Es
de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La
nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera,
contribuye a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los
jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente
la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes, de los
estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron los patines en
la última sesión de patinaje que tanto divirtió a la Corte , porque el príncipe de
Circasia se dio unas costaladas regulares.
Las
estatuas parecen temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son
témpanos bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas,
las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj sostenido
por Genios que representan los destinos de la casa imperial, venciendo al
Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca.
Los
centinelas, en su garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza
primero y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes
militares, hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde
arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en
tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.
El
decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él
fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro
desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas de
palaciegos.
El
emperador se estremece y se incorpora en el gran lecho incrustado de marfil,
bajo las pieles rarísimas que lo mullen. Se le figura que una mano acaba de
posarse en su hombro. Y en efecto: a la luz de la lámpara de alabastro velada
de encaje, ve una figura venerable, un viejo aureolado por larguísima barba y
melenas, donde la nieve se diría que enredó sus vellones. La vestidura del
viejo deslumbra; túnica de brocado de oro, manto de terciopelo violeta orlado
de armiño. Una especie de mitra, en que las perlas se apiñan sobre la
filigrana, rodea sus sienes y comprime y hace bufar su gran cabellera nevada,
que se extiende caudalosa por los hombros. En la mano lleva cincelado
cofrecillo abierto, lleno de polvo aurífero impalpable:
-¡Bienvenido,
primo y señor! ¿Por qué viaja vuestra majestad en tan cruda noche? Conviene a
las testas coronadas no ponerse nunca en el caso de sufrir las molestias que
padecen los demás mortales. Dígnese vuestra majestad descansar bajo mi
hospitalario techo.
-No
acepto sino breves instantes, aunque vengo rendido de atravesar los dominios de
vuestra majestad, a los cuales no se les ve el fin; deben de cubrir buena parte
de la superficie del planeta.
-¡Ah!
-articula el emperador, satisfecho-. ¿Los ha recorrido vuestra majestad? ¿Se ha
enterado de su extensión y riquezas? Todos los climas, todas las producciones,
todas las razas reconocen mi soberanía. Cuando paso revista a mi ejército, en
él veo soldados blancos y rubios, de ojos azules; soldados de morena tez;
soldados de cutis amarillo y nariz achatada; ropajes orientales y envolturas
que preservan el rigor de las estaciones en los países hiperbóreos. Mi Imperio
produce el trigo y el zafiro, los minerales, las pieles y las maderas
odoríferas; es un gigante cuya cabeza, como la de vuestra majestad, se baña en
las nieves árticas, y cuyas manos se tienden hacia el Mediodía para abarcarlo.
Y en este Imperio yo soy Dios. A mi voz las frentes se inclinan, las
muchedumbres se prosternan, la plegaria por mí hace retemblar los iconostasios.
Mientras el soplo del huracán juega con los monarcas occidentales, nuestros
necios primos, yo, como un numen, me oculto en santuario inaccesible.
-Conozco
el poderío de vuestra majestad. Por eso sospecho si la tarea que me ha sido
encomendada resultará estéril; pero, obedeciendo, la cumplo.
-La
que me ordenó realizar el Niño. Vuelvo de Palestina; regreso a mi patria,
después del interminable viaje anual... ¡Es una maravilla lo lindo que está el
Niño y lo dulce y honesta que es la
Madre ! Nada perdió su inmortal hermosura en los mil
novecientos dos años transcurridos desde que por vez primera les adoré. Como
siempre, les he llevado mi ofrenda: polvo de oro del Ofir. Y el Niño, después
de extender sus manitas, que besé, y bendecir el oro, me ha dicho que lo
espolvoree por el suelo allí donde vea que el hombre atenta a la libertad del
hombre.
-¿Conque
esas mañas saca el Niño? -tartamudeó el emperador-. ¡Por cierto que le educan
bien mal su Madre y el Carpintero, gente baja al fin, aunque descienda de la casta
de nuestros augustos primos los reyes de Judá! Vuestra majestad, con la
experiencia que le dan los años, habrá comprendido que no debe cumplírsele al
Niño ese antojo.
-No
es posible desobedecerle, primo y señor -declaró gravemente el Mago-. He espolvoreado
la enorme porción de tierra donde reina vuestra majestad, aunque confieso que
dudo de ver germinar cosa alguna sobre la dura capa de hielo que la reviste.
Sin esperanzas voy derramando polvillo de oro; y la verdad: hace un instante,
en los jardines de este palacio, al caer el dorado polvillo, creí que el suelo
se estremecía y se agrietaba la capa de nieve. Tembló la tierra; me pareció que
un ruido cavernoso resonaba allá dentro. ¿Está segura vuestra majestad de que
no se halla minado su palacio?
-Vuestra
majestad es quien lo mina, y será preciso impedirlo -contesta enérgicamente el
emperador, hiriendo un timbre.
Aparece
la guardia. El viejo toma una pulgarada de polvillo, lo arroja a los soldados y
pasa por entre ellos libre y majestuoso.
