Erase un
campesino que tenía dos hijos. El menor estaba fuera y el mayor en casa de su
padre. Cuando vio que le llegaba su hora, el campesino se lo dejó todo al hijo
que estaba en casa y nada al otro, pensando que se lo repartirían como buenos
hermanos.
Muerto el
padre, el hermano mayor le enterró y se quedó con toda la herencia. Cuando
regresó el menor, lloró amargamente porque no había visto por última vez a su
padre en vida.
-El padre
me lo ha dejado a mí todo -le dijo el mayor.
Y el caso
es que ni siquiera tenía hijos, mientras que el menor tenía un hijo propio y
una niña recogida.
De manera
que el mayor recibió toda la herencia y, ya enriquecido, se dedicó a comerciar
en costosas mercaderías. El menor, en cambio, vivía pobremente, vendiendo en el
mercado la leña que él mismo cortaba en el bosque. Compadecidos de su pobreza,
los vecinos reunieron dinero y se lo ofrecieron para que comerciara, aunque
fuese en cosas pequeñas. Pero el pobre no se atrevió a aceptarlo.
-Gracias,
buenas gentes, pero no puedo aceptar vuestro dinero. Si por desgracia me fuera
mal el negocio, ¿cómo iba a pagaros la deuda?
Conque
dos de los vecinos se concertaron para darle de todas formas dinero con alguna
artimaña. Una vez que fue el pobre a cortar leña, uno de ellos se hizo el
encontradizo y le dijo:
-Hermano,
he salido para un largo viaje y por el camino me he encontrado con uno que me
debía trescientos rublos y me los ha devuelto. Ahora no sé qué hacer con ellos.
Como no quisiera volver a casa, haz el favor de cogerlos tú y guardármelos,
aunque lo mejor será que los emplees tú para comerciar. Yo tardaré en regresar.
Luego irás pagándome poco a poco.
El pobre
cogió, pues, el dinero y lo llevó a su casa, pero muy preocupado por si lo
perdía o su mujer lo encontraba y lo gastaba pensando que era suyo. Cavila que
te cavila, acabó escondiéndolo en la artesa de la ceniza y se marchó a sus
quehaceres. En esto pasaron por allí unos de esos hombres que van recogiendo
ceniza a cambio de diferentes artículos, y la mujer les dio la artesa de la
ceniza.
De vuelta
a su casa, vio el marido que faltaba la artesa y preguntó:
-¿Dónde
está la ceniza?
-Se la he
cambiado a los que suelen venir recogiéndola -contestó la mujer.
El hombre
se sobresaltó y se llevó un gran disgusto, pero no dijo nada. La mujer, que le
vio tan pesaroso, empezó a preguntarle:
-¿Qué te
ocurre? ¿Te ha pasado algo? ¿Por qué estás tan abatido?
Y él
terminó por confesar que había escondido un dinero ajeno entre la ceniza. La
mujer se puso por las nubes.
-¿Cómo no
me lo confiaste? -decía llorando, toda furiosa. Yo lo habría escondido mejor.
De nuevo
marchó el hombre a cortar leña para venderla en el mercado y comprar luego pan.
Entonces se hizo el encontradizo el otro vecino, le contó una historia parecida
y le dio a guardar quinientos rublos. El pobre no quería aceptarlos, se negaba,
pero el vecino le puso el dinero en la mano a la fuerza y partió al galope. El
dinero estaba en billetes. Después de pensar mucho dónde podría guardarlo, el
pobre acabó por meterlo entre el forro y la tela del gorro.
Llegó al
bosque, colgó el gorro en la rama de un abeto y se puso a cortar leña. Por
desgracia, pasó un cuervo volando y se llevó el gorro con el dinero dentro. El
hombre tuvo un gran disgusto; ¿pero qué podía hacer? Siguió como antes,
vendiendo leña y alguna otra cosilla, pero con lo justo para salir adelante.
Viendo los vecinos que había transcurrido bastante tiempo y la situación del
pobre no mejoraba, le preguntaron:
-¿Cómo te
van tan mal los negocios, hermano? ¿O es que no te atreves a gastar nuestro
dinero? En ese caso, mejor será que nos lo devuelvas.
El pobre
se echó a llorar y les contó cómo había desaparecido el dinero que le
prestaron. Los vecinos no se creyeron la historia y presentaron querella contra
él.
