En cierto
reino, en cierto país, vivían un zar
y su esposa. Como no tenían hijos y los deseaban mucho, rogaron fervorosamente
a Dios para que les diera aunque sólo fuera una criatura. El Señor atendió sus
plegarias, y la zarina se quedó
embarazada.
Precisamente
por entonces tuvo que emprender el zar
un largo viaje. Se despidió, pues, de su esposa y partió.
Transcurrido
el debido tiempo, la zarina dio a luz
un varón, el zarévich Iván, tan
hermoso que nadie podría imaginarlo ni descri-birlo. El zarévich crecía a ojos vistas, no por años ni por días, sino por
horas y por minutos, como sube la masa con buena levadura. Llegó a convertirse
en un bogatir tan fuerte, que ninguna
silla aguantaba su peso y hubo de pedirle a su madre que mandara hacer para él
una silla de hierro con puntales.
En esto
volvió el zar de su viaje y su esposa
le dio albricias contándole el hijo tan fuerte que le había dado: un auténtico bogatir.
Pero el zar se resistía a creer que fuese suyo
aquel hijo. Entonces dio un banquete al que invitó a todos los nobles, los boyardos y los consejeros para
preguntarles:
-Decidme
lo que debo hacer con mi esposa infiel: si ejecutarla con el hacha o ahorcarla.
-En vez
de ejecutarla o ahorcarla -opinó uno de los senadores, preferible sería
desterrarlos a ella y al hijo a países remotos y que no se vuelva a saber de
ellos.
El zar aceptó la idea, y al instante
desterró a la madre y al hijo. Estaban ya fuera del recinto de la ciudad cuando
el zarévich Iván dijo:
-Mátushka querida: siéntate aquí a
descansar y espérame, porque yo no pienso salir a pie del reino de mi padre.
El zarévich volvió entonces al palacio y le
pidió un caballo a su padre.
-Llégate
a los prados reales, donde pastan mis yeguadas, y elige el caballo que quieras.
Llegó el zarévich Iván a los prados y se puso a
elegir caballo, pero a todos los derrengaba en cuanto les ponía la mano en el
lomo. Uno de los mozos que los guardaban acudió corriendo y dijo:
-Oyeme, zarévich Iván: aquí no hay ningún
caballo que te sirva. Llévate éste para tu madre, pero tú búscalo para ti en
aquella isla. Allí encontrarás doce robles y debajo de ellos un pasadizo.
En ese
pasadizo hay un caballo sujeto por doce cadenas y encerrado detrás de doce puertas
con doce candados de cincuenta puds[1]
cada uno.
El zarévich Iván le dio las gracias al
mozo, agarró el caballo que le había indicado y volvió donde le esperaba su
madre. A ella la hizo montar en el caballo y él fue caminando a su lado.
Al cabo
del tiempo -no sé si poco o mucho- vieron los doce robles. El zarévich corrió hacia ellos, descubrió
el pasadizo y empezó a derribar puertas y arrancar candados, y el caballo se
puso a ayudarle con los cascos en cuanto barruntó que llegaba un jinete digno
de él. Por fin llegó el zarévich
junto al caballo, le puso unos arneses a su tenor y lo sacó al campo donde
cabalgó en él para probarlo.
-¡Hijo
mío querido! -exclamó la madre. ¿Quieres abandonarme ahora que me has traído a
estos lugares tan inhóspitos y tan desiertos?
-No, mátushka. No te pienso abandonar. Es que
estoy probando mi caballo.
Montaron
una tienda en la isla y allí se quedaron a vivir, alimentándose con lo que Dios
quería mandarles.
-Madre y
señora mía -dijo el zarévich Iván al
cabo de algún tiempo: dame tu bendición para emprender un largo camino. Antes
que seguir viviendo aquí, prefiero partir en busca de mi suerte. ,
Así
partió el zarévich por valles, por
montes y por bosques oscu-ros hasta desembocar en una llanura donde se
vislumbraba a lo lejos una especie de montaña. Intrigado, se acercó de una
carrera y vio que era un bogatir
muerto.
-Parece
haber sido un recio bogatir -meditó
el zarévich- y quizá le haya dado
muerte quien no valía más que una uña suya.
Permaneció
allí pensativo unos instantes, y ya quería reanudar la marcha cuando el bogatir muerto le habló así de pronto:
-¿Cómo es
eso, zarévich Iván? ¿Te basta con
mirarme y no vas a pronunciar ni una palabra? Si me lo pidieras, quizá pudiera
darte un buen consejo. Eres joven, caminas a la buena de Dios, no te imaginas
que vas derechito hacia el reino del Zar del Fuego y que todo el que se
aproxima a menos de treinta verstas[2]
muere abrasado. Empuja mi cuerpo y coge mi escudo y mi espada mágica. Cuando
vayas aproximándote al reino del fuego y notes que te abrasas, protégete con mi
escudo y no temas al calor. Luego, al hallarte ante el zar, no te dejes embaucar. Aséstale un solo golpe y, si le matas,
no me olvides.
