Erase una
vez un joven llamado Iván, hijo de un mercader. Muerto su padre, dilapidó todos
sus bienes y hubo de ponerse a trabajar de dependiente para un tío suyo, que
también era mercader. Este cargó unos barcos y se marchó con su sobrino a
comerciar a países de allende los mares. Llegaron a una famosa ciudad,
atracaron, descargaron los barcos y se pusieron a vender unos artículos y a
comprar otros, sacando siempre buenas ganancias. Al cabo de un tiempo le dijo
el tío a su sobrino:
-Toma
cien rublos por tu buen trabajo y compra las mercancías que te gusten. No
estaremos aquí mucho tiempo. En cuanto terminemos nuestros negocios,
regresaremos a casa.
Iván tomó
los cien rublos, fue al mercado y comenzó a recorrer los puestos buscando
mercancías de su agrado. En esto se le acercó un viejecito.
-¿Qué
buscas, muchacho? -le preguntó.
-Quisiera
comprar mercaderías con estos cien rublos.
-Dámelos
y yo te proporcionaré algo que nunca has visto.
Iván, el
hijo de un mercader, le dio los cien rublos, que el viejo tomó diciendo:
-Sígueme.
Le
condujo hasta un extremo de la ciudad, donde había un precioso jardín y, dentro
del jardín, detrás de una verja de oro, una joven tan linda, que nadie podría
imaginársela ni describirla más que en un cuento fabuloso.
-Esto es
lo que te ofrezco: una linda doncella. Tómala de la mano y llévatela a tu casa.
-¡Quia,
hombre! No acepto de ninguna manera. Con lindas muchachas malgasté toda la
herencia de mi padre, y he jurado no volver a las andadas.
-Pues, si
lo que te ofrezco no te conviene, lárgate con las manos vacías: sin el dinero
ni nada a cambio.
Iván,
hijo de un mercader, pensó mientras lloraba lágrimas amargas: «¡Qué mala suerte
tengo! He perdido mis cien rublos.» Volvió donde su tío.
-¿Has
mercado algo?
-No, tío.
Con cien rublos poco se puede mercar.
-Bueno,
pues toma otros cien.
Al día
siguiente fue Iván al mercado y se encontró con el mismo viejo.
-¡Hola,
muchacho!
-¡Hola,
hombre de Dios! -contestó Iván y, aunque miraba fijamente al viejo, no le
reconoció.
Y le
ocurrió lo mismo que el día anterior: se quedó sin aquellos cien rublos.
Al tercer
día le dio también su tío cien rublos, también se encontró con el viejo,
también le tomó el viejo el dinero y le condujo al jardín de la verja de oro.
-Esto es
lo que te ofrezco: una hermosa doncella. Tómala de la mano y llévatela a tu
casa.
-Se
conoce que tal es mi destino -se dijo el hijo del mercader, después de
pensárselo mucho, y se llevó a la muchacha.
Por el
camino le preguntó:
-Dime,
hermosa doncella, cómo te llamas y de qué linaje eres.
-Soy hija
de un rey y me llamo Nastasia la
Bella. Hace diez años les pedí permiso a mi padre y a mi
madre para ir de paseo junto al río. Vi una barca muy adornada sobre el agua, quise
dar un paseo en ella pero, apenas me subí, la barca comenzó a bogar sola con
tanta rapidez que, a los cinco minutos, habían desaparecido las orillas. Las
olas me llevaron hasta cerca de un jardín frondoso donde un viejecito me
encerró detrás de una verja de oro. Allí he vivido hasta que me has comprado
tú.
-¿Cómo me
presento yo ahora a mi tío? -preguntó Iván, el hijo de un mercader. He gastado
trescientos rublos y no he comprado ninguna mercadería.
-Eso
tiene arreglo -contestó Nastasia la Bella. Lo primero que debemos hacer es alquilar
una casa.
Alquilaron
una casa. Nastasia le aconsejó a Iván que se acostara y ella se puso a bordar
un tapiz maravilloso.
-Toma
este tapiz -le dijo a Iván despertándole a la mañana siguiente- y llévalo al
mercado. Si alguien te lo quiere comprar, no aceptes dinero. Pide solamente que
te den de beber hasta que te emborraches.
Iván, el
hijo de un mercader, así lo hizo: bebió hasta emborracharse. Cuando salía de la
taberna pegó un tropezón y cayó en un lodazal. Al verlo allí tirado, la gente
hizo corro a su alrededor, riéndose de él.
