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viernes, 16 de agosto de 2013

La esposa comprada

Erase una vez un joven llamado Iván, hijo de un mercader. Muerto su padre, dilapidó todos sus bienes y hubo de ponerse a trabajar de dependiente para un tío suyo, que también era mercader. Este cargó unos barcos y se marchó con su sobrino a comerciar a países de allende los mares. Llegaron a una famosa ciudad, atracaron, descargaron los barcos y se pusieron a vender unos artículos y a comprar otros, sacando siempre buenas ganancias. Al cabo de un tiempo le dijo el tío a su sobrino:
-Toma cien rublos por tu buen trabajo y compra las mercancías que te gusten. No estaremos aquí mucho tiempo. En cuanto terminemos nuestros negocios, regresaremos a casa.
Iván tomó los cien rublos, fue al mercado y comenzó a recorrer los puestos buscando mercancías de su agrado. En esto se le acercó un viejecito.
-¿Qué buscas, muchacho? -le preguntó.
-Quisiera comprar mercaderías con estos cien rublos.
-Dámelos y yo te proporcionaré algo que nunca has visto.
Iván, el hijo de un mercader, le dio los cien rublos, que el viejo tomó diciendo:
-Sígueme.
Le condujo hasta un extremo de la ciudad, donde había un precioso jardín y, dentro del jardín, detrás de una verja de oro, una joven tan linda, que nadie podría imaginársela ni describirla más que en un cuento fabuloso.
-Esto es lo que te ofrezco: una linda doncella. Tómala de la mano y llévatela a tu casa.
-¡Quia, hombre! No acepto de ninguna manera. Con lindas muchachas malgasté toda la herencia de mi padre, y he jurado no volver a las andadas.
-Pues, si lo que te ofrezco no te conviene, lárgate con las manos vacías: sin el dinero ni nada a cambio.
Iván, hijo de un mercader, pensó mientras lloraba lágrimas amargas: «¡Qué mala suerte tengo! He perdido mis cien rublos.» Volvió donde su tío.
-¿Has mercado algo?
-No, tío. Con cien rublos poco se puede mercar.
-Bueno, pues toma otros cien.
Al día siguiente fue Iván al mercado y se encontró con el mismo viejo.
-¡Hola, muchacho!
-¡Hola, hombre de Dios! -contestó Iván y, aunque miraba fijamente al viejo, no le reconoció.
Y le ocurrió lo mismo que el día anterior: se quedó sin aquellos cien rublos.
Al tercer día le dio también su tío cien rublos, también se encontró con el viejo, también le tomó el viejo el dinero y le condujo al jardín de la verja de oro.
-Esto es lo que te ofrezco: una hermosa doncella. Tómala de la mano y llévatela a tu casa.
-Se conoce que tal es mi destino -se dijo el hijo del mercader, después de pensárselo mucho, y se llevó a la muchacha.
Por el camino le preguntó:
-Dime, hermosa doncella, cómo te llamas y de qué linaje eres.
-Soy hija de un rey y me llamo Nastasia la Bella. Hace diez años les pedí permiso a mi padre y a mi madre para ir de paseo junto al río. Vi una barca muy adornada sobre el agua, quise dar un paseo en ella pero, apenas me subí, la barca comenzó a bogar sola con tanta rapidez que, a los cinco minutos, habían desaparecido las orillas. Las olas me llevaron hasta cerca de un jardín frondoso donde un viejecito me encerró detrás de una verja de oro. Allí he vivido hasta que me has comprado tú.
-¿Cómo me presento yo ahora a mi tío? -preguntó Iván, el hijo de un mercader. He gastado trescientos rublos y no he comprado ninguna mercadería.
-Eso tiene arreglo -contestó Nastasia la Bella. Lo primero que debemos hacer es alquilar una casa.
Alquilaron una casa. Nastasia le aconsejó a Iván que se acostara y ella se puso a bordar un tapiz maravilloso.
-Toma este tapiz -le dijo a Iván despertándole a la mañana siguiente- y llévalo al mercado. Si alguien te lo quiere comprar, no aceptes dinero. Pide solamente que te den de beber hasta que te emborraches.
Iván, el hijo de un mercader, así lo hizo: bebió hasta emborracharse. Cuando salía de la taberna pegó un tropezón y cayó en un lodazal. Al verlo allí tirado, la gente hizo corro a su alrededor, riéndose de él.
