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viernes, 16 de agosto de 2013

La princesa hechizada

En cierto reino, en cierto país, vivía un famoso mercader. Tenía un hijo llamado Iván. El mercader cargó una vez sus barcos, dejó la casa y los comercios a cargo de la mujer y del hijo y emprendió un largo viaje.
Navegó un mes, dos, tres... y arribó a tierras extrañas donde compró mercaderías de aquellos lugares y vendió las suyas a buen precio.
Entre tanto, su hijo Iván se hallaba en un gran apuro. Irritados por su buena suerte en los negocios, los demás mercaderes y los burgueses presentaron juntos una demanda, diciendo que el hijo del mercader Fulano de Tal era un ladrón y un juerguista indigno de hallarse en su corporación. Y se le condenó a servir de soldado. Le afeitaron la cabeza, y el pobre fue enviado a un regimiento.
Pasaba el tiempo. Iván hacía su servicio y sufría calamidades. Transcurridos diez años, sintió el deseo de ir por su tierra. Solicitó un permiso, obtuvo licencia por seis meses y se puso en camino.
El padre y la madre se llevaron una gran alegría al verle. Iván pasó con ellos todo el tiempo que pudo, pero llegó el momento de emprender el regreso. El padre le condujo entonces a unos sótanos profundos, llenos de monedas de oro y de plata, y le dijo:
-Hijo querido: toma todo el dinero que quieras.
Iván se llenó los bolsillos, les pidió al padre y a la madre su bendición eterna, se despidió de todos los familiares y marchó hacia su regimiento, montado en un hermoso caballo que le había comprado su padre.
Después de aquella separación le embargó al bravo muchacho una pesadumbre tan grande que, al encontrarse un mesón en el camino, entró a echar un trago para ahogar su pena. Bebió unas copas y le pareció poco. Volvió a beber, se le subió a la cabeza y se quedó dormido.
Unos rateros que rondaban por el mesón le sacaron de los bolsillos hasta el último kópek.
Cuando se despertó Iván, el hijo del mercader, con la bolsa vacía, se llevó un gran disgusto, pero reanudó su camino. Le sorprendió la noche en lugares bastante solitarios. Siguió adelante hasta dar con otro mesón. Cerca del mesón había un poste y en el poste un cartel diciendo que quien pasara allí la noche habría de pagar cien rublos.
¿Qué iba a hacer? No era cosa de morirse de hambre, ¿verdad? Conque llamó al portón. Le abrió un muchachuelo que le hizo pasar a la sala y condujo su caballo a la cuadra.
La cena que le sirvieron a Iván fue suculenta. Después de comer y beber cuanto quiso se quedó pensando.
-¿Cómo estás tan cabizbajo, señor soldado? -inquirió el mesonero-. ¿Es que no tienes con qué pagar?
-No es eso, amigo. Lo que ocurre es que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel caballo estará hambriento.
-Te equivocas, soldado. Si quieres, puedes ir y convencerte por ti mismo de que tiene heno y avena de sobra.
-No era un reproche. Pero has de saber que nuestros caballos están acostumbrados de una manera especial: si yo estoy a su lado, come; pero, sin mí, no prueba el pienso.
El mesonero se acercó a la cuadra y, en efecto, encontró al caballo con la cabeza gacha, sin mirar siquiera el pienso.
«¡Vaya caballo listo! Conoce a su amo», pensó el mesonero, y dispuso que le preparasen un lecho al soldado allí cerca. Iván, el hijo del mercader, se acostó entonces; pero a medianoche, cuando todo el mundo estuvo dormido, se levantó, ensilló el caballo y escapó de allí al galope.
Al atardecer del día siguiente llegó a otro mesón donde cobraban doscientos rublos por alojarse una noche. También allí empleó la misma treta.
