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martes, 16 de septiembre de 2014

Un sistema

Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.
En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcio­narios modestísimamente retribuídos, que para sostener el decoro de sus fún­ciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puche­ro. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o mejor dicho, por la de un pa­riente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamen­tarias, puede comer ópimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.
El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería... Entendamonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero en lucha con la in­temperie, el paraguas de algodón pres­ta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.
Confieso que, al pronto, no lo crefa. Fué necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpío su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en Es­paña toda.
Den Gervasio -el canónigo que me informó- es un viejo en cuyas faccio­nes, chupadas y amarillentas, resplan­dece el entendimiento más claro. Su afán de leer le pone al corriente de cuanto ocurre y sus opiniones llevan siempre el sello de una penetración singular. Agresivo y combativo, había nacido don Gervasio para dedicarse a la política y descollar en ella; pero en la carrera eclesiástica le perjudicaba este modo de ser. Espíritu inquieto, ca­rácter difícil de amoldar en las cosas pequeñas, las que a menudo determi­nan asperezas y rozamientos, don Ger­vasio está siempre en guerra con sus compañeros, con el provisor, con el se­Iior obispo, con el superior de los Cal­zados, con los sacristanes, y ha logrado enajenarse las simpatías, mientras don Olimpio las disfruta plenamente, pues ni se mete con nadie, ni profesa opi­nión alguna de ningún género, ni lleva la contraria, hallándose dispuesto a re­conocer que la misma nube figura o un camello o una cigüeña, según plazca a su interlocutor. El único ser humano que no puede aguantar a don Olimpio es don Gervasio precisamente; no por­que exista ningún agravio o rencilla, sino por una de esas antipatías de na­turaleza, que radican en lo más hondo del instinto. Es una antipatía mezclada de asombro.
-Imagínese usted -habla don Gervasio- lo más bobo y lo más eficaz; ima­gínese el cálculo más astuto, de puro simple..., y podrá usted inferir cómo agenció don Olimpio la prebenda que hoy disfruta tan sibaríticamente. Por­que él se trata y se las arregla como un verdadero sabio, y éste es uno de los aspectos que hacen envidiable la sublime estulticia de ese gran tonto. No tiene un vicio, no cae en un exceso, no come sino lo que puede contribuir a hacerle buena sangre y prepararle larga vida; en fin, es comparable a un vegetal capaz de goces humanos muy morigerados, y; por consecuencia, muy filosóficos... Pero vamos a lo de la ca­nonjía.
Ha de saberse que este don Olimpio era coadjutor en una parroquia de al­dea, y que en los términos de esa pa­rroquia y de varias circunvecinas vera­nea en su quinta (aparte de otras per­sonas de cuenta y viso) el famoso don Juan Menares Córveda, que ha sido mi­nistro seis veces: una de Instrucción, dos o tres de Hacienda, y de Gracia y Justicia las restantes.
Don Olimpio, sin previa presenta­ción, sin más antecedentes que la ve­cindad, se coló en la quinta. Hizo pri­mero la visita de cumplido, y adoptó una actitud atónita, maravillándose dé las frases que se cruzaban entre el per­sonaje y su mujer, que regularmente serían observaciones sobre la madurez de las alcachofas o sobre el tiempo en que no daña el marisco. Volvió a los tres días y se entretuvo más, sacando conversaciones insulsas que nadie se­guía; y luego menudeó las visitas, hasta que, cotidianamente, a la hora en que el personaje, deseoso de tranquilidad, de gozar el fresco, se sentaba en la terraza a mirar la ría azul, y los montecillos rosados por el ocaso, aparecía la lacia figura de don Olimpio, enfundada en su sotana color de ala de mosca, dando una nota ridícula en me­dio de tanta belleza. Y apenas se tra­baba entre don Juan y su familia algún diálogo confidencial, terciaba en él don Olimpio, lanzando aforismos de esta fuerza:
-Tienen ustedes muchísima razón..., En verano hace más calor que en in­vierno.
Todavía don Juan, su señora y sus sobrinas se hubiesen resignado a la presencia de don Olimpio si éste imi­tase a esos falderillos que se enroscan en una esquina, y dejándoles dormir en paz, ni se rebullen; pero don Olim­pio, que ignora el uso de los cepillos de dientes, opiatas, elixires y otros refi­namientos, no vive si no se acerca mu­cho a aquellos con quienes conversa, y la familia de don Juan empezó a pro­testar, a chillar que era indispensable zafarse de una vez de pelma semejante.
-Echadle indirectas para que no venga tanto -indicó tímidamente, la menor de las sobrinas.
Se le echaron las indirectas, y fué igual que pasar suavemente las barbas de una pluma sobre la caparazón de un galápago. Don Olimpio no faltó un día a la terraza.
-Decidle que por las tardes salimos -discurrió la sobrina mayor.
Se le dijo, efectivamente, y desde en­tonces vino por las mañanas, sin per­juicio de alguna noche, en que se pre­sentaba trayendo regalos; cestos de huevos, un par de pollos, un lomo fres­co de cerdo, una empanada de robaliza.
-Esto ya no se puede aguntar, Jua­nito -dijo al personaje su señora. Re­vístete de energía y cántale claro a este buen señor que sus visitas tan simpáticas, ganarán mucho con el to­que de la rareza.
-Mujer... -murmuró don Juan-. Me da fatiga. ¿Cómo se dice eso? Harto me tiene; pero una descortesía tan clara...
-¿Y no sabes lo mejor? -Añadió la señora. Quiere este curato en propie­dad.
Don Juan dió un salto en la poltrp­na de mimbres.
-¡Este curato! ¡Nunca! ¡Entonces, aquí le tendríamos toda la vida! ¡Pri­mero se lo doy a un presidiario!
Como las mujeres cazan siempre más largo que los hombres, la señora, des­pués de reflexionar, exclamó:
-Una idea, una idea... ¿Sabes lo que podemos hacer, Juanito? ¿Sabes lo que podemos hacer?
-¿Soltarle el mastín que llegó ayer de Extremadura?
-Darle una canonjía..., una buena canonjía allá muy lejos. ¿Entiendes? ¡Al otro extremo de España!
-Pero, criatura, si están esperando «eso», desde hace siglos, Julio Pesque­ra, un sacerdote tan estudioso; don Reinaldo Guemes, un hombre virtuosí­simo; y don, y don... -lista de candi­datos meritorios.
-¿Qué nos importa? Esos no han de venir a aburrirnos... Mira que yo no puedo más. Si esto continúa, el año pró­ximo, ¡a veranear a Biarritz!...
Y don Juan, que está encantado, de su quinta, ante la amenaza, agachó la cabeza...
Ya sabe usted cómo es canónigo- en Antiquis don Olimpio.
-Dios nos dé -agregó don Gerva­sio- una buena imbecilidad de regadío, abonada y lindando con tierras de po­derosos.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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