Erase un mercader muy rico, que
tenía una hija hermosa como ninguna. Iba el mercader comerciando por muchas
provincias, hasta que llegó a cierto reino y le presentó al zar sus mercaderías mejores, por si
deseaba comprar alguna. Hablando con él dijo el zar:
-No sé por qué será, pero no
encuentro novia a mi gusto.
El mercader le contestó:
-Pues yo tengo una hija muy bella.
Y, además, adivina todo lo que tienen las personas en la mente.
Sin pensarlo poco ni mucho, el zar
escribió una carta y ordenó a los caballeros de su guardia:
-Id a casa de ese mercader y
entregad esta carta a su hija.
Y la carta decía:
-Avíate para desposarte.
Nada más coger aquella carta, la
hija del mercader rompió a llorar desconsolada, pero se puso a ataviarse. Y su
sirvienta también. El caso es que nadie podía distinguir la una de la otra por
tanto como se parecían. Conque, ya ataviadas con idénticas galas, se pusieron
en camino hacia el palacio del zar que deseaba desposarse. Pero la sirvienta,
que tenía envidia de la hija del mercader, propuso al poco rato:
-¿Por qué no damos un paseo por esa
isla?
Echaron a andar por la isla, y la
sirvienta le dio a la hija del mercader un bebedizo que la sumió en un profundo
sueño. Entonces le sacó los ojos y se los guardó en el bolsillo. Luego volvió
donde estaban los guardias y dijo:
-Caballeros guardias: mi sirvienta
se ha ahogado en el mar.
Ellos contestaron:
-Lo principal para nosotros es que
tú estés sana y salva. En cuanto a esa sirvienta, ¿qué le importa a nadie?
Por fin llegaron al palacio del
zar, que en seguida se desposó con la sirvienta sin saber quién era. Pero,
conforme pasaban los días, el zar
pen-saba: «Yo diría que el mercader me ha engañado. Esta no se parece en nada a
lo que me contó de su hija. ¿Cómo puede tener tan escaso entendimiento? ¡Si no
sabe hacer nada!»
Mientras así vivían los dos en el
palacio, la hija del mercader iba reponiéndose del mal que le había causado la
sirvienta, pero no veía nada. Solamente oía. Y lo que oyó fue que un viejecito
andaba por allí pastando el ganado. Entonces dijo:
-¿Dónde estás, abuelo?
-Aquí, cerca de esta casita donde
vivo.
-¿Me dejas que viva yo también en
ella?
El viejo consintió, y la hija del
mercader le dijo:
-Abuelo, aparta el ganado de aquí.
El hizo lo que le pedía, y apartó
el ganado de allí. Luego la hija del mercader le mandó a la tienda:
-Pide que te fíen terciopelo y
seda.
Allá fue el viejecito. En las
tiendas ricas, nadie quiso fiarle; pero sí le fiaron en una tienda pobre. Así
le trajo terciopelo y seda a la cieguecita, que le dijo:
-Acuéstate, abuelo, y duerme sin
cuidado. En cuanto a mí, igual me da que sea de día o de noche.
Y se puso a hacer una corona real
de seda y terciopelo. Tan bonita resultó la corona, que daba gloria verla.
A la mañana siguiente, la
cieguecita despertó al viejo y le dijo:
-Ve y llévale esta corona al zar.
No pidas dinero por ella. Pide solamente un ojo. Y, te hagan lo que te hagan,
tú no temas nada.
Llegó el viejecito al palacio y
presentó la corona. Todos se quedaron admirados al verla. Le preguntaron
cuánto quería por ella, y entonces él dijo que quería un ojo. Corriendo fueron
a informar al zar de lo que pedía el
viejo por la corona. El zar también
quiso verla, llegó donde estaba el viejo, y quedó encantado de la corona.
Preguntó cuánto quería por ella. El viejo pidió un ojo. El zar se indignó, claro, incluso amenazó al viejo con meterle en la
cárcel. Pero, dijera lo que dijera el zar,
él seguía en sus trece. El zar ordenó
a sus guardias:
-¡Id y sacadle un ojo a algún
soldado prisionero!
