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viernes, 16 de agosto de 2013

La dolencia fingida

En cierto reino, en cierto país, vivían un zar y su esposa. Como no tenían hijos y los deseaban mucho, rogaron fervorosamente a Dios para que les diera aunque sólo fuera una criatura. El Señor atendió sus plegarias, y la zarina se quedó embarazada.
Precisamente por entonces tuvo que emprender el zar un largo viaje. Se despidió, pues, de su esposa y partió.
Transcurrido el debido tiempo, la zarina dio a luz un varón, el zarévich Iván, tan hermoso que nadie podría imaginarlo ni descri-birlo. El zarévich crecía a ojos vistas, no por años ni por días, sino por horas y por minutos, como sube la masa con buena levadura. Llegó a convertirse en un bogatir tan fuerte, que ninguna silla aguantaba su peso y hubo de pedirle a su madre que mandara hacer para él una silla de hierro con puntales.
En esto volvió el zar de su viaje y su esposa le dio albricias contándole el hijo tan fuerte que le había dado: un auténtico bogatir.
Pero el zar se resistía a creer que fuese suyo aquel hijo. Entonces dio un banquete al que invitó a todos los nobles, los boyardos y los consejeros para preguntarles:
-Decidme lo que debo hacer con mi esposa infiel: si ejecutarla con el hacha o ahorcarla.
-En vez de ejecutarla o ahorcarla -opinó uno de los senadores, preferible sería desterrarlos a ella y al hijo a países remotos y que no se vuelva a saber de ellos.
El zar aceptó la idea, y al instante desterró a la madre y al hijo. Estaban ya fuera del recinto de la ciudad cuando el zarévich Iván dijo:
-Mátushka querida: siéntate aquí a descansar y espérame, porque yo no pienso salir a pie del reino de mi padre.
El zarévich volvió entonces al palacio y le pidió un caballo a su padre.
-Llégate a los prados reales, donde pastan mis yeguadas, y elige el caballo que quieras.
Llegó el zarévich Iván a los prados y se puso a elegir caballo, pero a todos los derrengaba en cuanto les ponía la mano en el lomo. Uno de los mozos que los guardaban acudió corriendo y dijo:
-Oyeme, zarévich Iván: aquí no hay ningún caballo que te sirva. Llévate éste para tu madre, pero tú búscalo para ti en aquella isla. Allí encontrarás doce robles y debajo de ellos un pasadizo.
En ese pasadizo hay un caballo sujeto por doce cadenas y encerrado detrás de doce puertas con doce candados de cincuenta puds[1] cada uno.
El zarévich Iván le dio las gracias al mozo, agarró el caballo que le había indicado y volvió donde le esperaba su madre. A ella la hizo montar en el caballo y él fue caminando a su lado.
Al cabo del tiempo -no sé si poco o mucho- vieron los doce robles. El zarévich corrió hacia ellos, descubrió el pasadizo y empezó a derribar puertas y arrancar candados, y el caballo se puso a ayudarle con los cascos en cuanto barruntó que llegaba un jinete digno de él. Por fin llegó el zarévich junto al caballo, le puso unos arneses a su tenor y lo sacó al campo donde cabalgó en él para probarlo.
-¡Hijo mío querido! -exclamó la madre. ¿Quieres abandonarme ahora que me has traído a estos lugares tan inhóspitos y tan desiertos?
-No, mátushka. No te pienso abandonar. Es que estoy probando mi caballo.
Montaron una tienda en la isla y allí se quedaron a vivir, alimentándose con lo que Dios quería mandarles.
-Madre y señora mía -dijo el zarévich Iván al cabo de algún tiempo: dame tu bendición para emprender un largo camino. Antes que seguir viviendo aquí, prefiero partir en busca de mi suerte.       ,
Así partió el zarévich por valles, por montes y por bosques oscu-ros hasta desembocar en una llanura donde se vislumbraba a lo lejos una especie de montaña. Intrigado, se acercó de una carrera y vio que era un bogatir muerto.
-Parece haber sido un recio bogatir -meditó el zarévich- y quizá le haya dado muerte quien no valía más que una uña suya.
Permaneció allí pensativo unos instantes, y ya quería reanudar la marcha cuando el bogatir muerto le habló así de pronto:
-¿Cómo es eso, zarévich Iván? ¿Te basta con mirarme y no vas a pronunciar ni una palabra? Si me lo pidieras, quizá pudiera darte un buen consejo. Eres joven, caminas a la buena de Dios, no te imaginas que vas derechito hacia el reino del Zar del Fuego y que todo el que se aproxima a menos de treinta verstas[2] muere abrasado. Empuja mi cuerpo y coge mi escudo y mi espada mágica. Cuando vayas aproximándote al reino del fuego y notes que te abrasas, protégete con mi escudo y no temas al calor. Luego, al hallarte ante el zar, no te dejes embaucar. Aséstale un solo golpe y, si le matas, no me olvides.