-¡Bueno
se ha puesto! Está como para que le lleven a casarse...
-Esté
como esté, seguro que Nastasia la
Bella me dará un beso en la coronilla si se lo pido.
-¡No
presumas tanto! -objetó un rico mercader. Así de embadurnado, ni siquiera te
miraría.
Se
pusieron a discutir hasta que dijo el mercader:
-¿Nos
apostamos diez mil rublos?
-¡Valiente
miseria! Si quieres apostar, apuesta todos tus bienes.
-Bueno,
pues todos mis bienes apuesto.
Acababan
de ponerse de acuerdo, cuando vieron llegar a Nastasia la Bella , que le dio la mano a
Iván para ayudarle a levantarse, le besó en la coronilla, le limpió el barro y
se lo llevó a casa.
Iván le
ganó así a aquel mercader sus tiendas llenas de mercancías y unos sótanos
llenos de piedras preciosas, convirtiéndose en el hombre más rico.
-Busca
corriendo a unos cuantos tejeros -le dijo entonces Nastasia la Bella, encárgales que te
fabriquen a toda prisa unas cuantas carretadas de ladrillos y tú ve metiendo
piedras preciosas dentro de cada uno.
Todo se
hizo como quería Nastasia. Iván, el hijo de un mercader, recubrió los ladrillos
con harpilleras y condujo las carretas hacia el barco de su tío.
-¡Hola,
sobrino! ¿Por dónde has andado tanto tiempo y qué has comprado?
-Pues...
aquí traigo estos ladrillos.
-¡Vaya
una ocurrencia! Ladrillos hay también en nuestra tierra. ¿Qué beneficio vas a
sacar?
-Dios es
bueno. Espero que algo sacaré para aliviar mi pobreza.
-¡Allá
tú! Carga tus ladrillos.
Iván
cargó en seguida su mercancía y fue a buscar a Nastasia la Bella para llevarla al
barco. Cuando el tío vio a la linda doncella, le reprochó a su sobrino:
-Creí que
habías sentado ya la cabeza, pero veo que sigues siendo el mismo. Nunca tendrás
formalidad...
Levaron
anclas, izaron las velas y se hicieron a la mar. Al cabo de algún tiempo -no sé
si poco o mucho- llegaron el tío y el sobrino a su país y se dispusieron a
visitar al zar llevándole algún presente. El tío tomó una pieza de brocado y
otra de terciopelo, mientras que el sobrino agarró dos ladrillos.
-¿Adónde
vas? -preguntó el tío.
-A ver al
zar.
-¿Y qué
le llevarás?
-Estos
dos ladrillos.
-Mira:
mejor será que no vayas con eso porque te vas a poner en ridículo y yo respondo
de ti. Si llevas eso puede enfadarse el zar, y entonces lo pasaremos mal.
-No, tío:
estoy decidido a llevarle lo que tengo.
Todavía
estuvo el tío disuadiéndole mucho rato, hasta convencerse de que no conseguiría
nada.
-Bueno,
pues apechuga tú con las consecuencias. Yo no respondo de lo que haces.
Así se
presentaron los dos ante el zar. Con un profundo saludo, el tío le presentó el
brocado y el terciopelo. Iván, el hijo de un mercader, le ofreció luego los dos
ladrillos sobre una bandeja diciendo:
-Que
vuestra majestad se tome la molestia de partirlos.
El zar rompió
los ladrillos, de los que empezaron a caer piedras preciosas, haciendo
resplandecer toda la estancia.
-Gracias
por tu presente. Nunca había visto yo piedras como éstas. Puedes elegir el
sitio que quieras en la ciudad y montar tu comercio sin pagar tributos ni
cargas.
Iván, el
hijo de un mercader, eligió el mejor sitio en la ciudad, se construyó una casa
y varias tiendas y empezó a comerciar en grande. Cuando todo lo tuvo arreglado,
pensó casarse con Nastasia la
Bella , para lo cual solicitó la bendición del padre de la
doncella.
-¿Cómo
voy a casar a la princesa con un simple comerciante? -se dijo el rey-. Sería
ridículo. Además, ¡qué vergüenza!
De manera
que empezó a darle largas a Iván, mientras ponía en campaña a un regimiento
entero con la orden de raptar a Nastasia la Bella.
En una
ocasión, Iván, el hijo de un mercader, tuvo que estar ausente de su casa
durante más de un mes para sus negocios. Al regresar se encontró con que habían
raptado a la novia para llevarla junto a su padre.