El zarévich Iván cogió el escudo y la
espada mágica, llegó al galope hasta el Zar
del Fuego y conforme iba lanzado le descargó un solo golpe. El Zar del Fuego cayó al suelo gritando:
-¡Pega
otra vez!
-Un bogatir ruso pega una sola vez, porque
con una basta.
Cuando el
Zar del Fuego estuvo muerto, el zarévich le registró hasta encontrar un
frasquito que contenía el agua de la muerte y de la vida. Volvió donde yacía el
bogatir muerto, echó pie a tierra,
levantó la cabeza del bogatir, la
juntó al cuerpo y luego la humedeció con el agua de la muerte y de la vida. El bogatir revivió, ambos se dieron el
nombre de hermanos y juntos se pusieron en marcha.
Al cabo
de un rato dijo el bogatir
resucitado:
-Vamos a
medir nuestras fuerzas para ver quién puede más.
-¡Hermano!
Cualquiera diría que no te basta con haber estado treinta y tres años tendido en
pleno campo... Pero yo, por mi parte, no quiero pasarme ahí ni uno solo. Conque
mejor será que nos separemos y tiremos cada uno por un lado.
Y de esa
manera tomaron caminos distintos.
El zarévich Iván regresó donde estaba su
madre, le refirió cómo había vencido al Zar
del Fuego y propuso:
-Ahora
podríamos ir a lo que era su reino, madre y señora.
-Pero,
hijo, ¿por qué le has matado? El Zar
del Fuego era compadre mío...
Marcharon,
sin embargo, a aquel reino y vivieron allí cierto tiempo hasta que al zarévich se le ocurrió salir un día de
caza. La madre sustrajo entonces el frasco del agua de la muerte y de la vida,
fue hasta donde yacía el Zar del
Fuego, juntó su cabeza con el cuerpo y los humedeció con el agua maravillosa.
El Zar del Fuego abrió los ojos
diciendo:
-¡Amable
comadre! Me parece que he dormido mucho tiempo...
-Y
habrías dormido hasta la eternidad, porque el malvado de mi hijo te mató. ¿Qué
haríamos para acabar con él?
-Tengo
una idea. En cuanto vuelva, simula que estás enferma y dile que en tal reino,
allá donde ni siquiera llega el cuervo con sus huesos, crecen todos los meses
unas manzanas que curan cualquier dolencia. Pídele que vaya a buscarlas.
Regresó
el zarévich, y la madre enferma le
pidió manzanas de las que crecían todos los meses. El hijo ensilló su recio
caballo y partió como una flecha al lejano reino, adonde ni siquiera llegaba el
cuervo con sus huesos.
Reinaba
en aquel país una hermosa doncella que precisamente daba entonces un gran
banquete. Uno de los invitados miró casualmente por la ventana y dijo:
-Acaba de
llegar un mancebo montado en un caballo que parece una fiera. El arnés y la
armadura son dignos de un bogatir y
brillan como el oro.
Salió la zarevna a recibirle hasta enmedio del
patio, ella misma le sostuvo el estribo, y cogidos de las blancas manos
entraron juntos en el palacio. La zarevna
ocupó su silla de oro, dejando al bogatir
ruso que tomara asiento a su gusto.
-Con tu
venia -dijo el zarévich Iván al cabo
de un rato, debo confesar que he venido a pedirte un favor.
-Di lo
que deseas, y atenderé tu ruego con sumo gusto.
El zarévich se lo explicó. Siguió el
banquete, siguieron las diver-siones, y luego se prometieron en matrimonio,
jurándose que ningu-no de los dos se desposaría con otra persona.
Llegado
el momento de que el zarévich
emprendiera el camino de regreso, su bella prometida le regaló manzanas de las
que crecían todos los meses, salió a despedirle y le dijo:
-Tengo
entendido que eres un gran cazador y voy a ofrecerte dos perros. ¡Eh, Pesado!
¡Eh, Ligero! Servid al zarévich igual
que me habéis servido a mí y cuidad de qué no le suceda nada, porque, si algo
le pasa, no quiero volver a veros.
Estaba el
zarévich Iván cerca ya de su casa
cuando le vio su madre.
-Ahí
viene nuestro enemigo -le dijo al Zar
del Fuego, y en seguida le encerró detrás de una puerta de madera de ciprés.
El zarévich Iván entró en palacio, encontró
a su madre acostada y le dio las manzanas que crecían todos los meses. De
repente, los perros se lanzaron contra la puerta de ciprés y empezaron a
dentelladas con ella:
-¡Hijo
mío, querido! -exclamó la madre. ¿Qué jauría es ésta? Con lo enferma que
estoy, y esos perros escandalizan arremetiendo contra la puerta...
El zarévich Iván regañó a los perros, y se
echaron a sus pies.
Al día
siguiente salió el zarévich de caza
para distraerse, y la madre corrió a abrir la puerta al Zar del Fuego, pidiéndole que acabara de alguna manera con su hijo.
El Zar del Fuego se marchó entonces a
un lago en cuyas orillas solía descansar un malvado culebrón. Llevaba un rato
acechando -no sé si poco o mucho- cuando el culebrón salió del agua y se quedó
dormido en la arena.
