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viernes, 16 de agosto de 2013

La leche de fieras

¿Habéis oído hablar del Culebrón Culebrero? Pues, entonces, ya sabéis cómo es y cuáles son sus artimañas. Pero si no habéis oído hablar de él os contaré la historia de cómo solía visitar a una hermosa princesa, fingiéndose el más apuesto de los galanes y el más gallardo de los jóvenes.
La princesa tenía las cejas negras y era hermosa, en efecto, pero excesivamente altiva. Apenas se dignaba hablar con sus iguales. En cuanto a la gente del pueblo, ni podía acercarse a ella. Unicamente con el Culebrón Culebrero andaba siempre de cuchicheos. ¿De qué habla-rían? ¡Cualquiera sabe!...
En cuanto a su esposo, el muy noble príncipe Iván, solía dedicarse a la caza según los hábitos cortesanos. Y la verdad es que sus jaurías eran algo regio. Aparte de los perros, los halcones y los azores, que le servían fielmente, también los zorros y las liebres, al igual que todos los demás animales de pelo y de pluma, le rendían tributo, cada cual según sus artes: el zorro con su astucia, la liebre con su agilidad, el águila con el ala y el cuervo con el pico...
En una palabra, que el muy noble príncipe Iván era invencible en la caza y le podía incluso al Culebrón Culebrero. Y eso, a pesar de todas las artimañas que conocía el Culebrón. Por mucho que se las ingeniaba, por muchas vueltas que le daba, no conseguía terminar con el príncipe. Pero le ayudó la princesa. Puso sus límpidos ojos en blanco, dejó caer sus manos delicadas y se acostó fingiéndose enferma. El príncipe, muy pre-ocupado, buscaba remedios para ella.
-Lo único que podría sanarme -dijo la princesa- es leche de loba: tengo que lavarme y enjuagarme con ella.
El marido partió en seguida con sus jaurías en busca de una loba que le diera leche. Encontraron una; pero, en cuanto vio al muy noble príncipe, el animal se echó a sus pies rogando lastimera-mente:
-Ten compasión de mí, noble príncipe Iván, y cumpliré todas tus órdenes.
-Necesito leche tuya.
La loba obedeció inmediatamente y, además de la leche, le regaló un lobato en prueba de gratitud.
El príncipe Iván dejó el lobato en sus jaurías y le llevó la leche de loba a su mujer, que acariciaba la esperanza de que pereciese en aquella cacería. Pero, cuando llegó el príncipe, no le quedó otro remedio que lavarse y enjuagarse con la leche de la loba y abandonar luego el lecho como si no hubiera estado enferma. El príncipe se llevó una gran alegría.
Al cabo de cierto tiempo -no sé si mucho o poco, la princesa cayó nuevamente en cama.
-Lo único que puedes hacer por mí -dijo- es traerme leche de osa.
El príncipe Iván reunió sus jaurías y fue en busca de una osa que le diera leche. Encontró una; pero el animal, barruntando una desgracia, cayó a sus plantas y le pidió llorando:
-Ten compasión de mí y cumpliré todas tus órdenes.
-Bueno. Pues dame leche de la tuya.
La osa obedeció y le regaló un osezno como prueba de gratitud.
El príncipe Iván regresó una vez más sano y salvo junto a su esposa.
-Querido mío -le dijo entonces la princesa, hazme un último favor para demostrarme tu cariño; tráeme leche de leona, y ya no enfermaré, sino que estaré siempre cantando y me pasaré los días divirtiéndote.
Quiso el más noble de los príncipes ver a su esposa alegre y sana, y salió en busca de una leona. La empresa no era fácil por tratarse de un animal de países lejanos. Partió con todos los animales que le ayudaban en sus cacerías. Los lobos y los osos se dispersaron por montes y valles, los halcones y los azores se remontaron hasta los cielos, revolotearon por los matorrales y los bosques... Y una leona se tendió a los pies del príncipe Iván con la humildad de una esclava.
El príncipe Iván trajo leche de leona a su esposa, que así sanó y recobró su alegría, pero al poco tiempo pidió otra vez:
-Esposo mío, esposo amado: ahora he recobrado la salud y la alegría, pero sería aún más bella si tú me trajeras unos polvos mágicos que se encuentran detrás de doce puertas y de doce candados en los doce rincones del molino del diablo.
Y allá fue el príncipe... Se conoce que tal era su destino. Cuando llegó al molino, los candados y las puertas fueron abriéndose delante de él. Cogió polvos mágicos de los doce rincones y volvió para atrás. Conforme se marchaba, las puertas y los candados iban cerrándose detrás de él. Salió el príncipe, pero todos los animales que le acompañaban se quedaron dentro, rugiendo y gritando, arremetiendo contra las puertas con uñas y dientes.
El príncipe Iván se quedó allí un buen rato por ver si salían, hasta que emprendió el camino de vuelta, triste y solo, con dolor de corazón y frío en el alma. Cuando llegó a su casa se encontró a su mujer tan campante, yendo de un lado para otro, joven y alegre, y al Culebrón Culebrero mangoneando como si fuera el amo.
-¡Hola, príncipe Iván! Mira el regalo que te tengo preparado: un nudo de seda para el cuello.
-Aguarda un poco Culebrón -objetó el príncipe. Comprendo que estoy a merced tuya, pero no quisiera morir tristemente. Deja que te cante tres canciones.
El príncipe cantó una canción y el Culebrón la escuchó. Un cuervo que se había quedado picoteando una carroña, y por eso no cayó en la trampa con los demás animales, le gritó entonces:
-¡Canta, canta, príncipe Iván! ¡Tus jaurías han destrozado ya tres puertas!
Cantó el príncipe otra canción, y el cuervo gritó:
-¡Canta, canta, que tus jaurías destrozan ya la novena puerta!
-¡Basta ya! ¡Se acabó! -silbó el Culebrón. ¡Alarga el cuello y mete la cabeza por el nudo!
-Escucha esta otra, Culebrón Culebrero. La canté cuando iba a casarme y ahora la cantaré antes de bajar a la tumba.
El príncipe entonó la tercera canción, y el cuervo gritó:
-¡Canta, canta, príncipe Iván! ¡Tus jaurías están echando abajo el último candado!
El príncipe Iván terminó de cantar, alargó el cuello y gritó por última vez:
-¡Adiós, luz del día! ¡Adiós jaurías mías!
Pero las jaurías llegaban tan a punto, amenazadoras como un nubarrón, tan numerosas como un regimiento. Las fieras despedazaron al Culebrón, las aves mataron a picotazos a la princesa, y así se quedó el noble príncipe Iván hasta el final de sus días, solo con sus jaurías y sus tristes recuerdos, aunque hubiera merecido mejor suerte.
Cuenta la gente que en otros tiempos abundaban los hombres tan gallardos, pero a nosotros sólo nos han llegado en los cuentos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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