El zarévich Iván cogió el escudo y la espada mágica, llegó al galope hasta el Zar del Fuego y conforme iba lanzado le descargó un solo golpe. El Zar del Fuego cayó al suelo gritando:
-¡Pega otra vez!
-Un bogatir ruso pega una sola vez, porque con una basta.
Cuando el Zar del Fuego estuvo muerto, el zarévich le registró hasta encontrar un frasquito que contenía el agua de la muerte y de la vida. Volvió donde yacía el bogatir muerto, echó pie a tierra, levantó la cabeza del bogatir, la juntó al cuerpo y luego la humedeció con el agua de la muerte y de la vida. El bogatir revivió, ambos se dieron el nombre de hermanos y juntos se pusieron en marcha.
Al cabo de un rato dijo el bogatir resucitado:
-Vamos a medir nuestras fuerzas para ver quién puede más.
-¡Hermano! Cualquiera diría que no te basta con haber estado treinta y tres años tendido en pleno campo... Pero yo, por mi parte, no quiero pasarme ahí ni uno solo. Conque mejor será que nos separemos y tiremos cada uno por un lado.
Y de esa manera tomaron caminos distintos.
El zarévich Iván regresó donde estaba su madre, le refirió cómo había vencido al Zar del Fuego y propuso:
-Ahora podríamos ir a lo que era su reino, madre y señora.
-Pero, hijo, ¿por qué le has matado? El Zar del Fuego era compadre mío...
Marcharon, sin embargo, a aquel reino y vivieron allí cierto tiempo hasta que al zarévich se le ocurrió salir un día de caza. La madre sustrajo entonces el frasco del agua de la muerte y de la vida, fue hasta donde yacía el Zar del Fuego, juntó su cabeza con el cuerpo y los humedeció con el agua maravillosa. El Zar del Fuego abrió los ojos diciendo:
-¡Amable comadre! Me parece que he dormido mucho tiempo...
-Y habrías dormido hasta la eternidad, porque el malvado de mi hijo te mató. ¿Qué haríamos para acabar con él?
-Tengo una idea. En cuanto vuelva, simula que estás enferma y dile que en tal reino, allá donde ni siquiera llega el cuervo con sus huesos, crecen todos los meses unas manzanas que curan cualquier dolencia. Pídele que vaya a buscarlas.
Regresó el zarévich, y la madre enferma le pidió manzanas de las que crecían todos los meses. El hijo ensilló su recio caballo y partió como una flecha al lejano reino, adonde ni siquiera llegaba el cuervo con sus huesos.
Reinaba en aquel país una hermosa doncella que precisamente daba entonces un gran banquete. Uno de los invitados miró casualmente por la ventana y dijo:
-Acaba de llegar un mancebo montado en un caballo que parece una fiera. El arnés y la armadura son dignos de un bogatir y brillan como el oro.
Salió la zarevna a recibirle hasta enmedio del patio, ella misma le sostuvo el estribo, y cogidos de las blancas manos entraron juntos en el palacio. La zarevna ocupó su silla de oro, dejando al bogatir ruso que tomara asiento a su gusto.
-Con tu venia -dijo el zarévich Iván al cabo de un rato, debo confesar que he venido a pedirte un favor.
-Di lo que deseas, y atenderé tu ruego con sumo gusto.
El zarévich se lo explicó. Siguió el banquete, siguieron las diver-siones, y luego se prometieron en matrimonio, jurándose que ningu-no de los dos se desposaría con otra persona.
Llegado el momento de que el zarévich emprendiera el camino de regreso, su bella prometida le regaló manzanas de las que crecían todos los meses, salió a despedirle y le dijo:
-Tengo entendido que eres un gran cazador y voy a ofrecerte dos perros. ¡Eh, Pesado! ¡Eh, Ligero! Servid al zarévich igual que me habéis servido a mí y cuidad de qué no le suceda nada, porque, si algo le pasa, no quiero volver a veros.
Estaba el zarévich Iván cerca ya de su casa cuando le vio su madre.
-Ahí viene nuestro enemigo -le dijo al Zar del Fuego, y en seguida le encerró detrás de una puerta de madera de ciprés.
El zarévich Iván entró en palacio, encontró a su madre acostada y le dio las manzanas que crecían todos los meses. De repente, los perros se lanzaron contra la puerta de ciprés y empezaron a dentelladas con ella:
-¡Hijo mío, querido! -exclamó la madre. ¿Qué jauría es ésta? Con lo enferma que estoy, y esos perros escandalizan arremetiendo contra la puerta...
El zarévich Iván regañó a los perros, y se echaron a sus pies.
Al día siguiente salió el zarévich de caza para distraerse, y la madre corrió a abrir la puerta al Zar del Fuego, pidiéndole que acabara de alguna manera con su hijo. El Zar del Fuego se marchó entonces a un lago en cuyas orillas solía descansar un malvado culebrón. Llevaba un rato acechando -no sé si poco o mucho- cuando el culebrón salió del agua y se quedó dormido en la arena.
