Allá en
los confines de la tierra, en el más lejano de los reinos, en un país que no
era el nuestro, vivían muy pobremente un viejo y su mujer. Tenían dos hijos,
pero aún no podían trabajar debido a sus pocos años.
Un día
salió el viejo en busca de algún trabajo y, después de mucho ir de un lado para
otro, sólo pudo ganarse veinte kópeks[1].
Regresaba
a su casa cuando se encontró con un borrachín que llevaba una gallina en las
manos.
-Oye,
viejo, cómprame esta gallina.
-¿Cuánto
pides por ella?
-Dame
medio rublo.
-No lo
tengo, hermano. Si quieres, toma veinte kópeks. Con eso tendrás bastante para
otro trago y dormir la mona después.
El
borrachín agarró los veinte kópeks y le dio la gallina al viejo, que volvió a
su casa, donde llevaban no sé el tiempo pasando hambre, sin un trozo de pan.
-Mira -le
dijo a su mujer: he comprado una gallina para criarla.
La mujer
se puso a gritarle, furiosa:
-iHabráse
visto el viejo del demonio! ¡Ha perdido totalmente la chaveta! Están los chicos
sin nada que llevarse a la boca, y él compra una gallina para criarla...
-¡Calla,
estúpida! ¡Ni que hiciera falta mucho para criar a una gallina! En cambio,
cuando empiece a poner y luego saque polluelos, nosotros los venderemos y
compraremos pan...
El viejo
hizo un cesto para la gallina y la metió debajo de la estufa. A la mañana
siguiente fue a mirar y se encontró con que la gallina había puesto una
piedrecilla brillante en lugar de un huevo.
-¡Pues sí
que hemos tenido suerte! -se lamentó a su mujer. A todo el mundo le ponen
huevos las gallinas, pero la nuestra pone piedras. ¿Qué hacemos ahora?
-Llévala
a la ciudad por si te la compra alguien.
Así lo
hizo el viejo y anduvo por la posada ofreciendo la brillante piedrecita. Todos
los mercaderes que había por allí se acercaron a él y se pusieron a tasarla
-que si tanto, que si cuanto hasta que
uno de ellos la compró por quinientos rublos.
Desde
entonces, el viejo empezó a vender las valiosas piedrecitas que ponía la gallina.
Muy pronto se hizo rico, entró en la corporación de los comerciantes, abrió
muchas tiendas, tomó dependientes y se dedicó a cruzar los mares con barcos
llenos de mercaderías y a negociar en otras tierras.
Una vez
que partía para uno de esos viajes le recomendó como siempre a su mujer:
-Vigila
la gallina y cuídala más que a las niñas de tus ojos. Mira que si algo le
ocurre, te costará la cabeza.
Pero
apenas se marchó el mercader, la mujer tiró por mal camino y se hizo amante de
uno de los jóvenes dependientes.
-¿De
dónde sacáis esas piedras preciosas? -preguntó el dependiente.
-Las pone
una gallina que tenemos.
El
dependiente agarró la gallina, se puso a mirarla y descubrió que, debajo del
ala derecha, tenía escrito en letras de oro que quien se comiera su cabeza
llegaría a ser rey y quien se comiera los menudillos escupiría oro en vez de
saliva. Entonces dijo:
-Asame
esta gallina para el almuerzo.
-¿Cómo
voy a hacer eso, querido? Me mataría mi marido cuando volviese.
Pero el
joven dependiente seguía en sus trece:
-La asas,
y se acabó.
La vieja
llamó al día siguiente a su cocinero y le ordenó que degollara la gallina y la
asara para el almuerzo sin quitarle la cabeza ni los menudillos.
El
cocinero obedeció, degolló a la gallina, la metió en el horno y salió a un
recado.
En esto
volvieron de la escuela los hijos de la vieja, abrieron el horno y se les
ocurrió probar el asado: el mayor se comió la cabeza de la gallina y el otro
los menudillos.
