Translate

viernes, 16 de agosto de 2013

La bruja yaga y canijo

Éranse un viejo y una vieja que no habían tenido hijos. Por mu­cho que hicieron, por mucho que le rogaron a Dios, nunca consi­guieron que diera a luz la mujer. Una vez que el marido se fue a recoger setas al bosque, se encontró con un viejecito.
-Ya sé lo que te trabaja la cabeza -le dijo. Siempre estás cavilando en lo de los hijos. Mira: ve por la aldea pidiendo un hue­vo en cada casa y pónselos a una gallina clueca. ¡Ya verás lo que ocurre!
El hombre volvió a la aldea y recorrió las casas pidiendo un hue­vo en cada una. Como había cuarenta y una casas, reunió cuaren­ta y un huevos y se los puso a una gallina clueca. Pasaron dos se­manas, y el matrimonio se encontró con que de aquellos huevos habían nacido niños y no polluelos. Cuarenta estaban rollizos y sa­nos, pero uno era enclenque y debilucho. El padre empezó a dar­les nombre, y a todos se lo dio menos al último, porque ya no se le ocurrió ninguno.
-Bueno, pues te llamaremos Canijo.
Los hijos crecían a ojos vistas y, cuando se hicieron mayores, empezaron a ayudar a sus padres. Los cuarenta mocetones faena­ban en el campo mientras Canijo trajinaba en casa. Llegó la época de la siega. Los cuarenta hermanos estuvieron segando la hierba, luego la hacinaron y al cabo de una semana de trabajo volvieron a la aldea. Comieron lo que Dios quiso y se acostaron.
-¡Estos jóvenes! -exclamó el padre contemplándolos. Tie­nen buen saque, duermen a pierna suelta; pero seguro que no han hecho casi nada.
-Debías ir a verlo primero, bátiushka -sugirió Canijo.
El padre se vistió, fue efectivamente al prado, y allí se encontró con que había cuarenta hacinas.
-¡Bien por mis muchachos! Hay que ver cuánta hierba han se­gado y hacinado en una semana
Al día siguiente fue otra vez al prado a contemplar sus hacinas, pero había desaparecido una. Volvió en seguida a su casa.
-¡Hijos míos! Ha desaparecido una hacina.
-No te preocupes, bátiushka -intervino Canijo. Agarrare­mos al ladrón. Dame cien rublos, y yo lo arreglaré.
Con los cien rublos que le dio su padre fue a ver al herrero:
-¿Puedes forjar una cadena que alcance para amarrar a un hombre de pies a cabeza?
-¿Por qué no?
-Pero hazla bien fuerte. Si la cadena aguanta, te daré cien ru­blos; si no, cuenta que has perdido tu trabajo.
El herrero forjó una cadena. Canijo se la enrolló alrededor del cuerpo, hizo fuerza y la cadena se rompió. El herrero forjó otra el doble de fuerte, y ésa sí resistió. Canijo pagó los cien rublos, aga­rró la cadena y fue a montar la guardia junto a las hacinas. Se sen­tó al pie de una de ellas y se puso a esperar.
Justo a medianoche se levantó mucho viento, el marr se agitó, y de sus profundidades surgió una yegua maravillosa, que corrió hasta la primera hacina y se puso a devorar la paja. Canijo salió de repente de su escondite, rodeó el cuerpo de la yegua con la cadena y se montó encima. La yegua emprendió el galope por va­lles y montes, lomeando para arrojar al suelo al jinete, pero no pu­do desprenderse de él. Se detuvo al fin y le dijo:
-Ya que has sido capaz de mantenerte sobre mis lomos, buen mozo, serás el dueño de mis potros.
La yegua se acercó al mar de una carrera y relinchó con fuer­za. El mar se agitó, y de él salieron a la orilla cuarenta y un potros a cual mejor. Ni recorriendo el mundo entero habría sido posible encontrar otros iguales. A la mañana siguiente, el viejo oyó relin­chos y ruido de cascos en el corral. ¿Qué sería? Pues era Canijo, que traía todo un rebaño de caballos.