El mesón que encontró al tercer día era aún mejor que los dos anteriores. El cartel del poste decía que por pernoctar allí cobraban trescientos rublos. «Bueno, probaré también mi truco», se dijo. Entró, comió copiosamente y luego se quedó pensativo.
-¿Cómo estás tan cabizbajo, soldado? ¿Es que no tienes con qué pagar? -preguntó el mesonero.
-No, no has acertado. Estaba pensando que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel caballo estará hambriento.
-¡Qué dices, hombre! Yo mismo le he echado paja y avena de sobra.
-Pero es que nuestros caballos están acostumbrados de una manera especial: si yo estoy a su lado, come; pero, sin mí, no prueba el pienso.
-Hombre, pues duerme tú también en la cuadra...
Pero la mujer de aquel mesonero era maga. Corrió a consultar sus libros y en seguida se enteró de que el soldado no tenía ni un kópek. De manera que puso a unos criados a vigilar el portón con la orden expresa de que no dejaran de ninguna manera escapar al soldado.
A medianoche se levantó Iván, el hijo del mercader, dispuesto a largarse, pero vio que los criados estaban vigilando. Se echó a dormir. Cuando se despertó, que ya clareaba, ensilló a toda prisa el caballo, montó en él y salió al patio.
-¡Alto! -gritaron los vigilantes. Aún no le has pagado al amo. ¡Venga el dinero!
-¿Qué dinero? ¡Largo de aquí! -contestó Iván, y quiso pasar a la fuerza, pero los braceros le echaron mano y se pusieron a vapulearlo. Tanto alboroto armaron, que acudió toda la gente de la casa.
-¡Muchachos! ¡Vamos a matarlo a golpes!
-¡Basta ya! -intervino el mesonero. Dejadlo vivo y que se pase aquí tres años trabajando hasta cubrir los trescientos rublos. Iván, el hijo del mercader, no tuvo más remedio que quedarse en el mesón. Así pasó un día, dos, tres...
-Oye, soldado -le dijo entonces el mesonero: tú sabrás disparar, ¿verdad?
-Claro que sí. Eso nos lo enseñan en el regimiento. -Bueno, pues vete a cazar algo. Por aquí hay muchos animales y aves de todas clases.
Iván, el hijo del mercader, agarró una escopeta y salió de caza. Anduvo mucho tiempo por el bosque sin encontrar nada. Caía ya la tarde, cuando divisó una liebre a la entrada de un bosque. Pero, cuando quiso apuntarla, la liebre pegó un saltó y emprendió la carrera.
Persiguiéndola llegó el cazador a una vasta pradera verde, donde se alzaba un magnífico palacio de mármol con el tejado de oro. La liebre se metió en el patio, Iván la siguió, pero ya no la vio por ninguna parte. «Bueno, pues por lo menos miraré cómo es el palacio.»
Entró en los salones y anduvo de un lado para otro. Todos los aposentos eran tan fastuosos, que nadie podría imaginárselo más que en un cuento de hadas. En una sala estaba una mesa servida con bebidas y manjares en vajilla fina.
Iván, el hijo del mercader, bebió una copa de cada botella, comió un bocado de cada plato y siguió allí tan campante.
En esto llegó una carroza hasta delante del porche, y de ella se apeó una princesa toda negra. También eran negros sus servidores y los caballos.
Acostumbrado al servicio, Iván se levantó de un salto y se cuadró al lado de la puerta. Cuando entró la princesa, Iván presentó armas.
-Hola, soldado -dijo la princesa. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por tu voluntad o a la fuerza? ¿Escapas de algún percance o buscas aventuras? Ven, siéntate aquí y hablaremos. ¿Podrías hacerme un gran servicio? Si aceptas, te sonreirá la suerte. He oído decir que los soldados rusos no le temen a nada... Pues bien: este palacio lo han invadido los demonios...
-¡Alteza! Estoy dispuesto a serviros hasta verter la última gota de sangre.