Llegó la
hora del almuerzo y sirvieron la gallina. Cuando el dependiente vio que
faltaban la cabeza y los menudillos, se puso furioso, regañó con la vieja y se
marchó a su casa. La vieja corrió tras él procurando ablandarle de alguna
manera, pero él repetía siempre lo mismo:
-Mata a
tus hijos, sácales la asadura y los sesos y sírvemelos de cena. De lo
contrario, no quiero saber nada de ti.
La vieja
acostó a los hijos, llamó al cocinero y le mandó que se los llevara al bosque,
conforme estaban dormidos, y allí los matara y les sacara la asadura y los
sesos, que guisaría luego para la cena.
El
cocinero se llevó los chicos a un bosque tenebroso y se puso a afilar un
cuchillo.
-¿Para
qué afilas ese cuchillo? -preguntaron los niños despertándose.
-Para
sacaros la asadura y los sesos, según me ha ordenado vuestra madre, y guisarlos
como cena.
-¡Por
favor, no nos mates! Tú eres bueno. Ten compasión de nosotros. Deja que nos
marchemos y te daremos todo el oro que quieras.
El
hermano pequeño escupió un montón de oro. El cocinero consintió entonces
dejarlos marchar. Los abandonó en el bosque tenebroso y volvió a casa de sus
amos. Por suerte, había parido una perra. El cocinero mató dos cachorros, les
sacó la asadura y los sesos, los guisó y los sirvió de cena. El dependiente
cayó sobre aquel plato, se lo zampó todo, pero no se convirtió en rey ni en
príncipe, sino que siguió siendo sencillamente un palurdo.
Los niños
salieron del bosque a un camino y echaron a andar a la buena de Dios. Anda que
te anda, llegaron a una encrucijada donde había un poste con una inscripción,
diciendo que quien tirase hacia la derecha obtendría un reino, mientras que
quien-tirase hacia la izquierda pasaría muchos apuros y calamidades, pero se
casaría con una bella zarevna.
Los
hermanos leyeron la inscripción y optaron por tirar cada uno hacia un lado: el
mayor hacia la derecha y el menor hacia la izquierda.
Andando a
más andar llegó el mayor a una capital desconocida donde había muchísima gente,
pero toda vestida de luto y muy afligida.
Llamó en
casa de una vieja y le pidió albergue.
-Acoge a
este pobre caminante en una noche tan oscura -rogó.
-Lo haría
encantada, pero de verdad que no hay sitio.
-Déjame
entrar, abuela. Soy una criatura de Dios lo mismo que tú. Necesito poco sitio.
Puedo acurrucarme en cualquier rincón.
La vieja
le franqueó por fin la entrada. Se pusieron a charlar.
-Y dime,
abuela -preguntó el chico, ¿por qué hay tantísima gente en vuestra ciudad, por
qué están llenas las posadas y todo el mundo anda de luto y afligido?
-Verás:
nuestro rey ha muerto, ¿sabes? Así que los boyardos han pregonado un bando para
que acuda todo el mundo, desde los viejos hasta los niños. A todo el que llega
le dan un cirio y le mandan ir a la catedral, porque en cuanto uno de los
cirios se encienda solo, su dueño será coronado rey.
El mayor
de los hermanos se levantó al día siguiente, se aseó, hizo sus oraciones, le
dio las gracias al ama de la casa por el pan y la sal y por el blando lecho.
Luego se dirigió a la catedral. Había allí tanta gente, que ni en tres años
habría sido posible contarla. El chico tomó un cirio, que se encendió al
instante entre sus manos. Toda la gente corrió entonces hacia él tratando de
apagar el cirio, pero la llama no hacía más que incrementarse. No les quedó
otro remedio que reconocerle como rey: le pusieron ropas de brocado de oro y le
condujeron a palacio.
En cuanto
al hermano menor, el que había tomado el camino de la izquierda, se enteró de
que en cierto reino vivía una bella zarevna que era un dechado de hermosura,
pero que también era muy ansiosa para el dinero. Por eso hizo pregonar en todas
partes que se casaría con el hombre capaz de mantener su ejército durante tres
años.