-Hola, hermanos. Ahora tenemos un caballo cada uno, con­que podemos ir a buscar novias con quien casarnos.
-¡Vamos!
El padre y la madre les dieron su bendición, y los hermanos se pusieron en camino.
Recorrieron mucho mundo, pero en ningún sitio encontraron tantas mozas casaderas juntas. El caso es que ellos no querían ca­sarse por sepa-rado para que ninguno se considerase defraudado. Ahora bien, ¿qué madre puede jactarse de haber traído al mundo a cuarenta y una hijas? Habían llegado nuestros mozos hasta los confines del mundo, cuando vieron, en la cima de una abrupta mon­taña, unas construcciones de piedra blanca cercadas de una alta muralla. Delante del portón se alineaban unos postes de hierro. Los contaron: eran cuarenta y uno. Los cuarenta y un hermanos ata­ron sus cuarenta y un caballos a los cuarenta y un postes y traspu­sieron el portón. Acudió a su encuentro la bruja Yagá.
-¿Pero con qué derecho entráis aquí sin más ni más? ¿Y có­mo os atrevéis a atar vuestros caballos a los postes sin pedir permiso?
-¿Por qué gritas así, vieja? Empieza por ofrecernos comida y bebida, llévanos al baño y luego pregunta lo que quieras.
La bruja Yagá así lo hizo: les sirvió comida y bebida, los llevó al baño y luego se puso a preguntar:
-Y vosotros, buenos mozos, os habéis puesto en camino por algún menester, o vais huyendo de algo.
-Por un menester, abuela.
-¿Pues qué buscáis?
-Buscamos mozas con quien casarnos.
-Yo tengo hijas -exclamó la bruja Yagá.
Corrió a los aposentos principales y regresó con cuarenta y una muchachas. Inmediatamente se formaron cuarenta y una parejas de novios y se celebraron las bodas con un gran banquete.
Por la tarde fue Canijo a visitar a su caballo. Nada más verle, su buen corcel dijo con palabra humana:
-¡Cuidado, mi amo! Esta noche, cuando os acostéis con vues­tras mujeres, debéis cambiaros de ropa, poniéndoles a ellas las vues­tras. De lo contrario, estamos todos perdidos.
Canijo les contó a sus hermanos lo que le había dicho su caba­llo. Todos obedecieron, cambiaron de ropas con sus mujeres, se acostaron y se durmieron, menos Canijo, que no pegó ojo.
Justo a medianoche gritó la bruja Yagá a voz en cuello:
-¡A ver, mis fieles servidores! ¡Cortad las atrevidas cabezas de todos esos intrusos!
Acudieron los fieles servidores y les cortaron la cabeza a las cua­renta y una hijas de la bruja Yagá. Canijo despertó a sus hermanos y les refirió todo lo ocurrido. Cogieron las cabezas cortadas, las en­sartaron en los postes de hierro alrededor de la muralla, luego en­sillaron sus caballos y se marcharon a toda prisa.
A la mañana siguiente se levantó la bruja Yagá, miró por la ven­tana y vio las cabezas de sus hijas ensartadas en los postes de hie­rro en torno a la muralla. Furiosa, ordenó que le trajeran su escu­do de fuego. Montó a caballo y partió al galope detrás de los her­manos, lanzando llamas en todas direcciones. Los jóvenes no po­dían guarecerse en ninguna parte. Delante tenían el mar azul y, detrás, a la bruja Yagá abrasándolo todo.
Habrían muerto todos de no ser porque, antes de abandonar la casa, Canijo había tenido la precaución de coger un pañuelo de la bruja Yagá. Cuando más apurados se encontraban, Canijo agi­tó el pañuelo delante de él, y repentinamente apareció un puente que atravesaba todo el mar. Por él pasaron los hermanos a la orilla opuesta. Canijo agitó el pañuelo detrás de él, y el puente desapa­reció. La bruja Yagá se volvió a su casa y los hermanos empren­dieron el regreso a la suya.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

No hay comentarios:

Publicar un comentario