-Explíqueme
usted -dije al señor de Bernárdez- una cosa que siempre me infundió curiosidad.
¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos gemelos, los retratos de su
difunta esposa y de un niño desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni
sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada
enfrente, sobre el piano?... ¿No sabe usted?: una mujer joven, agraciada, con
flecos de ricillos a la frente.
El
septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por sus mustias
mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo atribuí a
cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole a continuar el paseo, tan
conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin cenar y
dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la caminata, y
anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un
banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje, nos tentó, y a
un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un
poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.
-Me
extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en poblaciones como
Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino, y glosa lo que ocurre
y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!
Comprendí
que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las curiosidades y
chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento de aprobación con la
cabeza. Dos minutos después pude convencerme de que, como casi todos los que
han tenido alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente
en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que prefieren ser
para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a cuestas su historia. He
aquí la de Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás
del verde monte en que se asienta Goyán:
-Mi
mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes con la leche en los labios.
Ella tenía quince años; yo, dieciocho. Una muchachada, quién lo duda. Lo que
pasó con tanto madrugar fue que, queriéndonos y llevándonos como dos ángeles,
de puro bien avenidos que estábamos, al entrar yo en los treinta y cinco mi
mujer empezó a parecerme así... vamos, como mi hermana. Le profesaba una
ternura sin límites; no hacía nada sin consultarla, no daba un paso que ella no
me aconsejase no veía sino por sus ojos..., pero todo fraternal, todo muy
tranquilo.
No
teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos rogativas ni
oferta a ningún santo para que nos enviase tal dolor de cabeza. La casa
marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría prosperaba; tomaba incremento
nuestra hacienda; adquiríamos tierras; gozábamos de mil comodidades; no
cruzábamos una palabra más alta que otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez
sin desazón ni sobresalto, como el marino que se acerca al término de un viaje
feliz, emprendido por iniciativa propia por gusto y por deber.
Cierto
día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la inquilina de una
casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una pobretona, viuda de un
guardia civil, y quedaba sola en el mundo la huérfana, criatura de cinco años.
-Podríamos
recogerla, Hipólito- añadió Romana. Parte el alma verla así. Le enseñaríamos a
planchar, a coser, a guisar, y tendríamos cuando sea mayor una cianita fiel y
humilde.
Recogimos,
pues, la criatura, que se llama Mercedes, y así que la lavamos y la
adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo ensortijado como virutas de
oro y unos ojos que parecían dos violetas, y una gracia y una zalamería...
Desde que la vimos.... ¡adiós planes de enseñarle a planchar y a poner el
puchero! Empezamos a educarla del modo que se educan las señoritas.... según
educaríamos a una hija, si la tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos
afinar mucho; pero se hizo todo lo que permite el rincón este. Y lo que es
mimarla... ¡Señor! ¡En especial Romana.... un desastre! Figúrese usted que la
pobre Romana, tan modesta para sí que jamás la vi encaprichada con un
perifollo-. encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes a la mejor
modista de Marineda. ¿Qué tal?
Cuando
llegó la chiquilla a presumir de mujer, empezaron también a requebrarla y a
rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, y yo a rabiar cuando
notaba que le hacían cocos. Ella se reía y me decía, siempre, mirándome mucho a
la cara:
Se
me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal y, sin embargo, no sé, en mi pellejo
lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me puse como lunático, y
sin intención, sin premeditar las consecuencias (porque repito que perdí la
chaveta completamente), yo, que había vivido más de veinte años como hombre de
bien y marido leal, lo eché a rodar todo en un día.... en un cuarto de hora...
Todo
a rodar, no; porque tan cierto como Dios nos oye, yo seguía consagrando un
cariño profundo, inalterable, a mi mujer, y si me proponen que la deje y me
vaya con Mercedes por esos mundos -se lo confesé a Mercedes misma, no crea
usted, y lloró a mares-, antes me aparto de cien Mercedes que de mi esposa.
Después de tantos años de vida común, se me figuraba que Romana y yo habíamos
nacido al mismo tiempo, y que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir.
Sólo que Mercedes me sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse a mí, la
sangre me daba una sola vuelta de arriba abajo y se me abrasaba el paladar, y
en los oídos me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me
aturdía.
-De
Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los chismosos
intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar disgustos, conté
una historia: dije que unos señores de Marineda, que iban a pasar larga
temporada en Madrid, querían llevarse a Mercedes, y lo que hice fue amueblar en
Marineda un piso, donde Mercedes se estableció decorosamente, con una cianita.
Al pretexto de asuntos, yo veía a la muchacha una vez por semana lo menos. Así,
la situación fue mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo
un mismo techo, y yo entre ellas.
Romana
callaba -era muy prudente, pero andaba inquieta, pensativa, alteada. Y decía
yo: ¿Por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿Por dónde creerá usted?
Una
tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme tiempo a soltar la capa, se
encerró conmigo en mi cuarto, y me dijo que no ignoraba el estado de
Mercedes... (¡Ya supondrá usted cuál sería el estado de Mercedes!...), y que,
pues había sufrido tanto y con tal paciencia, lo que naciese, para ella, para
Romana, tenía que ser en toda propiedad.... como si lo hubiese parido Romana
misma...
Me
quedé tonto... Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera, ¡con un
tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de derecho para
mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo vi empañado, lo envolví en un
chal de calceta que me dio Romana para ese fin, y en el coche de Marineda a
Goyán hizo su primer viaje de este mundo.
-¡Ajajá!
Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni Alfonso XIII se
haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde que se apoderó del pequeño,
no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. El niño dormía en su cuarto; ella
le vestía, ella le desnudaba, ella le tenía en el regazo, ella le enseñaba a
juntar las letras y ella le hacía rezar. Hasta formó resolución de testar en
favor del niño... Sólo que él falleció antes que Romana; como que al rapaz le
dieron las viruelas el veinte de marzo y una semana después voló a la gloria...
Y Romana.... el siete de abril fue cuando la desahució el médico, y la perdí a
la madrugada siguiente.
-¿Se
le pegaron las viruelas?- pregunté al señor de Bernárdez, que se aplicaba el
pañuelo sin desdoblar a los ribeteados y mortecinos ojos.
-Porque
malo soy, pero no tanto como eso -contestó en voz temblona, mientras una
aguadilla que no se redondeó en lágrimas asomaba a sus áridos lagrimales.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario