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viernes, 16 de agosto de 2013

La hija del mercader y la sirvienta

Erase un mercader muy rico, que tenía una hija hermosa co­mo ninguna. Iba el mercader comerciando por muchas provincias, hasta que llegó a cierto reino y le presentó al zar sus mercaderías mejores, por si deseaba comprar alguna. Hablando con él dijo el zar:
-No sé por qué será, pero no encuentro novia a mi gusto.
El mercader le contestó:
-Pues yo tengo una hija muy bella. Y, además, adivina todo lo que tienen las personas en la mente.
Sin pensarlo poco ni mucho, el zar escribió una carta y ordenó a los caballeros de su guardia:
-Id a casa de ese mercader y entregad esta carta a su hija.
Y la carta decía:
-Avíate para desposarte.
Nada más coger aquella carta, la hija del mercader rompió a llorar desconsolada, pero se puso a ataviarse. Y su sirvienta tam­bién. El caso es que nadie podía distinguir la una de la otra por tanto como se parecían. Conque, ya ataviadas con idénticas galas, se pusieron en camino hacia el palacio del zar que deseaba despo­sarse. Pero la sirvienta, que tenía envidia de la hija del mercader, propuso al poco rato:
-¿Por qué no damos un paseo por esa isla?
Echaron a andar por la isla, y la sirvienta le dio a la hija del mercader un bebedizo que la sumió en un profundo sueño. En­tonces le sacó los ojos y se los guardó en el bolsillo. Luego volvió donde estaban los guardias y dijo:
-Caballeros guardias: mi sirvienta se ha ahogado en el mar.
Ellos contestaron:
-Lo principal para nosotros es que tú estés sana y salva. En cuanto a esa sirvienta, ¿qué le importa a nadie?
Por fin llegaron al palacio del zar, que en seguida se desposó con la sirvienta sin saber quién era. Pero, conforme pasaban los días, el zar pen-saba: «Yo diría que el mercader me ha engañado. Esta no se parece en nada a lo que me contó de su hija. ¿Cómo puede tener tan escaso entendimiento? ¡Si no sabe hacer nada!»
Mientras así vivían los dos en el palacio, la hija del mercader iba reponiéndose del mal que le había causado la sirvienta, pero no veía nada. Solamente oía. Y lo que oyó fue que un viejecito andaba por allí pastando el ganado. Entonces dijo:
-¿Dónde estás, abuelo?
-Aquí, cerca de esta casita donde vivo.
-¿Me dejas que viva yo también en ella?  
El viejo consintió, y la hija del mercader le dijo:
-Abuelo, aparta el ganado de aquí.
El hizo lo que le pedía, y apartó el ganado de allí. Luego la hija del mercader le mandó a la tienda:
-Pide que te fíen terciopelo y seda.
Allá fue el viejecito. En las tiendas ricas, nadie quiso fiarle; pe­ro sí le fiaron en una tienda pobre. Así le trajo terciopelo y seda a la cieguecita, que le dijo:
-Acuéstate, abuelo, y duerme sin cuidado. En cuanto a mí, igual me da que sea de día o de noche.
Y se puso a hacer una corona real de seda y terciopelo. Tan bonita resultó la corona, que daba gloria verla.
A la mañana siguiente, la cieguecita despertó al viejo y le dijo:
-Ve y llévale esta corona al zar. No pidas dinero por ella. Pi­de solamente un ojo. Y, te hagan lo que te hagan, tú no temas nada.
Llegó el viejecito al palacio y presentó la corona. Todos se que­daron admirados al verla. Le preguntaron cuánto quería por ella, y entonces él dijo que quería un ojo. Corriendo fueron a informar al zar de lo que pedía el viejo por la corona. El zar también quiso verla, llegó donde estaba el viejo, y quedó encantado de la coro­na. Preguntó cuánto quería por ella. El viejo pidió un ojo. El zar se indignó, claro, incluso amenazó al viejo con meterle en la cár­cel. Pero, dijera lo que dijera el zar, él seguía en sus trece. El zar ordenó a sus guardias:
-¡Id y sacadle un ojo a algún soldado prisionero!