El Zar del Fuego le cortó la cabeza de un solo tajo, le sacó el veneno y se lo llevó a su comadre.
-Toma -le dijo-: haz unas tortas para tu hijo,y échale esto a la masa.
Volvió el zarévich a casa y le pidió a su madre algo de comer.
-Me encuentro tan mal -contestó la madre- que sólo he podido cocer estas tortas. Cómetelas y que te aprovechen.
En cuanto el zarévich cogió una torta uno de los perros se la arrancó de las manos.
-¿Qué perros son éstos, que ni siquiera te dejan comer? -exclamó la madre.
-No importa. Cogeré otra.
Así lo hizo, pero el otro perro se la arrebató. Cogió otra torta, y al primer bocado cayó muerto. La madre abandonó el lecho de un salto, abrió la puerta de ciprés y dejó salir a su compadre.
-¡Por fin hemos terminado con este malvado! -gritaba.
Luego le sacaron los ojos al zarévich, arrojaron su cuerpo a un pozo y ellos se dedicaron a darse la gran vida.
Los perros anduvieron dando vueltas alrededor del pozo hasta que lograron sacar al zarévich Iván y se lo llevaron a su prometida. Ella tenía ya la corazonada de que había muerto. Salió a su encuentro hasta muy lejos, lo tomó en sus amantes brazos y, después de acostarlo en el palacio, escribió a una hermana suya pidiéndole unos ojos mejores todavía y un frasco de agua de la vida y de la muerte. Con ella estuvieron curándole hasta que el zarévich se incorporó.
-¡Amada mía! Me parece que he dormido mucho tiempo.
-Y gracias a mí no has dormido el sueño eterno -contestó su prometida, contándole luego todo lo que había hecho su madre.
Después de vivir allí algún tiempo quiso el zarévich volver a su casa.
-No te dejes engañar por tu madre, zarévich Iván -le advirtió su bella prometida.
El zarévich ensilló su caballo y se puso en camino. La madre le divisó desde lejos y gritó:
-¡Ahí viene otra vez mi verdugo, y los dos perros con él!
Encerró a su compadre detrás de la puerta de ciprés y fue a sentarse junto a la ventana, llorando a todo llorar.
El zarévich llegó al patio, echó pie a tierra y se dirigió al aposento de su madre. Los perros, que le seguían, se lanzaron contra la puerta.
-Dame la llave de esa puerta, mátushka -pidió entonces el hijo.
Ella se resistió cuanto pudo, inventando pretextos: que la llave se había perdido, que no era necesario abrir aquella puerta... Pero el zarévich dio con la llave, abrió la puerta y se encontró con el Zar del Fuego sentado en un sillón.
-¡Pesado! ¡Ligero! -ordenó entonces a sus perros. ¡Llevaos al Zar del Fuego al campo y despedazadlo!
Los perros obedecieron y lo hicieron pedazos tan pequeños que ni un pájaro habría tenido dónde picar. El zarévich hizo luego un arco muy tenso y un flecha de arce y le dijo a su madre:
-Salgamos nosotros al campo.
Cuando llegaron al campo tensó el arco, se alejó bastante y añadió:
-Ahora, mátushka, ponte aquí a mi lado: la flecha de arce se disparará sola y matará al que sea culpable.
La madre se pegó a él todo lo que pudo, pero la flecha se disparó y le pegó en pleno corazón.
Iba el zarévich Iván a reunirse con su prometida cuando le sorprendió la noche por el camino. Entonces vio una luz a lo lejos, y allá se dirigió hasta llegar a una casita donde había una vieja. Se pusieron a hablar de unas cosas y otras y luego dijo la vieja:
-En nuestro lago habita un feroz culebrón de doce cabezas que devora a la gente. Esta noche le llevarán a la propia zarevna para que la devore. Echaron a suertes y salió ella.
En vez de acostarse, el zarévich Iván se encaminó hacia aquel lago al filo de la medianoche. Allí estaba la zarevna, diciendo entre lágrimas:
-Devórame, de una vez, feroz culebrón, y que terminen mis sufrimientos.
En esto se desplazó el velo que la cubría, y el zarévich reconoció a su prometida. También ella le reconoció.
-¡Vete de aquí! -gritó entonces. Si te quedas, también te devorará a ti el culebrón.
-No me moveré de aquí -replicó el zarévich. Estamos prometidos y nos hemos jurado vivir y morir juntos.
En esto salió del lago el culebrón de las doce cabezas.
-¡Oh, linda doncella! Veo que te ha salido un valedor. Me alegro. También hay sitio para él en mi panza.
-¡Maldito culebrón! -exclamó el zarévich. No te las prometas tan felices...
Desenvainó su afilada espada y de un tajo le cercenó seis cabezas. Pegó otro tajo, y le cortó las demás.
Los prometidos volvieron luego juntos al reino de la zarevna, donde se desposaron y vivieron muchos años felices.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] Pud: Antigua medida de peso igual a 16,3 kilos.
[2] Versta: Antigua medida igual a 1,06 km.

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