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viernes, 16 de agosto de 2013

La montaña de oro

El hijo de un mercader, que había despilfarrado todos sus bienes en juergas, llegó al extremo de no tener nada que llevarse a la boca. Entonces agarró una pala y fue a la plaza del mercado, esperando que alguien le ofreciera trabajo.
En esto llegó un rico mercader en una carroza dorada. Nada más verle, todos los jornaleros que andaban por allí escaparon a esconderse por los rincones. El único que quedó en la plaza fue el hijo del mercader.
-¿Buscas trabajo, muchacho? Yo te lo puedo ofrecer -dijo el mercader rico.
-De acuerdo. Para eso he venido a la plaza. 
-¿Y qué salario quieres?
-Me basta con cien rublos diarios.
-¿Por qué pides tanto?
-Si te parece mucho, busca a otro que pida menos. Ya ves que todos los que estaban aquí han escapado en cuanto apareciste.
-Está bien. Te espero mañana en el embarcadero.
A la mañana siguiente llegó el hijo del mercader al embarcadero, donde su patrono estaba esperándole ya hacía rato. Subieron a un barco y se hicieron a la mar.
Al cabo de mucho navegar divisaron una isla en medio del mar. La isla estaba cubierta de altas montañas y, justo en la orilla, se alzaba algo que resplandecía como una hoguera.
-Parece que hay fuego -dijo el hijo del mercader.
-No. Es el resplandor de mi palacio de oro.
Atracaron en la isla y bajaron a tierra, donde acudieron a recibirlos la esposa y la hija del rico mercader. La hija era tan linda, que nadie podría imaginársela más que en un cuento de hadas.
Después de saludarse, entraron todos en el palacio, y el nuevo jornalero también. Se sentaron a la mesa y se pusieron a comer, a beber y a divertirse.
-Un día es un día -dijo el patrono. Hoy vamos a pasarlo bien y mañana pondremos manos a la obra.
El nuevo jornalero era un muchacho bien parecido, alto, fuerte, tenía el cutis fino... En una palabra, que le gustó a la hija del rico mercader. Conque pasó a otro aposento, le llamó con sigilo y le dijo entregándole una piedra y un eslabón:
-Toma, que te servirá cuando te encuentres en un apuro.
Al día siguiente llevó el rico mercader a su jornalero hacia una gran, montaña de oro, tan lisa que no se podía trepar a ella ni a pie ni a rastras.
-Echaremos un trago primero -dijo el patrono ofreciéndole al jornalero un vaso en el que había mezclado una pótima, de manera que el muchacho se quedó dormido en cuanto lo bebió.
El mercader agarró entonces un cuchillo, mató un jamelgo, lo vació, metió dentro de la panza al jornalero con su pala, volvió a coserlo y él se escondió detrás de unos matorrales. De pronto llegaron volando unos cuervos negros, con los picos de hierro, agarraron aquella carroña, la llevaron hasta lo alto de la montaña y allí empezaron a comérsela. Habían devorado ya la carne del jamelgo y se disponían a emprenderla con el jornalero, cuando éste se despertó, espantó a los cuervos negros y, mirando hacia todas partes, preguntó:
-¿Dónde estoy?
-Estás en lo alto de la montaña de oro -contestó desde abajo el rico mercader. Agarra la pala y ponte a cavar.
El jornalero obedeció y estuvo muchas horas cavando y echando hacia abajo paletadas de oro, que el mercader amontonaba en unos carros. Al atardecer tenía ya nueve carros llenos.
-¡Basta! -gritó desde abajo. Gracias por tu trabajo, y adiós.
-¿Y yo qué?
-Eso es cosa tuya. Allá arriba han muerto ya noventa y nueve; de manera que, contigo, harán justo un centenar -contestó el rico mercader y se marchó.
«¿Qué hago yo ahora? -se preguntaba el jornalero. Puesto que es imposible bajar de la montaña, tendré que morirme aquí de hambre.»