-Entonces, escucha. Hasta medianoche, come, bebe y diviértete. Pero, al dar las doce, acuéstate en el lecho que cuelga de unas correas en el salón grande y, pase lo que pase a tu alrededor, veas lo que veas, no te asustes y sigue acostado sin decir nada.
Después de estas palabras, la princesa se despidió y abandonó el palacio. En cuanto a Iván, el hijo del mercader, se dedicó efectivamente a beber y divertirse; pero, nada más dar las doce, se acostó donde le dijo la princesa.
De pronto estalló una tormenta, con estampidos y truenos, y dio la impresión de que todas las paredes iban a venirse abajo y hundirse de un momento a otro. Los salones se llenaron de demonios que bailaban pegando aullidos y gritos. Cuando descubrieron a Iván, empezaron a inventar tretas para asustarle.
Apareció de pronto un cabo.
-¡Soldado Iván! ¿Qué haces aquí? Has sido declarado prófugo. Sal corriendo para el regimiento si no quieres pasarlo mal.
Detrás del cabo acudía ya el comandante de la compañía, luego el comandante del batallón y después el del regimiento.
-¿Qué haces aquí, miserable? Se conoce que quieres ser azotado. ¡A ver, que traigan varas recién cortadas!
Los demonios pusieron en seguida manos a la obra y pronto trajeron un montón de varas. Pero Iván, el hijo del mercader, seguía tumbado, como si tal cosa, sin decir nada.
-¡Este canalla! -exclamó el comandante del regimiento. Ni siquiera teme a los golpes. Se conoce que ha visto cosas peores en el servicio. ¡Que me manden un pelotón de soldados con los fusiles cargados para fusilar a este bandido!
Apareció un pelotón de soldados como si surgiera de bajo tierra. Se oyeron voces de mando, los soldados apuntaron, iban a apretar ya el gatillo... Pero en esto cantaron los gallos y todo desapareció al momento: los soldados, los oficiales, las varas...
Al día siguiente se presentó en el palacio la princesa, que ya estaba blanca desde la cabeza hasta la cintura, como también los servidores y los caballos.
-Gracias, soldado -dijo. Te han hecho pasar un susto, y aún te harán pasar más. Pero tú no te achiques. Aguanta dos noches todavía y yo haré tu suerte.
Comieron juntos, se divirtieron un rato y la princesa se marchó. Iván, el hijo del mercader, se acostó en el mismo sitio.
A medianoche estalló una tormenta, con truenos y estampidos, y todo se llenó de demonios aullando y bailando.
-¡Eh, hermanos! ¡Si aquí está el soldado otra vez! Se conoce que le ha tomado el gusto... -gritó un demonio cojo y tuerto. ¿Acaso quieres quitar-nos estos aposentos a nosotros? Pues voy a decírselo al abuelo.
El abuelo, que acudía ya, ordenó a los demonios que montaran una fragua para calentar unas varillas de hierro.
-Y con esas varillas al rojo le atizáis hasta llegarle a los huesos para que se entere de lo que ocurre cuando alguien se mete en propiedad ajena.
Pero los gallos cantaron antes de que los demonios montaran la fragua, y todo desapareció al momento.
Al tercer día se presentó la princesa en el palacio, y el soldado se quedó sorprendido al ver que tanto ella como los servidores y los caballos se habían vuelto blancos hasta las rodillas.
-Gracias, soldado, por tu buen servicio. ¿Cómo te encuentras?
-Hasta ahora sigo sano y salvo, alteza.
-Bueno, pues haz un esfuerzo esta última noche. Mira: te he traído esta pelliza. Póntela o los demonios te arrancarán el pellejo a tiras con las uñas, porque ahora están furiosos.
Se sentaron juntos a comer, se divirtieron un rato y partió la princesa después de despedirse. Iván, el hijo del mercader, se puso la pelliza, se santiguó y fue a acostarse en el mismo sitio.