-No sé
cómo salir de este asunto -se decía el juez. Se trata de un buen hombre, tan
pobre que ni se le puede embargar nada. Si además va a parar a la cárcel,
acabará muriéndose de hambre.
Así
estaba el juez, pensativo y cabizbajo junto a la ventana, mientras unos
chiquillos jugaban allí cerca. Uno de ellos, el más despabilado, dijo:
-Vamos a
jugar a que yo era el burgomaestre y vosotros veníais a que yo juzgara vuestros
pleitos.
Se sentó
encima de una piedra y entonces se acercó otro chico, que le saludó
respetuosamente y dijo:
-Yo le he
prestado dinero a este hombre, y él no me lo devuelve. Conque he venido a
denunciarle, excelencia.
-¿Es
cierto que tomaste dinero prestado? -preguntó el burgomaestre al demandado.
-Sí.
-iY por
qué no lo devuelves?
-Porque
no lo tengo.
-Escucha,
demandante: él no niega que haya tomado ese dinero prestado. Lo que ocurre es
que no puede devolverlo ahora. Concédele unos años de plazo -cinco, o seis-
para que se enderecen sus negocios y te lo devuelva con creces. ¿Estáis de
acuerdo?
Los dos
chicos se inclinaron delante del burgomaestre.
-Gracias,
bátiushka -dijeron. Estamos de acuerdo.
El juez,
que lo había oído todo, se dijo muy contento: «Ese chiquillo me ha dado la
solución. Diré a los demandantes que le concedan un plazo mayor al pobre.»
Atendiendo sus razones, los vecinos ricos accedieron efecti-vamente a esperar
un par de años o tres mientras se arreglaban un poco los asuntos del pobre
hombre.
De manera
que el pobre volvió al bosque a cortar leña. Anocheció cuando sólo había
cargado medio carro y decidió quedarse a pasar la noche en el bosque para
volver por la mañana a su casa con el carro lleno. Y se puso a pensar: «¿Dónde
dormiría yo? Este es un lugar apartado, hay muchos animales feroces. Podrían
devorarme si me acuesto cerca del caballo.» Conque se adentró en la espesura y
trepó a un abeto muy grande.
Por la
noche se presentaron en aquel mismo sitio siete bandoleros que dijeron:
«Puerta, puertecita, déjanos entrar», y al instante se abrió la puerta de un
subterráneo. Los bandoleros metieron en el subterráneo toda la presa que
traían; dijeron luego: «Puerta, puertecita, ciérrate detrás», la puerta se
cerró y ellos partieron a continuar con sus asaltos.
El pobre
hombre, que había visto todo aquello, esperó a que todo quedara en silencio y
bajó del árbol pensando: «¿Se abriría la puerta si probara yo?» En efecto, le
bastó repetir las palabras de los bandoleros para que la puerta se abriera
sola.
Entró en
el subterráneo y encontró montones de oro, de plata y otras muchas cosas. Muy
contento, en cuanto amaneció empezó a sacar de allí sacos de dinero. Echó abajo
la leña del carro, lo cargó de plata y oro y en seguida marchó a su casa.
-¡Marido,
marido mío! -exclamó la mujer al verle. Ya estaba yo consumida de dolor
pensando dónde estarías, si te habría aplastado un árbol o te habría devorado
algún animal.
Pero el
marido contestó muy contento:
-No
tengas pena, mujer. Dios nos ha hecho felices. He encontrado un tesoro. Ayúdame
a traer los sacos.
Cuando
descargaron los sacos, el hermano menor fue a ver al rico, le contó todo lo
sucedido y le invitó a ir con él en busca de la suerte. El otro aceptó
encantado. Llegaron juntos al bosque, encontraron el abeto, gritaron: «Puerta,
puerte-cita, déjanos entrar», y la puerta se abrió.
Empezaron
a sacar sacos de dinero. El hermano pobre llenó su carro y se conformó; pero al
rico todo le parecía poco.
-Ve tú
-le dijo al menor, y pronto te seguiré yo.
-Bueno.
Que no se te olvide decir: «Puerta, puertecita, ciérrate detrás.»
-No se me
olvidará, no.
El
hermano pobre se marchó, pero el rico no encontraba el momento de alejarse de
aquellos tesoros: no podía llevárselo todo y le daba lástima abandonarlo. De
esta manera le sorprendió allí la noche. Llegaron los bandoleros, le
encontraron en el subterráneo y le cortaron la cabeza. Echaron abajo los sacos
que había cargado en su carro, colocaron el cadáver en su lugar, arrearon al
caballo y le dejaron que siguiera su querencia. El caballo escapó del bosque y
condujo el carro a casa de su amo.