-¡Bueno se ha puesto! Está como para que le lleven a casarse...
-Esté como esté, seguro que Nastasia la Bella me dará un beso en la coronilla si se lo pido.
-¡No presumas tanto! -objetó un rico mercader. Así de embadurnado, ni siquiera te miraría.
Se pusieron a discutir hasta que dijo el mercader:
-¿Nos apostamos diez mil rublos?
-¡Valiente miseria! Si quieres apostar, apuesta todos tus bienes.
-Bueno, pues todos mis bienes apuesto.
Acababan de ponerse de acuerdo, cuando vieron llegar a Nastasia la Bella, que le dio la mano a Iván para ayudarle a levantarse, le besó en la coronilla, le limpió el barro y se lo llevó a casa.
Iván le ganó así a aquel mercader sus tiendas llenas de mercancías y unos sótanos llenos de piedras preciosas, convirtiéndose en el hombre más rico.
-Busca corriendo a unos cuantos tejeros -le dijo entonces Nastasia la Bella, encárgales que te fabriquen a toda prisa unas cuantas carretadas de ladrillos y tú ve metiendo piedras preciosas dentro de cada uno.
Todo se hizo como quería Nastasia. Iván, el hijo de un mercader, recubrió los ladrillos con harpilleras y condujo las carretas hacia el barco de su tío.
-¡Hola, sobrino! ¿Por dónde has andado tanto tiempo y qué has comprado?
-Pues... aquí traigo estos ladrillos.
-¡Vaya una ocurrencia! Ladrillos hay también en nuestra tierra. ¿Qué beneficio vas a sacar?
-Dios es bueno. Espero que algo sacaré para aliviar mi pobreza.
-¡Allá tú! Carga tus ladrillos.
Iván cargó en seguida su mercancía y fue a buscar a Nastasia la Bella para llevarla al barco. Cuando el tío vio a la linda doncella, le reprochó a su sobrino:
-Creí que habías sentado ya la cabeza, pero veo que sigues siendo el mismo. Nunca tendrás formalidad...
Levaron anclas, izaron las velas y se hicieron a la mar. Al cabo de algún tiempo -no sé si poco o mucho- llegaron el tío y el sobrino a su país y se dispusieron a visitar al zar llevándole algún presente. El tío tomó una pieza de brocado y otra de terciopelo, mientras que el sobrino agarró dos ladrillos.
-¿Adónde vas? -preguntó el tío.
-A ver al zar.
-¿Y qué le llevarás?
-Estos dos ladrillos.
-Mira: mejor será que no vayas con eso porque te vas a poner en ridículo y yo respondo de ti. Si llevas eso puede enfadarse el zar, y entonces lo pasaremos mal.
-No, tío: estoy decidido a llevarle lo que tengo.
Todavía estuvo el tío disuadiéndole mucho rato, hasta convencerse de que no conseguiría nada.
-Bueno, pues apechuga tú con las consecuencias. Yo no respondo de lo que haces.
Así se presentaron los dos ante el zar. Con un profundo saludo, el tío le presentó el brocado y el terciopelo. Iván, el hijo de un mercader, le ofreció luego los dos ladrillos sobre una bandeja diciendo:
-Que vuestra majestad se tome la molestia de partirlos.
El zar rompió los ladrillos, de los que empezaron a caer piedras preciosas, haciendo resplandecer toda la estancia.
-Gracias por tu presente. Nunca había visto yo piedras como éstas. Puedes elegir el sitio que quieras en la ciudad y montar tu comercio sin pagar tributos ni cargas.
Iván, el hijo de un mercader, eligió el mejor sitio en la ciudad, se construyó una casa y varias tiendas y empezó a comerciar en grande. Cuando todo lo tuvo arreglado, pensó casarse con Nastasia la Bella, para lo cual solicitó la bendición del padre de la doncella.
-¿Cómo voy a casar a la princesa con un simple comerciante? -se dijo el rey-. Sería ridículo. Además, ¡qué vergüenza!
De manera que empezó a darle largas a Iván, mientras ponía en campaña a un regimiento entero con la orden de raptar a Nastasia la Bella.
En una ocasión, Iván, el hijo de un mercader, tuvo que estar ausente de su casa durante más de un mes para sus negocios. Al regresar se encontró con que habían raptado a la novia para llevarla junto a su padre.