Y allí estaba, en lo alto de la montaña, mientras se cernían sobre él, barruntando ya su presa, los cuervos negros con los picos de hierro.
Empezó a repasar mentalmente todo lo sucedido y entonces recordó a la bella muchacha que le había llamado aparte para darle piedra y eslabón diciendo: «Toma, que te servirá cuando te encuentres en un apuro.»
-¡Seguro que lo dijo con su cuenta y razón! -exclamó-. Voy a probar.
Agarró la piedra, pegó en ella una vez con el eslabón, y al instante aparecieron dos mocetones:
-¿Qué quieres? ¿Qué deseas?
-Quiero que me bajéis de la montaña y me dejéis en la orilla del mar.
No había terminado de hablar, cuando los dos mocetones le bajaron con mucho cuidado de la montaña.
Caminaba a lo largo de la orilla, cuando vio pasar un barco cerca de la isla.
-¡Ah del barco! -gritó. ¡Dejadme subir a bordo, buenas gentes!
-¡Imposible, hermano! En el tiempo que perderíamos mientras te recogiéra-mos podemos hacer cien verstas.
Los navegantes pasaron de largo, pero al doblar la isla soplaron vientos contrarios y se desencadenó una tempestad.
-Ese hombre debe de tener algún poder especial -se dijeron. Mejor será que volvamos y le tomemos a bordo.
Viraron, atracaron en la isla, tomaron a bordo al hijo del mercader y lo condujeron hasta su ciudad.
Transcurrió algún tiempo -no sé si poco o mucho, y el hijo del mercader agarró una pala y fue a la plaza del mercado a esperar que alguien le ofreciera trabajo. Volvió a presentarse el rico mercader en su carroza dorada y los jornaleros se dispersaron, escondiéndose por los rincones en cuanto le vieron. Sólo quedó nuestro buen mozo.
-¿Quieres trabajar para mí? -preguntó el rico mercader.
-Bueno. Págame doscientos rublos al día y dime lo que debo hacer.
-¡Qué caro!
-Pues si te parece caro, busca a otro que cobre más barato. Aquí había un montón de gente, pero han escapado en cuanto apareciste.
-Está bien. Te espero mañana en el muelle.
A la mañana siguiente se encontraron en el muelle, montaron en un barco y pusieron rumbo a la isla. Allí pasaron un día de asueto, pero al siguiente se encaminaron hacia la montaña de oro. Cuando llegaron, el rico mercader le ofreció un vaso al jornalero:
-Toma: bebe antes de empezar.
-Gracias, mi amo, pero tú eres el que manda y debes beber primero. Permite que te invite yo.
Nuestro muchacho, que se había procurado ya antes un somnífero, le escanció un vaso entero de su bebida al mercader, y éste se quedó profundamente dormido nada más apurarlo. El jornalero mató entonces a un jamelgo, le sacó los intestinos, metió a su amo en el vientre del jamelgo, luego metió también la pala, cosió la piel y se escondió entre unos matorrales.
De pronto llegaron unos cuervos negros, con los picos de hierro, agarraron aquella carroña, se remontaron con ella hasta lo alto de la montaña y la emprendieron a picotazos. El rico mercader se despertó, miró a su alrededor y preguntó:
-¿Dónde estoy?
-En la montaña. Agarra la pála y ponte a cavar. Si cavas mucho oro te diré cómo puedes bajar.
El rico mercader empuñó la pala y estuvo cavando hasta llenar doce carros.
-¡Bueno, ya basta! -gritó el muchacho. Gracias por tu trabajo, y adiós.
-¿Y qué hago yo?
-Eso es cosa tuya. Allá arriba han muerto ya noventa y nueve; de manera que, contigo, harán justo un centenar.
Después de estas palabras, el muchacho se llevó los doce carros, llegó al palacio de oro y se casó con la linda doncella, hija del rico mercader. Dueño ya de todas aquellas riquezas, se marchó con su familia a vivir a la capital.
En cuanto al rico mercader, quedó en lo alto de la montaña, donde lo devoraron los cuervos negros con sus picos de hierro.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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