Sonó la medianoche. Todo el palacio se estremeció de los truenos y los estampidos. Los aposentos se llenaron de una turba de demonios -unos cojos, otros tuertos, los de más allá contrahechos-, que se abalanzaron sobre Iván, el hijo del mercader, gritando:
-iA él! ¡Vamos a echarle mano a ese ladrón!
En efecto, quisieron tirarle abajo de donde estaba; pero todo el que intentaba clavarle las garras se dejaba las uñas en la pelliza.
-Así no conseguiremos nada. Se ve que es más duro de lo que pensábamos. Mejor será traer aquí a su padre y a su madre y desollarlos vivos delante de él.
Al momento trajeron a dos personas idénticas a los padres de Iván y empezaron a desollarlas con las uñas.
-¡Iván, hijito! -gritaban. ¡Ten compasión de nosotros! Baja de ahí: mira que por ti nos están desollando vivos...
Iván seguía donde estaba, callado y sin moverse. En esto cantaron los gallos y todo desapareció de golpe, como si no hubiera habido nada.
Por la mañana llegó la princesa. Los caballos se habían vuelto blancos, los servidores también, y ella estaba tan bella, tan deslumbrante, que nadie podría imaginarse nada igual: casi daba la impresión de que se veía correr la sangre por sus venas.
-Has visto horrores -dijo la princesa, pero aún verás más. Gracias por tu buen servicio. Ahora, vámonos de aquí cuanto antes.
-¿Por qué, princesa? -objetó Iván-. Podríamos reposar una hora o dos...
-¡Qué va! Si nos quedamos a reposar, estás perdido. Abandonaron el palacio y se pusieron en camino. Cuando se alejaron un poco dijo la princesa:
-Mira lo que ocurre a tus espaldas, buen mozo.
Iván volvió la cabeza: no quedaba ni huella del palacio, que había desaparecido bajo tierra, y en su lugar ardía una gran hoguera.
-Así habríamos perecido nosotros si hubié-ramos tardado en marcharnos -explicó la princesa-. Toma esta bolsa -añadió-, que tiene una virtud muy especial. Cuando necesites dinero, no tienes más que agitarla para que salgan de ella todas las monedas de oro que quieras. Vuelve al mesón, paga lo que debes y ve luego a la catedral de tal isla, donde yo te estaré esperando. Allí oiremos misa y luego nos casaremos, convirtiéndonos en marido y mujer. No te demores. Si no te da tiempo hoy, ve mañana; si no puedes mañana, ve al tercer día. Pero, si dejas pasar esos tres días, no me verás en un siglo.
Entonces se despidieron. La princesa marchó hacia la derecha; Iván, el hijo del mercader, hacia la izquierda. Llegó al mesón, sacudió su bolsa delante del mesonero y empezaron a caer monedas de oro.
-¿Qué, amigo? ¿Te habías creído que si un soldado no tiene dinero se le puede esclavizar durante tres años? Pues estabas equivocado. Coge de ahí lo que te corresponda.
Pagó los trescientos rublos, montó a caballo y se marchó adonde le había dicho la princesa.
Mientras, la mesonera se puso a cavilar muy extrañada. «¡Qué cosa tan rara! -pensó. ¿De dónde habrá sacado ese dinero?»
Corrió a sus libros mágicos y en ellos vio que Iván había salvado a una princesa hechizada y ella le había regalado una bolsa en la que nunca dejaba de haber dinero.
En seguida llamó a un criado, le mandó al campo con las vacas y le dio una manzana advirtiéndole:
-Cuando estés en el campo se te acercará un soldado diciendo que tiene sed. Tú le contestas que no tienes agua y le ofreces esta manzana.
El criado se fue con las vacas al campo. Nada más llegar, vio venir a Iván, el hijo del mercader.
-Oye, muchacho, ¿no podrías darme un poco de agua? Tengo una sed espantosa.