¿Cómo no
iba a probar fortuna nuestro muchacho? Echó a andar por un ancho camino y, para
entretenerse, fue escupiendo trozos de oro puro en un saquito. Al cabo de
cierto tiempo -no sé si mucho o poco- llegó hasta donde vivía la bella zarevna
y se comprometió a cumplir su exigencia. A él, desde luego, no le costaba gran
trabajo obtener dinero: con escupir, lo tenía todo resuelto.
Mantuvo,
pues, al ejército alimentado y vestido durante tres años. Había llegado el
momento de celebrar la boda con un gran banquete, pero la zarevna desplegó toda
su astucia para enterarse de quién le proporcionaba tanto dinero. Entonces le
invitó a comer, le agasajó a más y mejor, pero echó un revulsivo en su plato.
Al muchacho le dio una náusea y escupió los menudillos de la gallina. La
zarevna se apoderó en seguida de ellos y desde ese momento empezó a escupir
oro, mientras que su pretendiente se quedaba sin nada.
-¿Qué
haría yo con este palurdo? -preguntó la zarevna a sus boyardos y sus
generales. ¡Tiene la desfachatez de querer casarse conmigo!
Los
boyardos opinaron que debía ser ahorcado, y los generales que debía ser
fusilado. Pero a la zarevna se le ocurrió otra cosa: ordenó que fuera arrojado
a las letrinas.
El pobre
muchacho salió de allí como pudo y de nuevo se puso en camino, dándole vueltas
a la idea de cómo hacerle pagar a la zarevna aquella mala jugada.
Al cabo
de mucho andar penetró en un bosque tenebroso y se encontró con tres hombres
que estaban dándose trompadas.
-¿Por qué os pegáis de esa manera? -les preguntó.
-¿Por qué os pegáis de esa manera? -les preguntó.
-Pues
porque hemos encontrado tres objetos en el bosque y no sabemos cómo
repartírnoslos. El caso es que cada uno de nosotros se quiere quedar con los
tres.
-¿Y qué
objetos son ésos? ¿Merece la pena pelearse por ellos?
-¡Ya lo
creo! Mira: uno es este barrilito, del que sale una compañía de soldados en
cuanto se le golpea; otro es esta alfombra voladora, que le lleva a uno por los
aires adonde quiera, y la tercera es esta fusta, que a cualquier muchacha
convierte en cabalgadura si se la pega con ella diciendo: «Eras doncella y
ahora serás yegua.»
-Efectivamente,
resulta difícil repartir objetos tan valiosos. Pero se me ocurre una idea. Voy
a disparar una flecha hacia aquella parte, y vosotros corréis detrás de ella.
Para el primero que llegue donde caiga será el barrilito; para el que llegue
segundo será la alfombra voladora y al tercero le corresponderá la fusta.
-Bueno,
dispara la flecha.
El
muchacho preparó una flecha y la disparó lo más lejos que pudo. Los tres
corrieron a buscarla sin mirar hacia atrás. El muchacho agarró entonces el
barrilito y la fusta, se montó en la alfombra voladora y sólo tuvo que agitar
una de las puntas para encontrarse volando hacia donde él deseaba, por encima
de los altos bosques, a ras de las nubes andarinas...
Se posó
en los prados acotados de la bella zarevna y golpeó el barrilito, de donde fue
saliendo un número incalculable de tropas: soldados de a pie y de caballería,
artilleros con sus cañones y sus cajas de pólvora... Cuando le pareció
suficiente pidió un caballo y montado en él saludó a las tropas, les pasó
revista y dio orden de ponerse en campaña. Redoblaron los tambores, sonaron las
trompetas y todos abrieron un fuego atronador.
La
zarevna, que vio todas aquellas tropas desde sus aposentos, se llevó un susto
de muerte y mandó a sus boyardos y sus generales a negociar la paz.
El
apuesto muchacho ordenó que apresaran a aquellos emisarios y, después de
hacerles sufrir un duro castigo, les dejó volver a palacio con estas palabras:
-Que
venga la propia zarevna a negociar la paz.