Iván
lloró amargamente y luego se marchó a la buena de Dios. Caminaba ya mucho
tiempo, padeciendo calamidades, sufriendo frío y hambre, cuando se puso a orar.
-Si por
lo menos me mandara nuestro Señor a algún compañero... No me encontraría tan
solo.
Y en esto
vio venir a un viejecito.
-¡Hola,
muchacho! ¿Hacia dónde vas?
-¡Qué sé
yo, abuelo! Tenía la dicha entre mis manos, pero no ha querido Dios que gozara
de ella. Voy en busca de Nastasia la
Bella.
-¡Mucho
has esperado! Ya está prometida a un zarévich.
-Yo me
conformaría con verla una sola vez.
-Vamos
juntos entonces. Yo sigo el mismo camino.
Así
echaron a andar juntos y, al cabo de mucho rato, les entró hambre. El viejo
sacó de debajo de la camisa una prosvirka[1], la
partió por la mitad, se quedó con una parte y le ofreció otra a Iván. El hijo
del mercader no quería tomarla.
-Deja...
Si es muy poco incluso para ti solo.
-Tómalo.
Si Dios quiere, antes de que nos lo hayamos comido habremos saciado nuestra
hambre.
Ocurrió,
efectivamente, así: no habían terminado de comerse la prosvirka cuando ninguno
de los dos sentía ya hambre. Siguieron andando -no sé si poco o mucho- hasta
que el viejo hizo entrar a Iván, hijo de un mercader, en el jardín del palacio
real.
-Ponte
debajo de este manzano y abre el ojo, porque Nastasia la Bella saldrá a pasear y
pasará precisamente por delante de ti. Pero ¡cuidado! Si empiezan a caer
manzanas a tu alrededor, tú no recojas ni te comas ninguna, porque te quedarías
profundamente dormido.
El hijo
del mercader se metió debajo del manzano. Al rato empezaron a caer frutos, tan
hermosos, tan en sazón, tan aromáticos, que no pudo resistir la tentación de
recoger uno y comérselo. Nada más comérselo, se quedó profundamente dormido.
Salió
Nastasia la Bella
a pasear por el jardín, vio a su prometido y corrió a despertarle, pero no lo
consiguió por mucho que hizo. Entonces escribió una notita que decía: «¡Adiós,
amado mío! Mañana me casan», y se la puso en la mano derecha.
Cuando
Iván, el hijo de un mercader, se despertó a la mañana siguiente, leyó la nota y
estalló en sollozos. En esto llegó el viejo.
-Bien te
advertí que no recogieras ni te comieras ninguna manzana. Pero no me has
obedecido. Corre a ver si encuentras una tablilla.
Iván, el
hijo de un mercader, corrió a la calle, encontró una tablilla y se la llevó al
viejo. Este la cogió, tendió unas cuerdas encima y se puso a tocar aquel
instrumento delante de una taberna. Al poco rato se había juntado un montón de
gente a su alrededor.
Inmediatamente
fue informado el rey de que delante de una taberna había un músico que tocaba
mucho mejor que los de palacio.
-Que lo
traigan para que toque en la boda y distraiga a los invitados -ordenó el rey, y
en seguida partieron mensajeros en busca del viejo para que tocara en la boda.
-Ahora
iré -contestó el viejo, pero lo que hizo fue quitarse la ropa y dársela al hijo
del mercader, así como el violín improvisado, y le dijo:
-Ve tú en
mi lugar.
-¿Cómo
voy a ir, si no sé tocar?
-No te
preocupes. Basta que muevas las manos y el arco sobre las cuerdas para que el
violín toque solo.
Conque
Iván, el hijo de un mercader, llegó a palacio, se unió a los otros músicos y
empezó a tocar su violín, cuyos sones se escuchaban por encima de todos los
demás instrumentos y que, además, hablaba admirando a los invitados. Tocó una
melodía y dijo el violín:
-Duerme,
duerme, pero luego despiértate.
Tocó otra
y dijo el violín:
-Bebe,
bebe, pero luego repórtate.
A la
tercera melodía que tocó, el violín se puso a decir:
-Dormid
todos con un sueño muy profundo.
En el
mismo instante todos se quedaron dormidos tal y como estaban: unos de pie,
otros sentados...
Iván, el
hijo de un mercader, tomó las blancas manos de Nastasia, la condujo a la
iglesia y allí se desposaron. Cuando el rey se despertó y vio que estaban
casados y el asunto no tenía ya remedio, ordenó que se celebrara la boda con un
gran banquete para todos los presentes.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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