Pero la zarina, su esposa, apareció en ese momento, sacó un ojo del bolsillo y se lo dio. El zar se alegró mucho.
-¡Qué favor tan grande me has hecho, zarina mía! -dijo, y entregó el ojo a cambio de la corona.
En cuanto tuvo lo que quería, el viejo abandonó el palacio y volvió a su casita.
-¿Traes el ojo como te pedí, abuelo? -preguntó la cieguecita.
-Sí, aquí está -contestó, y se lo dio.
La hija del mercader salió a la luz del día, le untó salivilla al ojo, se lo puso en su sitio y empezó a ver con él.
De nuevo envió al viejo a la tienda, dándole dinero para pagar el terciopelo y la seda que le fiaron la víspera y, además, le pidió que trajera terciopelo y oro. En efecto, el viejecito le compró ter­ciopelo y oro al comer-ciante pobre y se los llevó a la hija del mercader. Esta se puso a hacer otra corona, y cuando la terminó en­vió al viejo a ver al zar, advirtiéndole:
-No aceptes dinero. Pide un ojo y ninguna otra cosa. Y si te preguntan cómo ha llegado la corona a tus manos, dices que te la ha enviado Dios.
Llegó el viejo al palacio, y todos quedaron admirados porque, si preciosa era la primera corona, aquélla lo era más. Dijo el zar:
-Pida lo que pida este hombre, he de comprarla.
-Dame un ojo -dijo el viejo.
El zar mandó inmediatamente que le sacaran un ojo a un pri­sionero, pero su esposa, la zarina, sacó el otro ojo del bolsillo. El zar le dio las gracias, encantado:
-¡Qué favor tan grande me has hecho con este ojo, mátushka!
Luego le preguntó al viejo:
-¿Y de dónde sacas tú estas coronas?
-Me las envía Dios -contestó el viejo, y abandonó el pala­cio. Al llegar a su casita, le dio el ojo a la hija del mercader. Ella salió a la luz del día, le untó salivilla al ojo, se lo puso en su sitio, y ya empezó a ver con los dos. Aquella noche durmió en la casita del viejo, pero de repente se encontró en una casa toda de cristal, y empezó a dar fiestas.
El zar tuvo conocimiento de aquella maravilla y quiso verla, así como también a quien habitaba en una morada tan prodigiosa. Pe­netró a caballo en el patio, y la hija del mercader le recibió muy contenta y a manteles puestos. Después de ser cumplidamente aga­sajado, el zar se retiró, invitán-dola a que le devolviera la visita. De regreso a su palacio, le dijo a la zarina:
-¡No te imaginas, mátushka, qué sorprendente es la casa de ese lugar y, más aún, la doncella que la habita! Figúrate que es ca­paz de adivinar todo lo que las personas tienen en la mente.
La zarina comprendió de quién se trataba, y dijo para sus aden­tros: «Seguro que es ella, la hija del mercader a quien yo le saqué los ojos. »
De nuevo se dispuso el zar a visitar a la doncella, cosa que con­trarió a lazarino. Llegó el zar, fue agasajado como la primera vez y reiteró su invitación a la hija del mercader. Esta comenzó a ata­viarse y le dijo al viejecito:
-¡Adiós, abuelo! Aquí tienes un cofre con dinero: no llegues a vaciarlo del todo, y siempre volverá a llenarse. Hoy te acostarás en esta casa de cristal, pero despertarás en tu casita de madera. Voy a hacer esta visita, que me costará la vida: me matarán y me cortarán en muchos pedacitos. Cuando te levantes por la mañana, haz un pequeño féretro, recoge mis pedazos y dales sepultura.