Iván lloró amargamente y luego se marchó a la buena de Dios. Caminaba ya mucho tiempo, padeciendo calamidades, sufriendo frío y hambre, cuando se puso a orar.
-Si por lo menos me mandara nuestro Señor a algún compañero... No me encontraría tan solo.
Y en esto vio venir a un viejecito.
-¡Hola, muchacho! ¿Hacia dónde vas?
-¡Qué sé yo, abuelo! Tenía la dicha entre mis manos, pero no ha querido Dios que gozara de ella. Voy en busca de Nastasia la Bella.
-¡Mucho has esperado! Ya está prometida a un zarévich.
-Yo me conformaría con verla una sola vez.
-Vamos juntos entonces. Yo sigo el mismo camino.
Así echaron a andar juntos y, al cabo de mucho rato, les entró hambre. El viejo sacó de debajo de la camisa una prosvirka[1], la partió por la mitad, se quedó con una parte y le ofreció otra a Iván. El hijo del mercader no quería tomarla.
-Deja... Si es muy poco incluso para ti solo.
-Tómalo. Si Dios quiere, antes de que nos lo hayamos comido habremos saciado nuestra hambre.
Ocurrió, efectivamente, así: no habían terminado de comerse la prosvirka cuando ninguno de los dos sentía ya hambre. Siguieron andando -no sé si poco o mucho- hasta que el viejo hizo entrar a Iván, hijo de un mercader, en el jardín del palacio real.
-Ponte debajo de este manzano y abre el ojo, porque Nastasia la Bella saldrá a pasear y pasará precisamente por delante de ti. Pero ¡cuidado! Si empiezan a caer manzanas a tu alrededor, tú no recojas ni te comas ninguna, porque te quedarías profundamente dormido.
El hijo del mercader se metió debajo del manzano. Al rato empezaron a caer frutos, tan hermosos, tan en sazón, tan aromáticos, que no pudo resistir la tentación de recoger uno y comérselo. Nada más comérselo, se quedó profundamente dormido.
Salió Nastasia la Bella a pasear por el jardín, vio a su prometido y corrió a despertarle, pero no lo consiguió por mucho que hizo. Entonces escribió una notita que decía: «¡Adiós, amado mío! Mañana me casan», y se la puso en la mano derecha.
Cuando Iván, el hijo de un mercader, se despertó a la mañana siguiente, leyó la nota y estalló en sollozos. En esto llegó el viejo.
-Bien te advertí que no recogieras ni te comieras ninguna manzana. Pero no me has obedecido. Corre a ver si encuentras una tablilla.
Iván, el hijo de un mercader, corrió a la calle, encontró una tablilla y se la llevó al viejo. Este la cogió, tendió unas cuerdas encima y se puso a tocar aquel instrumento delante de una taberna. Al poco rato se había juntado un montón de gente a su alrededor.
Inmediatamente fue informado el rey de que delante de una taberna había un músico que tocaba mucho mejor que los de palacio.
-Que lo traigan para que toque en la boda y distraiga a los invitados -ordenó el rey, y en seguida partieron mensajeros en busca del viejo para que tocara en la boda.
-Ahora iré -contestó el viejo, pero lo que hizo fue quitarse la ropa y dársela al hijo del mercader, así como el violín improvisado, y le dijo:
-Ve tú en mi lugar.
-¿Cómo voy a ir, si no sé tocar?
-No te preocupes. Basta que muevas las manos y el arco sobre las cuerdas para que el violín toque solo.
Conque Iván, el hijo de un mercader, llegó a palacio, se unió a los otros músicos y empezó a tocar su violín, cuyos sones se escuchaban por encima de todos los demás instrumentos y que, además, hablaba admirando a los invitados. Tocó una melodía y dijo el violín:
-Duerme, duerme, pero luego despiértate.
Tocó otra y dijo el violín:
-Bebe, bebe, pero luego repórtate.
A la tercera melodía que tocó, el violín se puso a decir:
-Dormid todos con un sueño muy profundo.
En el mismo instante todos se quedaron dormidos tal y como estaban: unos de pie, otros sentados...
Iván, el hijo de un mercader, tomó las blancas manos de Nastasia, la condujo a la iglesia y allí se desposaron. Cuando el rey se despertó y vio que estaban casados y el asunto no tenía ya remedio, ordenó que se celebrara la boda con un gran banquete para todos los presentes.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] prosvirka

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