El hijo
de un mercader, que había despilfarrado todos sus bienes en juergas, llegó al
extremo de no tener nada que llevarse a la boca. Entonces agarró una pala y fue
a la plaza del mercado, esperando que alguien le ofreciera trabajo.
En esto
llegó un rico mercader en una carroza dorada. Nada más verle, todos los
jornaleros que andaban por allí escaparon a esconderse por los rincones. El
único que quedó en la plaza fue el hijo del mercader.
-¿Buscas
trabajo, muchacho? Yo te lo puedo ofrecer -dijo el mercader rico.
-De
acuerdo. Para eso he venido a la plaza.
-¿Y qué salario quieres?
-¿Y qué salario quieres?
-Me basta
con cien rublos diarios.
-¿Por qué
pides tanto?
-Si te
parece mucho, busca a otro que pida menos. Ya ves que todos los que estaban
aquí han escapado en cuanto apareciste.
-Está
bien. Te espero mañana en el embarcadero.
A la
mañana siguiente llegó el hijo del mercader al embarcadero, donde su patrono
estaba esperándole ya hacía rato. Subieron a un barco y se hicieron a la mar.
Al cabo
de mucho navegar divisaron una isla en medio del mar. La isla estaba cubierta
de altas montañas y, justo en la orilla, se alzaba algo que resplandecía como
una hoguera.
-Parece
que hay fuego -dijo el hijo del mercader.
-No. Es
el resplandor de mi palacio de oro.
Atracaron
en la isla y bajaron a tierra, donde acudieron a recibirlos la esposa y la hija
del rico mercader. La hija era tan linda, que nadie podría imaginársela más que
en un cuento de hadas.
Después
de saludarse, entraron todos en el palacio, y el nuevo jornalero también. Se
sentaron a la mesa y se pusieron a comer, a beber y a divertirse.
-Un día
es un día -dijo el patrono. Hoy vamos a pasarlo bien y mañana pondremos manos
a la obra.
El nuevo
jornalero era un muchacho bien parecido, alto, fuerte, tenía el cutis fino...
En una palabra, que le gustó a la hija del rico mercader. Conque pasó a otro
aposento, le llamó con sigilo y le dijo entregándole una piedra y un eslabón:
-Toma,
que te servirá cuando te encuentres en un apuro.
Al día
siguiente llevó el rico mercader a su jornalero hacia una gran, montaña de oro,
tan lisa que no se podía trepar a ella ni a pie ni a rastras.
-Echaremos
un trago primero -dijo el patrono ofreciéndole al jornalero un vaso en el que
había mezclado una pótima, de manera que el muchacho se quedó dormido en cuanto
lo bebió.
El
mercader agarró entonces un cuchillo, mató un jamelgo, lo vació, metió dentro
de la panza al jornalero con su pala, volvió a coserlo y él se escondió detrás
de unos matorrales. De pronto llegaron volando unos cuervos negros, con los
picos de hierro, agarraron aquella carroña, la llevaron hasta lo alto de la
montaña y allí empezaron a comérsela. Habían devorado ya la carne del jamelgo y
se disponían a emprenderla con el jornalero, cuando éste se despertó, espantó a
los cuervos negros y, mirando hacia todas partes, preguntó:
-¿Dónde
estoy?
-Estás en
lo alto de la montaña de oro -contestó desde abajo el rico mercader. Agarra la
pala y ponte a cavar.
El
jornalero obedeció y estuvo muchas horas cavando y echando hacia abajo
paletadas de oro, que el mercader amontonaba en unos carros. Al atardecer tenía
ya nueve carros llenos.
-¡Basta!
-gritó desde abajo. Gracias por tu trabajo, y adiós.
-¿Y yo
qué?
-Eso es
cosa tuya. Allá arriba han muerto ya noventa y nueve; de manera que, contigo,
harán justo un centenar -contestó el rico mercader y se marchó.
«¿Qué
hago yo ahora? -se preguntaba el jornalero. Puesto que es imposible bajar de
la montaña, tendré que morirme aquí de hambre.»
Y allí
estaba, en lo alto de la montaña, mientras se cernían sobre él, barruntando ya
su presa, los cuervos negros con los picos de hierro.