Entre
tanto, el jefe de los bandoleros se puso a regañar al que había matado al
hermano rico.
-¿Por qué
te has precipitado de esa manera? Teníamos que habernos enterado primero de
dónde vivía. Aquí faltan muchas riquezas. Se las habrá llevado él. ¿Cómo vamos
a encontrarlas ahora?
Uno de
sus ayudantes sugirió:
-El que
mató al hombre, que busque ahora la casa donde vivía.
Al poco
tiempo, el bandolero que había matado al rico empezó a buscar la pista de sus
riquezas. De esta manera llegó a la tienda del hermano pobre. Entre unas cosas
y otras, mientras compraba y regateaba, se dio cuenta de que el comerciante
estaba triste y pensativo.
-¿Por qué
estás tan abatido? -preguntó.
-Pues
porque me ha sucedido una gran desgracia. Yo tenía un hermano mayor y alguien
le mató. Hace tres días el caballo le trajo a casa en el carro con la cabeza
cortada y hoy le han enterrado.
El
bandolero notó que había dado con la pista y siguió haciendo preguntas como si
estuviera muy condolido. Se enteró de que el muerto dejaba mujer viuda y quiso
saber:
-Y la
desdichada ¿tiene por lo menos un techo que la cobije?
-Sí. Una
casa muy hermosa.
-¿Está
lejos de aquí?
El hombre
le indicó dónde estaba la casa del hermano mayor. El bandolero hizo entonces
una señal con pintura roja en el portón.
-¿Para
qué es eso? -preguntó el hermano menor.
-Pues
para reconocer la casa y ayudar en algo a la pobre mujer.
-¡Eh,
muchacho! Mi cuñada no necesita ayuda. A Dios gracias, de todo tiene de sobra.
-¿Y tú
dónde vives?
-Aquí
tienes mi isba.
El
bandolero hizo también una señal idéntica en su portón.
-¿Y esto,
para qué es?
-Me
agrada tu modo de ser y me gustaría hospedarme en tu casa cuando pase por aquí.
Por tu propio bien, te lo aseguro, muchacho -explicó el bandolero.
Así que
se reunió con el resto de la partida, el bandolero contó todo lo que había
descubierto. Decidieron que aquella noche irían a matar a todos cuantos vivían
en ambas casas y a recuperar sus riquezas.
El pobre
llegó a su casa y se puso a contar:
-Acabo de
conocer a un buen mozo que luego me ha acompañado hasta aquí y ha hecho una
señal en el portón porque dice que siempre vendrá a hospedarse a esta casa. ¡Es
tan bondadoso! Ha sentido mucho la muerte de mi hermano. ¡Y tenía tanto empeño
en ayudar a mi cuñada...!
La mujer
y el hijo le escuchaban tan tranquilos, pero la hija adoptiva le dijo:
-¿No
estarás equivocado, bátiushka? ¿De verdad será todo así? ¿Y si los bandoleros
mataron al tío y ahora nos buscan porque han echado en falta sus riquezas? Son
capaces de presentarse aquí, matarnos y llevárselo todo.
El hombre
se asustó:
-Pues no
tendría nada de particular. Lo cierto es que nunca le había visto yo antes.
¡Estamos perdidos! ¿Qué podríamos hacer?
De nuevo
habló la hija:
-Coge tú
ahora pintura, bátiushka, y marca con la misma señal los portones de todos los
contornos.
El hombre
así lo hizo, marcando los portones de todos los contornos. Cuando llegaron los
bandoleros, no pudieron encontrar los portones que buscaban. Volvieron a su
guarida y le pegaron una paliza al primero por no haber hecho bien su trabajo.
Finalmente, comprendiendo que habían dado con un hombre astuto, agarraron siete
toneles y llenaron uno de aceite mientras en los seis restantes se escondían
seis bandoleros.
El primero
que había estado en el pueblo se presentó un atardecer en casa del pobre con
sus siete toneles y le pidió albergue para pasar la noche. El hombre le dejó
entrar, puesto que ya le conocía.