Pero la zarina, su esposa, apareció en ese momento, sacó un ojo del
bolsillo y se lo dio. El zar se
alegró mucho.
-¡Qué favor tan grande me has
hecho, zarina mía! -dijo, y entregó
el ojo a cambio de la corona.
En cuanto tuvo lo que quería, el
viejo abandonó el palacio y volvió a su casita.
-¿Traes el ojo como te pedí,
abuelo? -preguntó la cieguecita.
-Sí, aquí está -contestó, y se lo
dio.
La hija del mercader salió a la luz
del día, le untó salivilla al ojo, se lo puso en su sitio y empezó a ver con
él.
De nuevo envió al viejo a la
tienda, dándole dinero para pagar el terciopelo y la seda que le fiaron la
víspera y, además, le pidió que trajera terciopelo y oro. En efecto, el
viejecito le compró terciopelo y oro al comer-ciante pobre y se los llevó a la
hija del mercader. Esta se puso a hacer otra corona, y cuando la terminó envió
al viejo a ver al zar, advirtiéndole:
-No aceptes dinero. Pide un ojo y
ninguna otra cosa. Y si te preguntan cómo ha llegado la corona a tus manos,
dices que te la ha enviado Dios.
Llegó el viejo al palacio, y todos
quedaron admirados porque, si preciosa era la primera corona, aquélla lo era
más. Dijo el zar:
-Pida lo que pida este hombre, he
de comprarla.
-Dame un ojo -dijo el viejo.
El zar mandó inmediatamente que le sacaran un ojo a un prisionero,
pero su esposa, la zarina, sacó el
otro ojo del bolsillo. El zar le dio
las gracias, encantado:
-¡Qué favor tan grande me has hecho
con este ojo, mátushka!
Luego le preguntó al viejo:
-¿Y de dónde sacas tú estas
coronas?
-Me las envía Dios -contestó el
viejo, y abandonó el palacio. Al llegar a su casita, le dio el ojo a la hija
del mercader. Ella salió a la luz del día, le untó salivilla al ojo, se lo puso
en su sitio, y ya empezó a ver con los dos. Aquella noche durmió en la casita
del viejo, pero de repente se encontró en una casa toda de cristal, y empezó a
dar fiestas.
El zar tuvo conocimiento de aquella maravilla y quiso verla, así como
también a quien habitaba en una morada tan prodigiosa. Penetró a caballo en el
patio, y la hija del mercader le recibió muy contenta y a manteles puestos.
Después de ser cumplidamente agasajado, el zar
se retiró, invitán-dola a que le devolviera la visita. De regreso a su
palacio, le dijo a la zarina:
-¡No te imaginas, mátushka, qué sorprendente es la casa de
ese lugar y, más aún, la doncella que la habita! Figúrate que es capaz de
adivinar todo lo que las personas tienen en la mente.
La zarina comprendió de quién se trataba, y dijo para sus adentros:
«Seguro que es ella, la hija del mercader a quien yo le saqué los ojos. »
De nuevo se dispuso el zar a visitar a la doncella, cosa que
contrarió a lazarino. Llegó el zar,
fue agasajado como la primera vez y reiteró su invitación a la hija del
mercader. Esta comenzó a ataviarse y le dijo al viejecito:
-¡Adiós, abuelo! Aquí tienes un
cofre con dinero: no llegues a vaciarlo del todo, y siempre volverá a llenarse.
Hoy te acostarás en esta casa de cristal, pero despertarás en tu casita de
madera. Voy a hacer esta visita, que me costará la vida: me matarán y me
cortarán en muchos pedacitos. Cuando te levantes por la mañana, haz un pequeño
féretro, recoge mis pedazos y dales sepultura.