Empezó a
repasar mentalmente todo lo sucedido y entonces recordó a la bella muchacha que
le había llamado aparte para darle piedra y eslabón diciendo: «Toma, que te
servirá cuando te encuentres en un apuro.»
-¡Seguro
que lo dijo con su cuenta y razón! -exclamó-. Voy a probar.
Agarró la
piedra, pegó en ella una vez con el eslabón, y al instante aparecieron dos
mocetones:
-¿Qué
quieres? ¿Qué deseas?
-Quiero
que me bajéis de la montaña y me dejéis en la orilla del mar.
No había
terminado de hablar, cuando los dos mocetones le bajaron con mucho cuidado de
la montaña.
Caminaba
a lo largo de la orilla, cuando vio pasar un barco cerca de la isla.
-¡Ah del
barco! -gritó. ¡Dejadme subir a bordo, buenas gentes!
-¡Imposible,
hermano! En el tiempo que perderíamos mientras te recogiéra-mos podemos hacer
cien verstas.
Los
navegantes pasaron de largo, pero al doblar la isla soplaron vientos contrarios
y se desencadenó una tempestad.
-Ese
hombre debe de tener algún poder especial -se dijeron. Mejor será que volvamos
y le tomemos a bordo.
Viraron,
atracaron en la isla, tomaron a bordo al hijo del mercader y lo condujeron
hasta su ciudad.
Transcurrió
algún tiempo -no sé si poco o mucho, y el hijo del mercader agarró una pala y
fue a la plaza del mercado a esperar que alguien le ofreciera trabajo. Volvió a
presentarse el rico mercader en su carroza dorada y los jornaleros se
dispersaron, escondiéndose por los rincones en cuanto le vieron. Sólo quedó
nuestro buen mozo.
-¿Quieres
trabajar para mí? -preguntó el rico mercader.
-Bueno.
Págame doscientos rublos al día y dime lo que debo hacer.
-¡Qué
caro!
-Pues si
te parece caro, busca a otro que cobre más barato. Aquí había un montón de
gente, pero han escapado en cuanto apareciste.
-Está
bien. Te espero mañana en el muelle.
A la
mañana siguiente se encontraron en el muelle, montaron en un barco y pusieron
rumbo a la isla. Allí pasaron un día de asueto, pero al siguiente se
encaminaron hacia la montaña de oro. Cuando llegaron, el rico mercader le
ofreció un vaso al jornalero:
-Toma:
bebe antes de empezar.
-Gracias,
mi amo, pero tú eres el que manda y debes beber primero. Permite que te invite
yo.
Nuestro
muchacho, que se había procurado ya antes un somnífero, le escanció un vaso
entero de su bebida al mercader, y éste se quedó profundamente dormido nada más
apurarlo. El jornalero mató entonces a un jamelgo, le sacó los intestinos,
metió a su amo en el vientre del jamelgo, luego metió también la pala, cosió la
piel y se escondió entre unos matorrales.
De pronto
llegaron unos cuervos negros, con los picos de hierro, agarraron aquella
carroña, se remontaron con ella hasta lo alto de la montaña y la emprendieron a
picotazos. El rico mercader se despertó, miró a su alrededor y preguntó:
-¿Dónde
estoy?
-En la
montaña. Agarra la pála y ponte a cavar. Si cavas mucho oro te diré cómo puedes
bajar.
El rico
mercader empuñó la pala y estuvo cavando hasta llenar doce carros.
-¡Bueno,
ya basta! -gritó el muchacho. Gracias por tu trabajo, y adiós.
-¿Y qué
hago yo?
-Eso es
cosa tuya. Allá arriba han muerto ya noventa y nueve; de manera que, contigo,
harán justo un centenar.
Después
de estas palabras, el muchacho se llevó los doce carros, llegó al palacio de
oro y se casó con la linda doncella, hija del rico mercader. Dueño ya de todas
aquellas riquezas, se marchó con su familia a vivir a la capital.
En cuanto
al rico mercader, quedó en lo alto de la montaña, donde lo devoraron los
cuervos negros con sus picos de hierro.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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