él envió emisarios a todos los estados vecinos invitando a los reyes y los príncipes a los festejos. Acudieron los invitados y el zar les presentó a la novia ataviada con sencillas ropas campesinas.
-¿Os agrada mi novia, amables huéspedes?
-Majestad -contestaron los invitados, si a vos os agrada, a nosotros con más razón.
Entonces ordenó el zar que fuera regiamente alhajada y marcharon a la iglesia.
Como un zar no tiene que hacer grandes preparativos, pues de todo hay de sobra en sus despensas, después de la ceremonia se organizó un gran festín donde todo el mundo comió, bebió y se divirtió.
Terminados los festejos, el zar empezó a vivir en amor y armonía con su joven esposa. Al cabo de un año, la zarina trajo un hijo al mundo, y entonces pronunció el zar estas palabras con mucho rigor:
-A este hijo tuyo, hay que matarlo. De lo contrario, los reyes vecinos se burlarán de que, cuando yo falte, mi reino vaya a parar a manos del hijo de una campesina.
-Tú mandas, señor. Yo no puedo contradecirte -contestó la pobra zarina.
El zar le arrebató la criatura a la madre y, en secreto, la hizo llevar a casa de una hermana suya para que allí se criara hasta que él dispusiera.
Transcurrió un año más, y la zarina trajo al mundo una niña. El zar volvió a decir con mucho rigor:
-A esta hija tuya hay que matarla. De lo contrario, los reyes vecinos se burlarán de que no es hija de un zar, sino hija de una campesina.
El zar arrebató a la niña a la pobre madre y la hizo llevar a casa de su hermana.
Pasaron los años y los niños fueron creciendo. Si el zarévich era hermoso, la zarevna lo era todavía más. Tanto, que habría sido imposible encontrar otra igual.
El zar reunió su consejo, hizo comparecer a su esposa y dijo:
-No quiero seguir viviendo contigo. Tú eres hija de un campesino y yo soy zar. Quítate los regios atavíos, vístete de campesina y vuelve a casa de tu padre.
Sin objetar una sola palabra, la zarina se despojó de sus regios atavíos, volvió a ponerse su viejo vestido de campesina, regresó a casa de su padre y otra vez llevó a pastar al rebaño.
En esto se supo que el zar iba a casarse con otra. Ordenó que se preparase todo para la boda y, haciendo comparecer a su primera esposa, le dijo:
-Asea bien todos los aposentos porque hoy traeré a la novia.
Ella aseó los aposentos y se quedó esperando.
El zar trajo efectivamente a la novia y luego acudió un número incalculable de invitados. Todo el mundo se sentó a la mesa a comer, beber y divertirse.
-¿Es linda mi prometida? -preguntó el zar a su primera esposa.
-Si a ti te lo parece, con más razón a mí -contestó ella.
-Pues ahora -le dijo el zar, vuelve a ponerte tus regios atavíos y toma asiento a mi lado. Tú has sido y serás mi esposa. Porque esta doncella es tu hija y este mancebo es tu hijo.
Desde entonces vivió el zar en compañía de su esposa sin más argucias, sin someterla a más pruebas, y hasta el final de sus días dio fe a cada una de sus palabras.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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