En cierto
reino, en cierto país, vivía un zar que, aburrido de andar soltero, tuvo la
ocurrencia de casarse. Estuvo mucho tiempo observando y buscando sin encontrar
novia que acabara de agradarle.
Un día
salió de caza y vio en el campo a la hija de un campesino cuidando un rebaño.
Era tan linda, que nadie habría podido describirla ni de palabra ni con la
pluma, ni se hubiera encontrado otra igual en el mundo. El zar se acercó a
ella:
-Hola,
linda doncella -le dijo amablemente.
-Hola,
señor nuestro.
-¿De
quién eres hija?
-Soy hija
de un pastor que vive aquí cerca.
El zar
preguntó todavía, con mucho detalle, cuál era el nombre del padre, cómo se
llamaba la aldea donde vivían y luego se marchó. Poco después, al cabo de uno o
dos días, se presentó el zar en casa del campesino y le dijo:
-Hola,
buen hombre. Quiero casarme con tu hija.
-Tú
mandas, señor.
-¿Y tú,
linda doncella, te casarías conmigo?
-Sí.
-Te tomo,
pues, por esposa con una sola condición: que nunca me contradigas ni una sola
palabra. A la menor objeción que me hagas, mi sable, de un tajo, echará tu
cabeza abajo.
La linda
doncella aceptó la condición.
El zar le
dijo que se preparase para la boda y él envió emisarios a todos los estados
vecinos invitando a los reyes y los príncipes a los festejos. Acudieron los
invitados y el zar les presentó a la novia ataviada con sencillas ropas
campesinas.
-¿Os
agrada mi novia, amables huéspedes?
-Majestad
-contestaron los invitados, si a vos os agrada, a nosotros con más razón.
Entonces
ordenó el zar que fuera regiamente alhajada y marcharon a la iglesia.
Como un
zar no tiene que hacer grandes preparativos, pues de todo hay de sobra en sus
despensas, después de la ceremonia se organizó un gran festín donde todo el
mundo comió, bebió y se divirtió.
Terminados
los festejos, el zar empezó a vivir en amor y armonía con su joven esposa. Al
cabo de un año, la zarina trajo un hijo al mundo, y entonces pronunció el zar
estas palabras con mucho rigor:
-A este
hijo tuyo, hay que matarlo. De lo contrario, los reyes vecinos se burlarán de
que, cuando yo falte, mi reino vaya a parar a manos del hijo de una campesina.
-Tú
mandas, señor. Yo no puedo contradecirte -contestó la pobra zarina.
El zar le
arrebató la criatura a la madre y, en secreto, la hizo llevar a casa de una
hermana suya para que allí se criara hasta que él dispusiera.
Transcurrió
un año más, y la zarina trajo al mundo una niña. El zar volvió a decir con
mucho rigor:
-A esta
hija tuya hay que matarla. De lo contrario, los reyes vecinos se burlarán de
que no es hija de un zar, sino hija de una campesina.
El zar
arrebató a la niña a la pobre madre y la hizo llevar a casa de su hermana.
Pasaron
los años y los niños fueron creciendo. Si el zarévich era hermoso, la zarevna
lo era todavía más. Tanto, que habría sido imposible encontrar otra igual.
El zar
reunió su consejo, hizo comparecer a su esposa y dijo:
-No
quiero seguir viviendo contigo. Tú eres hija de un campesino y yo soy zar.
Quítate los regios atavíos, vístete de campesina y vuelve a casa de tu padre.
Sin
objetar una sola palabra, la zarina se despojó de sus regios atavíos, volvió a
ponerse su viejo vestido de campesina, regresó a casa de su padre y otra vez
llevó a pastar al rebaño.
En esto se
supo que el zar iba a casarse con otra. Ordenó que se preparase todo para la
boda y, haciendo comparecer a su primera esposa, le dijo:
-Asea
bien todos los aposentos porque hoy traeré a la novia.
Ella aseó
los aposentos y se quedó esperando.
El zar
trajo efectivamente a la novia y luego acudió un número incalculable de
invitados. Todo el mundo se sentó a la mesa a comer, beber y divertirse.
-¿Es
linda mi prometida? -preguntó el zar a su primera esposa.
-Si a ti
te lo parece, con más razón a mí -contestó ella.
-Pues
ahora -le dijo el zar, vuelve a ponerte tus regios atavíos y toma asiento a mi
lado. Tú has sido y serás mi esposa. Porque esta doncella es tu hija y este
mancebo es tu hijo.
Desde
entonces vivió el zar en compañía de su esposa sin más argucias, sin someterla
a más pruebas, y hasta el final de sus días dio fe a cada una de sus palabras.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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