-No, soldado. El agua está lejos de aquí. Lo que sí tengo es esta manzana muy jugosa. Cómetela si quieres y te refrescará. Iván, el hijo del mercader, tomó la manzana, se la comió y le embargó un sueño profundo que le duró tres días seguidos.
En vano esperó la princesa aquellos tres días a su prometido.
«No estará escrito que me case con él», suspiró. Subió a su carroza y se fue. Por el camino vio al mozo que cuidaba las vacas.
-¡Zagal! -llamó. ¿No has visto pasar por aquí a un soldado ruso muy apuesto?
-Debajo de aquel roble lleva tres días dormido.
La princesa miró: ¡era él! Quiso despertarle; pero, por mucho que hizo, no pudo conseguirlo. Tomó entonces una hoja de papel, sacó un lápiz y escribió: «Si no vas a tal paso del río, nunca llegarás al más lejano de los países ni podrás llamarme esposa tuya.» Guardó la nota en un bolsillo de Iván, el hijo del mercader, le besó conforme estaba dormido, lloró amargamente y se marchó muy lejos, muy lejos, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.
Al anochecer se despertó Iván totalmente desconcertado. El zagal le contó entonces:
-Ha pasado por aquí una hermosa doncella, con un vestido maravilloso. Estuvo mucho tiempo intentando despertarte, pero no lo consiguió. Entonces escribió una nota, la guardó en uno de tus bolsillos, volvió a montar en su carroza y desapareció.
Iván hizo sus oraciones, se inclinó profundamente hacia los cuatro puntos cardinales y partió al galope en dirección al paso del río. Llegó al cabo de un tiempo -no sé si poco o mucho- y les gritó a los barqueros:
-¡Eh, muchachos! Pasadme en seguida a la otra orilla. Aquí tenéis el pago por adelantado.
Sacó la bolsa, empezó a sacudirla hasta que les llenó la lancha de monedas de oro. Los barqueros se quedaron con la boca abierta.
-¿Adónde tienes que ir, soldado?
-Al más lejano de los países.
-¡Oh!... Para llegar hasta allí se tarda tres años por el camino que rodea. En línea recta, se tardaría tres horas. Pero no hay camino recto.
-¿Qué podría hacer?
-Escucha una cosa: por aquí suele venir un grifo. Un pájaro tan grande, que parece una montaña. Agarra toda la carroña que encuentra y se la lleva a la otra orilla. Tú ábrele la panza a tu caballo, vacíala, lávala, métete dentro y nosotros la recoseremos. El grifo agarrará al caballo muerto, lo llevará al más lejano de los países y se lo echará de pitanza a sus crías. Aprovecha tú para salir en seguida de la panza del caballo y marchar adonde tengas que ir.
El soldado le cortó la cabeza a su caballo, le abrió la panza, la vació, la lavó y se metió dentro. Los barqueros recosieron la panza del caballo y se escondieron.
De pronto llegó volando el grifo, que parecía una montaña, agarró al caballo muerto, se lo llevó al más lejano de los países, lo arrojó de pitanza a sus crías y echó a volar otra vez en busca de más comida.
Iván descosió la panza del caballo, salió y fue a pedirle servicio al rey. Precisamente aquel país estaba padeciendo mucho por causa del grifo: a diario tenían que entregarle a una persona para que la devorase a cambio de que no devastara totalmente el reino.
El rey estuvo preguntándose un buen rato qué hacer con aquel soldado forastero. Por fin ordenó que lo apostaran en un lugar para que lo devorase el grifo. Los guardas reales lo agarraron, lo condujeron al huerto y le dijeron dejándole al lado de un manzano:
-Vigila, y que no desaparezca ni una sola manzana.
Iván, el hijo del mercader, se quedó allí de guardia. De pronto llegó volando el grifo que parecía una montaña.
-Hola, buen mozo. No sabía yo que estuvieras metido en la panza del caballo. Si no, hace tiempo que te habría devorado.