El viejo rompió a llorar de pena. En
esto se presentaron unos guardias del zar
que venían para dar escolta a la doncella. Llegaron al palacio, pero la zarina no quiso ni verla: de buena gana
le hubiera pegado un tiro.
Luego salió la zarina al patio y les dijo a los guardias:
-Cuando la acompañéis de vuelta a
su casa, hacedla pedazos y sacadle el corazón, que me traeréis a mí.
Conque los guardias fueron a
escoltar a la hija del mercader cuando regresaba a su casa, y se pusieron a
hablar muy de prisa. Sabedora de lo que pretendían hacer, la hija del mercader
les dijo:
-Despedazadme cuanto antes.
Así lo hicieron los guardias. Luego
le sacaron el corazón, enterraron sus restos en un estercolero y volvieron a
palacio. La zarina salió a su
encuentro, agarró el corazón, le dio muchas vueltas entre las manos hasta
dejarlo convertido en un huevo y se lo guardó en el bolsillo.
El viejecito se acostó a dormir en
la casa de cristal, pero se despertó en su casita de madera, y rompió a llorar
amargamente. Mucho lloró, sí; pero debía cumplir las órdenes de la hija del
mercader. Hizo un pequeño féretro y salió en busca de la joven. Encontró sus
restos entre el estiércol, los sacó de allí, los juntó, los metió en el féretro
y los sepultó cerca de su casa.
En cuanto al zar, que no estaba enterado de nada, quiso visitar nuevamente a la
hija del mercader. Llegó al sitio de siempre, y no encontró la casa, ni tampoco
a la doncella. Unicamente en el lugar donde estaba enterrada había crecido un
vergel. De regreso a palacio, le refirió a la zarina:
-Por muchas vueltas que he dado, no
he encontrado la casa ni tampoco a la doncella. Sólo había un vergel.
Nada más oírle, la zarina salió al patio y les dijo a los
guardias:
-Id inmediatamente a talar el
vergel de aquel sitio.
Los guardias fueron donde había
crecido el vergel y se pusieron a talarlo; pero todo quedó petrificado.
El zar, que se había quedado intrigado con la aparición de aquel
vergel, quiso verlo de nuevo, y partió a caballo. Al llegar, encontró allí un
niño. ¡Un niño precioso! «Quizá se les haya extraviado a algunos señores que
paseaban por aquí», pensó. Conque se lo llevó al palacio, le condujo a sus
aposentos y le dijo a la zarina:
-Procura no asustarle, mátushka.
En esto se puso el niño a llorar
con tanto desconsuelo, que no había modo de calmarle. Lo intentaron todo, pero
él llora que te llora. La zarina sacó
entonces del bolsillo el huevo en que había transformado el corazón de la hija
del mercader y se lo dio al niño. Este dejó su llanto y se puso a corretear por
los aposentos.
-¡Qué bien le has calmado, mátushka! -exclamó el zar.
El niño salió corriendo al patio, y
el zar le siguió; llegó a la calle,
y el zar le siguió; se encaminó hacia
el campo, y el zar le siguió; fue a
parar al vergel, y el zar le siguió.
Allí se encontró con la doncella a la que había visitado otras veces, y se
llevó una gran alegría. La doncella le dijo entonces:
-Yo soy tu prometida, la hija del
mercader. Y la zarina que tienes por
esposa era mi sirvienta.
Desde allí volvieron juntos al
palacio. La zarina se echó a sus plantas
rogando misericordia.
-Tú no la tuviste conmigo. Una vez
me sacaste los ojos y otra mandaste que me despedazaran.
-¡Guardias! -ordenó el zar. Sacadle ahora mismo a ella los
ojos y soltadla en el campo.
Los guardias le sacaron los ojos a
la falsa zarina y la ataron a unos
caballos, que la arrastraron por el campo donde los soltaron.
En cuanto al zar y su joven esposa, vivieron muchos años felices, viendo
multiplicarse sus bienes. El zar
estaba siempre pendiente de la zarina
y todas las riquezas le parecían pocas para ella.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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