El viejo rompió a llorar de pena. En esto se presentaron unos guardias del zar que venían para dar escolta a la doncella. Llega­ron al palacio, pero la zarina no quiso ni verla: de buena gana le hubiera pegado un tiro.
Luego salió la zarina al patio y les dijo a los guardias:
-Cuando la acompañéis de vuelta a su casa, hacedla pedazos y sacadle el corazón, que me traeréis a mí.
Conque los guardias fueron a escoltar a la hija del mercader cuando regresaba a su casa, y se pusieron a hablar muy de prisa. Sabedora de lo que pretendían hacer, la hija del mercader les dijo:
-Despedazadme cuanto antes.
Así lo hicieron los guardias. Luego le sacaron el corazón, ente­rraron sus restos en un estercolero y volvieron a palacio. La zarina salió a su encuentro, agarró el corazón, le dio muchas vueltas en­tre las manos hasta dejarlo convertido en un huevo y se lo guardó en el bolsillo.
El viejecito se acostó a dormir en la casa de cristal, pero se des­pertó en su casita de madera, y rompió a llorar amargamente. Mu­cho lloró, sí; pero debía cumplir las órdenes de la hija del merca­der. Hizo un pequeño féretro y salió en busca de la joven. Encon­tró sus restos entre el estiércol, los sacó de allí, los juntó, los metió en el féretro y los sepultó cerca de su casa.
En cuanto al zar, que no estaba enterado de nada, quiso visitar nuevamente a la hija del mercader. Llegó al sitio de siempre, y no encontró la casa, ni tampoco a la doncella. Unicamente en el lugar donde estaba enterrada había crecido un vergel. De regreso a pa­lacio, le refirió a la zarina:
-Por muchas vueltas que he dado, no he encontrado la casa ni tampoco a la doncella. Sólo había un vergel.
Nada más oírle, la zarina salió al patio y les dijo a los guardias:
-Id inmediatamente a talar el vergel de aquel sitio.
Los guardias fueron donde había crecido el vergel y se pusie­ron a talarlo; pero todo quedó petrificado.
El zar, que se había quedado intrigado con la aparición de aquel vergel, quiso verlo de nuevo, y partió a caballo. Al llegar, encon­tró allí un niño. ¡Un niño precioso! «Quizá se les haya extraviado a algunos señores que paseaban por aquí», pensó. Conque se lo llevó al palacio, le condujo a sus aposentos y le dijo a la zarina:
-Procura no asustarle, mátushka.
En esto se puso el niño a llorar con tanto desconsuelo, que no había modo de calmarle. Lo intentaron todo, pero él llora que te llora. La zarina sacó entonces del bolsillo el huevo en que había transformado el corazón de la hija del mercader y se lo dio al niño. Este dejó su llanto y se puso a corretear por los aposentos.
-¡Qué bien le has calmado, mátushka! -exclamó el zar.
El niño salió corriendo al patio, y el zar le siguió; llegó a la ca­lle, y el zar le siguió; se encaminó hacia el campo, y el zar le siguió; fue a parar al vergel, y el zar le siguió. Allí se encontró con la don­cella a la que había visitado otras veces, y se llevó una gran ale­gría. La doncella le dijo entonces:
-Yo soy tu prometida, la hija del mercader. Y la zarina que tienes por esposa era mi sirvienta.
Desde allí volvieron juntos al palacio. La zarina se echó a sus plantas rogando misericordia.
-Tú no la tuviste conmigo. Una vez me sacaste los ojos y otra mandaste que me despedazaran.
-¡Guardias! -ordenó el zar. Sacadle ahora mismo a ella los ojos y soltadla en el campo.
Los guardias le sacaron los ojos a la falsa zarina y la ataron a unos caballos, que la arrastraron por el campo donde los soltaron.
En cuanto al zar y su joven esposa, vivieron muchos años feli­ces, viendo multiplicarse sus bienes. El zar estaba siempre pendiente de la zarina y todas las riquezas le parecían pocas para ella.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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