-Dios sabe quién habría devorado a quién.
El pájaro adelantó un labio a ras de tierra y otro por arriba, como si fuera un tejadillo, para engullir al bravo muchacho.
Entonces Iván descargó su bayoneta sobre el labio inferior del grifo y lo dejó fuertemente clavado en la tierra húmeda. Luego agarró el machete y empezó a pegar al grifo tajos a diestro y siniestro.
-¡Eh, bravo soldado! -dijo el grifo. No me pegues más machetazos y haré de ti un bogatir. Coge un frasquito que llevo debajo del ala izquierda, bébete su contenido y tú mismo lo comprobarás.    `
Cogió el frasquito Iván, se bebió su contenido, notó que se multiplicaban sus fuerzas y arremetió con más ímpetu contra el grifo, pegándole tajos sin parar.
-¡Eh, bravo soldado! No me pegues más machetazos y te daré otro frasco: el que llevo debajo del ala derecha.
Se bebió Iván el contenido del otro frasco, notó más fuerzas aún y siguió con sus tajos.
-¡Eh, bravo soldado! No me pegues más machetazos y te diré dónde encontrar la suerte. Hay unos prados verdes donde crecen tres altos robles. Debajo de los robles hay unas puertas de hierro y detrás de las puertas tres corceles de bogatír. En un momento dado te servirán de mucho.
Sin perder palabra de lo que decía el grifo, Iván, el hijo del mercader, seguía manejando el machete a más y mejor, hasta que dejó al grifo reducido a piltrafas y luego amontonó los pedazos.
Por la mañana, el rey llamó al general de guardia.
-Ve y manda recoger los huesos de Iván, el hijo del mercader -le dijo-. Aunque sea forastero, no está bien que sus huesos anden tirados por ahí sin sepultura.
El general fue al huerto y encontró a Iván sano y salvo, pero al grifo picado en pedazos. En seguida informó al rey, que se alegró mucho, hizo grandes elogios de Iván y léentregó un salvoconducto de su puño y letra, autorizán-dole para andar por donde quisiera y consumir de balde todo lo que se le antojara en tabernas y mesones.
Con aquel salvoconducto, Iván fue al mesón más afamado, se bebió tres cubos de vino para remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y, de vuelta a las caballerizas de palacio, se tumbó a dormir.
Así vivió tres años, al cabo de los cuales se presentó la princesa, que había venido por el camino rodeando. Loco de contento, su padre le preguntó:
-Hija querida, ¿quién te ha salvado de la triste situación en que te encontrabas?
-Un soldado hijo de un mercader.
-¡Pero si ha venido aquí y me ha hecho un gran servicio despedazando al grifo!...
¿A qué pensarlo mucho? Iván, el hijo del mercader, se casó con la princesa y dieron un gran banquete para celebrar la boda. Yo también estuve allí y aunque mucho bebí, por el mostacho me corrió, pero en la boca no me entró.
Poco tiempo después recibió el rey una carta de un culebrón de tres cabezas, diciendo:
-Dame a tu hija si no quieres que abrase todo tu reino y aviente las cenizas.
El rey se puso muy triste, pero Iván, el hijo del mercader, se bebió tres cubos de vino para remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y luego corrió a los prados verdes. Levantó una puerta de hierro, sacó un corcel de bogatir, empuñó una espada mágica y una maza de combate, montó a caballo y partió al galope a luchar.
-¡Pero qué ocurrencia has tenido, muchacho! -dijo el culebrón al verle. Si te cojo con una mano y te pego con la otra, no va a quedar más que un charquito.
-En vez de alardear, más te valdría rezar -contestó Iván y, de un solo tajo de su espada mágica, le cortó las tres cabezas.
Luego venció a un culebrón de seis cabezas y después a otro de doce, extendiéndose por todas las tierras la fama de su fuerza y su valor.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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