La
zarevna no tuvo más remedio que acceder. Cuando se apeó de su carroza y
reconoció al apuesto muchacho, se quedó como quien ve visiones. Entonces él
empuñó la fusta y la pegó con ella en la espalda diciendo «Eras doncella y
ahora serás yegua», y en el momento quedó convertida la zarevna en yegua. El
muchacho le puso la brida y el arzón, montó en ella y partió al galope hacia el
reino de su hermano mayor. Seguido por su ejército incalculable, iba a galope
tendido, espoleando a la yegua y arreándola con tres varitas de hierro.
Cabalgando
a más cabalgar llegaron a la frontera. Antes de entrar en la ciudad, el apuesto
muchacho volvió a meter a todo su ejército en el barrilito. Pasaba por delante
de palacio y cuando le vio el rey quedó admirado de la yegua.
-¿Quién
será ese gran señor? Va montado en una yegua como no he visto otra en mi vida
-exclamó, y envió a sus generales a negociar la compra de aquella montura.
-¡Vaya
con vuestro rey! -replicó el muchacho. Si es tan caprichoso y se le antoja la
primera cabalgadura que ve, me imagino que no va a poder uno pasear con una
esposa joven y agraciada por miedo a que también la quiera para él.
Luego se
dirigió a palacio y dijo al entrar:
-¡Hola,
hermano! ¿Cómo estás?
-¡Eres
tú! Si no te había reconocido...
Se
abrazaron, llenos de alegría, y luego preguntó el mayor:
-¿Qué
barrilito es ése?
-Lo llevo
para el agua cuando viajo.
-¿Y la
alfombra?
-Siéntate
en ella y te lo explicaré.
El
hermano mayor se sentó en la alfombra voladora, el menor agitó uno de los
picos, y juntos se remontaron por encima de los altos bosques, a ras de las
nubes andarinas, en dirección a su país.
Cuando
llegaron, se hospedaron en casa de su padre, pero sin decir quiénes eran. Al
cabo de algún tiempo se les ocurrió dar un banquete para todo el que quisiera
asistir. Acudió infinidad de gente. Todos los comensales fueron agasajados y
atendidos durante tres días a pedir de boca. Luego preguntaron los muchachos si
no conocía nadie alguna historia curiosa, para que la contara. Pero no hubo
quien se ofreciera.
-Nosotros
somos gente de poco mundo -objetaban.
-Bueno,
pues contaré yo una -dijo el hermano pequeño. Pero con la condición de que
nadie me interrumpa. Y a quien interrumpa tres veces, se le castigará sin
piedad.
Todos se
mostraron conformes, y entonces empezó el herma no menor la historia de un
viejo y una vieja que tenían una gallina que ponía piedras preciosas en lugar
de huevos y de cómo tuvo la vieja relaciones ilícitas con un dependiente...
-Eso es
mentira -interrumpió la vieja.
Pero el
hijo siguió contando cómo degollaron a la gallina. La madre le interrumpió otra
vez. Tampoco pudo aguantarse cuando llegó el relato al momento en que la vieja
quiso matar a sus hijos.
-¡Mentira!
-dijo. ¿Dónde se ha visto que una madre quiera matar a sus hijos?
-Pues se
ha visto. ¿O es que no nos reconoces, mátushka? Somos nosotros, tus hijos...
Así se
descubrió todo.
El padre
mandó despedazar a la vieja. Al dependiente lo ataron a la cola de unos
caballos que salieron galopando en distintas direcciones y dispersaron sus
huesos por el campo.
-Al
perro, muerte de perro -sentenció el viejo.
El padre
repartió luego todos sus bienes entre los pobres y se fue a vivir con el hijo
mayor a su reino.
El hijo
menor le pegó un fustazo a la yegua diciendo: «Eras yegua y ahora serás
doncella», y la yegua volvió a convertirse en una bella zarevna. Entonces
hicieron las paces y se casaron.
La boda
fue muy sonada. Yo estuve allí también. Bebí hidromiel que por las barbas me
chorreó, pero en la boca no me entró.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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