Otro
efecto de nieve sobre los jardines y palacio real, pero nieve ya cuajada y que
empieza a derretirse formando un barro sucio y negruzco. En el alcázar se ven
todavía luces: ha habido en el comedor de diario espléndida cena de familia,
alegres y cariñosos brindis, y el emperador, rendido de recibir toda la tarde
felicitaciones, después de bendecir a sus hijos, que uno por uno le han besado
la mano respetuosamente, y de abrazar con afecto a la fecunda emperatriz, se
tiende en su estrecha y dura cama de campaña, única donde concilia el sueño, a
causa de la costumbre.
Apenas
empieza a aletargarse, le llaman con un ¡«Pssit»! muy bajo, y a la claridad de
la lamparilla divisa a un hombre en la fuerza de la edad, envuelta en ropón de
púrpura, bajo el cual se parece una armadura de admirable trabajo. Rodea sus
sienes una corona de picos: en su diestra alza rico pomo de mirra de fuerte
aroma, acre y embriagador.
-¿Qué
desea vuestra majestad, señor Rey Gaspar? -pregunta el emperador, que,
conociendo al viajero, salta de la cama y saluda militarmente.
-Felicitar
las Pascuas a vuestra majestad y confiarle un secreto. Es el caso que el Niño,
¿no sabe vuestra majestad?, ¡el Niño a quien todos los años voy a visitar en su
establo, para beber en sus ojos de violeta la sabiduría!, después de jugar con
esta mirra que le ofrecí y de arrojar sobre ella su aliento celestial, me manda
que gota a gota la esparza por el suelo del país donde el hombre tenga sed de
la sangre del hombre. Y al caer gotitas de esta mirra, primo y señor, observo
que la tierra, encharcada y pegajosa, se esponja, se entreabre, y nacen, surgen
y crecen olivos, rosas, mirtos, centeno, lúpulo, viñas cargadas de racimos.
¡Ah! Es un gran portento la tal mirra. Y a mí, señor y primo, la armadura me
asfixia, el corazón no me cabe en ella. Permítame vuestra majestad que salpique
de mirra su cabeza augusta.
-¡Qué
diantre! ¡Cosas de chiquillos! -gruñe el emperador-. Cuando el Niño crezca y se
aparte de las faldas y del regazo materno, diferentes serán sus caprichos. No hay
nada más santo que la guerra. Dios mismo guía a los ejércitos e infunde a los
caudillos arrojo y tino para asegurar la victoria. Sobre el campo de batalla se
cierne el Arcángel con sus alas salpicadas de rubíes y su gladio flamígero. El
soplo divino hincha mi pecho apenas lo cubre la coraza rutilante. Esto no se
les alcanza a los niños ni a las mujeres; convenido. Nosotros, pastores de
pueblos, jefes de razas, sonreímos ante ciertos arranques de debilidad
graciosa.
Y,
tomando unas gotas de mirra, las dispara a la frente del emperador. Éste exhala
un suspiro; se deja caer en el lecho de campana, y ve en sueños una pirámide de
huesos humanos, blanca y pulida, altísima. Sobre la cúspide, un cuervo grazna
plañideramente, hambriento, erizado el plumaje; y al pie, en las ramas de un
olivo nuevo, dos palomas se besan, juntando los picos.
En
el patio del alcázar, sobre el gran pilón del pórfido sostenido por leones,
recae el agua, melodiosa, con dulce porfía. La luna ilumina las arcadas
afiligranadas, juega en las charoladas hojas de los naranjos, descubre el
reflejo pálido de sus pomas de oro. Dos esclavos velan el sueño del emir, que
reposa vestido sobre un diván cubierto con una manta de fina pluma de avestruz
-porque la noche está algo fría y la helada ha endurecido los caminos del
desierto- y apoyando el pie en la garganta de una mujer desnuda, que hace de
cojín y presta calor más grato, que el de la manta.
Elegante
figura se desliza por entre los esclavos, invisible. Es un negro joven,
esbelto, de robusta y acerada musculatura, de piernas nerviosas, encerradas en
calzas prietas y salpicadas de lentejuelas, como las que ostentan los donceles
en los cuadros de Carpaccio: una sobrevesta de tisú de plata acusa sus formas;
un cinturón de pedrería sostiene sobre su vientre enjuto soberbio puñal; encima
de sus cabellos crespos se ladea un gorro de velludo carmesí, y bajo el ala
luce diademas de brillantes. El gallardo negro se inclina hacia el emir y le
baña el rostro con una bocanada de incienso, que humea en un incensario calado,
pendiente de cadenillas de perlas. Sobresaltado, el emir despierta, echando
mano a la gumía.
No
temas, soy Melchor, que, como tú, ejerce el mando en tribus del desierto y
posee palacios misteriosos que parecen labrados por los genios del aire. Vengo
a cumplir órdenes del Niño Yesuá, hijo de Leila Mariem.
-Columpiar
este incensario en todos los países donde el hombre trate a la mujer como
esclava y no como compañera.
-Pues
vuélvete a tierra de rumíes, Melchor. También allí necesitan el perfume de tu
incensario. Pero antes reposa. Eres mi huésped; voy a ordenar que te preparen
un baño con agua de rosas dos bellas cautivas.
«La Ilustración Artística », núm. 1045, 1902.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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