Pero la
hija salió al patio y se puso a inspeccionar los toneles. Abrió uno, y lo
encontró lleno de aceite. Quiso abrir otro, pero no lo consiguió. Entonces pegó
el oído y oyó que algo respiraba y rebullía dentro. «Aquí pasa algo raro»,
pensó. Conque entró en la casa y dijo:
-Bátiushka,
¿qué podríamos ofrecer a nuestro invitado? Si te parece, encenderé la estufa en
la isba de atrás y prepararé algo de cena.
-Está
bien, hija.
La
muchacha encendió la estufa y, mientras cocinaba, puso agua a hervir y la fue
vertiendo en los toneles. Así achicharró a todos los bandoleros.
Mientras
el padre y su invitado cenaban, la hija continuó acechando en la isba de atrás
a ver qué ocurría. Conque, cuando los demás se durmieron, salió el visitante al
patio y lanzó un silbido, pero nadie respondió. Se acercó a los toneles, llamó
a sus compañeros... Como si tal cosa. Abrió los toneles y empezó a salir vapor
de ellos. El bandolero comprendió lo que había sucedido y, enganchando los
caballos al carro, escapó del patio con sus toneles.
La hija
cerró el portón y despertó a los demás para contarles lo sucedido.
-Hija mía
-dijo el padre-, nos has salvado la vida. Quisiera que fueras la esposa de mi
hijo.
En
seguida se celebró la boda con gran alborozo.
Pero la
recién casada no hacía más que repetirle a su padre adoptivo que vendiera su
vieja casa y comprara otra, pues tenía mucho miedo a los bandoleros, no se les
fuera a ocurrir en malahora volver por allí.
Y así
sucedió. Al cabo de algún tiempo, el mismo bandolero que se había presentado
con los toneles llamó a la casa vestido de oficial y pidió albergue para pasar
la noche. Le dejaron entrar sin el menor recelo. Unicamente la recién casada le
reconoció.
-Bátiushka
-advirtió a su suegro, es el mismo bandolero de la otra vez.
-No,
hijita. No es él.
Ella no
protestó, pero, cuando fue a acostarse, agarró un hacha bien afilada y la dejó
al lado de su cama. Se pasó toda la noche en vela, sin pegar ojo.
Efectivamente, el oficial se levantó en plena noche, empuñó su sable y quiso
degollar al marido. Pero ella, sin asustarse, descargó el hacha y le cortó la mano
derecha; la descargó otra vez, y le cortó la cabeza.
Convencido
entonces el padre de que la muchacha era realmente discreta, atendió sus
consejos, vendió la casa y compró una posada. Allá se mudó y con el tiempo fue
enriqueciéndose y comerciando en grande.
Entonces
fueron a visitarle los mismos vecinos que primero le prestaron dinero y luego
le llevaron a los tribunales.
-¡Hombre!
¿Cómo tú aquí?
-Estoy
aquí porque ésta es mi casa. La compré hace poco.
-¡Hermosa
casa! Se conoce que tienes buenos dineros. ¿Por qué no nos pagas la deuda?
El
posadero les saludó con todo respeto y dijo:
-¡Alabado
sea Dios, que me ha amparado! He encontrado un tesoro y estoy dispuesto a
pagaros incluso el triple de lo que os debo.
-Bueno,
amigo, pues vamos a festejar esta mudanza.
-Encantado.
Conque lo
celebraron a lo grande. Luego, al ver que la casa tenía además un hermoso
huerto, dijeron los antiguos vecinos:
-¿Podríamos
visitar el huerto?
-Pues
claro que sí, señores míos. Y yo os acompañaré.
Paseando
así por el huerto, descubrieron en un rincón una vieja artesa llena de ceniza.
El posadero se quedó de una pieza:
-¡Pero si
ésta es la artesa que vendió mi mujer! ¿Estará todavía el dinero entre la
ceniza?
Vaciaron
la ceniza y, efectivamente, allí encontraron el dinero. Entonces se
convencieron los vecinos de que el hombre había dicho la verdad.
-Pues
ahora vamos a ver por los árboles. Puesto que el gorro se lo llevó un cuervo,
seguro que le ha servido de nido.
Fueron de
un lado para otro hasta que descubrieron un nido. Tiraron de la rama con unos
bicheros y, en efecto, era el viejo gorro del pobre. Cuando arrancaron el
forro, allí encontraron el dinero.
El
posadero pagó su deuda a los antiguos vecinos y siguió viviendo tan rica y
felizmente.
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