Los que sostienen que no existe
la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia
Catedral de Antiquis.
En primer lugar, nadie suponga
que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada
de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuídos, que
para sostener el decoro de sus fúnciones necesitan echar muchas cuentas. Hay
zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero
en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o mejor
dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes
(claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer
ópimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.
El primer elemento de dicha de
don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería... Entendamonos:
don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar
infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias
inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón.
¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero en lucha con la
intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica.
Don Olimpio, tonto de capirote en cuanto no le interesa directamente, es, en lo
que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.
Confieso que, al pronto, no lo
crefa. Fué necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo
había logrado don Olimpío su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una
de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España
toda.
Den Gervasio -el canónigo que me
informó- es un viejo en cuyas facciones, chupadas y amarillentas, resplandece
el entendimiento más claro. Su afán de leer le pone al corriente de cuanto
ocurre y sus opiniones llevan siempre el sello de una penetración singular.
Agresivo y combativo, había nacido don Gervasio para dedicarse a la política y
descollar en ella; pero en la carrera eclesiástica le perjudicaba este modo de
ser. Espíritu inquieto, carácter difícil de amoldar en las cosas pequeñas, las
que a menudo determinan asperezas y rozamientos, don Gervasio está siempre en
guerra con sus compañeros, con el provisor, con el seIior obispo, con el
superior de los Calzados, con los sacristanes, y ha logrado enajenarse las
simpatías, mientras don Olimpio las disfruta plenamente, pues ni se mete con
nadie, ni profesa opinión alguna de ningún género, ni lleva la contraria,
hallándose dispuesto a reconocer que la misma nube figura o un camello o una
cigüeña, según plazca a su interlocutor. El único ser humano que no puede
aguantar a don Olimpio es don Gervasio precisamente; no porque exista ningún
agravio o rencilla, sino por una de esas antipatías de naturaleza, que radican
en lo más hondo del instinto. Es una antipatía mezclada de asombro.
-Imagínese usted -habla don
Gervasio- lo más bobo y lo más eficaz; imagínese el cálculo más astuto, de
puro simple..., y podrá usted inferir cómo agenció don Olimpio la prebenda que
hoy disfruta tan sibaríticamente. Porque él se trata y se las arregla como un
verdadero sabio, y éste es uno de los aspectos que hacen envidiable la sublime
estulticia de ese gran tonto. No tiene un vicio, no cae en un exceso, no come
sino lo que puede contribuir a hacerle buena sangre y prepararle larga vida; en
fin, es comparable a un vegetal capaz de goces humanos muy morigerados, y; por
consecuencia, muy filosóficos... Pero vamos a lo de la canonjía.
Ha de saberse que este don
Olimpio era coadjutor en una parroquia de aldea, y que en los términos de esa
parroquia y de varias circunvecinas veranea en su quinta (aparte de otras personas
de cuenta y viso) el famoso don Juan Menares Córveda, que ha sido ministro
seis veces: una de Instrucción, dos o tres de Hacienda, y de Gracia y Justicia
las restantes.
Don Olimpio, sin previa presentación,
sin más antecedentes que la vecindad, se coló en la quinta. Hizo primero la
visita de cumplido, y adoptó una actitud atónita, maravillándose dé las frases
que se cruzaban entre el personaje y su mujer, que regularmente serían
observaciones sobre la madurez de las alcachofas o sobre el tiempo en que no
daña el marisco. Volvió a los tres días y se entretuvo más, sacando
conversaciones insulsas que nadie seguía; y luego menudeó las visitas, hasta
que, cotidianamente, a la hora en que el personaje, deseoso de tranquilidad, de
gozar el fresco, se sentaba en la terraza a mirar la ría azul, y los
montecillos rosados por el ocaso, aparecía la lacia figura de don Olimpio,
enfundada en su sotana color de ala de mosca, dando una nota ridícula en medio
de tanta belleza. Y apenas se trababa entre don Juan y su familia algún
diálogo confidencial, terciaba en él don Olimpio, lanzando aforismos de esta
fuerza:
-Tienen ustedes muchísima
razón..., En verano hace más calor que en invierno.
Todavía don Juan, su señora y sus
sobrinas se hubiesen resignado a la presencia de don Olimpio si éste imitase a
esos falderillos que se enroscan en una esquina, y dejándoles dormir en paz, ni
se rebullen; pero don Olimpio, que ignora el uso de los cepillos de dientes,
opiatas, elixires y otros refinamientos, no vive si no se acerca mucho a
aquellos con quienes conversa, y la familia de don Juan empezó a protestar, a
chillar que era indispensable zafarse de una vez de pelma semejante.
-Echadle indirectas para que no
venga tanto -indicó tímidamente, la menor de las sobrinas.
Se le echaron las indirectas, y
fué igual que pasar suavemente las barbas de una pluma sobre la caparazón de un
galápago. Don Olimpio no faltó un día a la terraza.
-Decidle que por las tardes
salimos -discurrió la sobrina mayor.
Se le dijo, efectivamente, y
desde entonces vino por las mañanas, sin perjuicio de alguna noche, en que se
presentaba trayendo regalos; cestos de huevos, un par de pollos, un lomo fresco
de cerdo, una empanada de robaliza.
-Esto ya no se puede aguntar, Juanito
-dijo al personaje su señora. Revístete de energía y cántale claro a este
buen señor que sus visitas tan simpáticas, ganarán mucho con el toque de la
rareza.
-Mujer... -murmuró don Juan-. Me
da fatiga. ¿Cómo se dice eso? Harto me tiene; pero una descortesía tan clara...
-¿Y no sabes lo mejor? -Añadió la
señora. Quiere este curato en propiedad.
Don Juan dió un salto en la
poltrpna de mimbres.
-¡Este curato! ¡Nunca! ¡Entonces,
aquí le tendríamos toda la vida! ¡Primero se lo doy a un presidiario!
Como las mujeres cazan siempre
más largo que los hombres, la señora, después de reflexionar, exclamó:
-Una idea, una idea... ¿Sabes lo
que podemos hacer, Juanito? ¿Sabes lo que podemos hacer?
-¿Soltarle el mastín que llegó
ayer de Extremadura?
-Darle una canonjía..., una buena
canonjía allá muy lejos. ¿Entiendes? ¡Al
otro extremo de España!
-Pero, criatura, si están
esperando «eso», desde hace siglos, Julio Pesquera, un sacerdote tan
estudioso; don Reinaldo Guemes, un hombre virtuosísimo; y don, y don... -lista
de candidatos meritorios.
-¿Qué nos importa? Esos no han de
venir a aburrirnos... Mira que yo no puedo más. Si esto continúa, el año próximo,
¡a veranear a Biarritz!...
Y don Juan, que está encantado,
de su quinta, ante la amenaza, agachó la cabeza...
Ya sabe usted cómo es canónigo-
en Antiquis don Olimpio.
-Dios nos dé -agregó don Gervasio-
una buena imbecilidad de regadío, abonada y lindando con tierras de poderosos.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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