El Zar del Fuego le cortó la cabeza de un
solo tajo, le sacó el veneno y se lo llevó a su comadre.
-Toma -le
dijo-: haz unas tortas para tu hijo,y échale esto a la masa.
Volvió el
zarévich a casa y le pidió a su madre
algo de comer.
-Me
encuentro tan mal -contestó la madre- que sólo he podido cocer estas tortas.
Cómetelas y que te aprovechen.
En cuanto
el zarévich cogió una torta uno de
los perros se la arrancó de las manos.
-¿Qué
perros son éstos, que ni siquiera te dejan comer? -exclamó la madre.
-No
importa. Cogeré otra.
Así lo
hizo, pero el otro perro se la arrebató. Cogió otra torta, y al primer bocado
cayó muerto. La madre abandonó el lecho de un salto, abrió la puerta de ciprés
y dejó salir a su compadre.
-¡Por fin
hemos terminado con este malvado! -gritaba.
Luego le
sacaron los ojos al zarévich,
arrojaron su cuerpo a un pozo y ellos se dedicaron a darse la gran vida.
Los
perros anduvieron dando vueltas alrededor del pozo hasta que lograron sacar al zarévich Iván y se lo llevaron a su
prometida. Ella tenía ya la corazonada de que había muerto. Salió a su
encuentro hasta muy lejos, lo tomó en sus amantes brazos y, después de
acostarlo en el palacio, escribió a una hermana suya pidiéndole unos ojos
mejores todavía y un frasco de agua de la vida y de la muerte. Con ella
estuvieron curándole hasta que el zarévich
se incorporó.
-¡Amada
mía! Me parece que he dormido mucho tiempo.
-Y
gracias a mí no has dormido el sueño eterno -contestó su prometida, contándole
luego todo lo que había hecho su madre.
Después
de vivir allí algún tiempo quiso el zarévich volver a su casa.
-No te
dejes engañar por tu madre, zarévich
Iván -le advirtió su bella prometida.
El zarévich ensilló su caballo y se puso en
camino. La madre le divisó desde lejos y gritó:
-¡Ahí
viene otra vez mi verdugo, y los dos perros con él!
Encerró a
su compadre detrás de la puerta de ciprés y fue a sentarse junto a la ventana,
llorando a todo llorar.
El zarévich llegó al patio, echó pie a
tierra y se dirigió al aposento de su madre. Los perros, que le seguían, se
lanzaron contra la puerta.
-Dame la
llave de esa puerta, mátushka -pidió
entonces el hijo.
Ella se
resistió cuanto pudo, inventando pretextos: que la llave se había perdido, que
no era necesario abrir aquella puerta... Pero el zarévich dio con la llave, abrió la puerta y se encontró con el Zar del Fuego sentado en un sillón.
-¡Pesado!
¡Ligero! -ordenó entonces a sus perros. ¡Llevaos al Zar del Fuego al campo y despedazadlo!
Los
perros obedecieron y lo hicieron pedazos tan pequeños que ni un pájaro habría
tenido dónde picar. El zarévich hizo
luego un arco muy tenso y un flecha de arce y le dijo a su madre:
-Salgamos
nosotros al campo.
Cuando
llegaron al campo tensó el arco, se alejó bastante y añadió:
-Ahora, mátushka, ponte aquí a mi lado: la
flecha de arce se disparará sola y matará al que sea culpable.
La madre
se pegó a él todo lo que pudo, pero la flecha se disparó y le pegó en pleno corazón.
Iba el zarévich Iván a reunirse con su
prometida cuando le sorprendió la noche por el camino. Entonces vio una luz a
lo lejos, y allá se dirigió hasta llegar a una casita donde había una vieja. Se
pusieron a hablar de unas cosas y otras y luego dijo la vieja:
-En
nuestro lago habita un feroz culebrón de doce cabezas que devora a la gente.
Esta noche le llevarán a la propia zarevna
para que la devore. Echaron a suertes y salió ella.
En vez de
acostarse, el zarévich Iván se
encaminó hacia aquel lago al filo de la medianoche. Allí estaba la zarevna, diciendo entre lágrimas:
-Devórame,
de una vez, feroz culebrón, y que terminen mis sufrimientos.
En esto
se desplazó el velo que la cubría, y el zarévich
reconoció a su prometida. También ella le reconoció.
-¡Vete de
aquí! -gritó entonces. Si te quedas, también te devorará a ti el culebrón.
-No me
moveré de aquí -replicó el zarévich.
Estamos prometidos y nos hemos jurado vivir y morir juntos.
En esto
salió del lago el culebrón de las doce cabezas.
-¡Oh,
linda doncella! Veo que te ha salido un valedor. Me alegro. También hay sitio
para él en mi panza.
-¡Maldito
culebrón! -exclamó el zarévich. No
te las prometas tan felices...
Desenvainó
su afilada espada y de un tajo le cercenó seis cabezas. Pegó otro tajo, y le
cortó las demás.
Los
prometidos volvieron luego juntos al reino de la zarevna, donde se desposaron y vivieron muchos años felices.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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