Un paisajista
sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de
Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa
que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como
espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde
crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes
lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y
el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con
maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o
amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre
casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa,
cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y
reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada
cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por
la chimenea -pues no la tenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas
casas de aldeanos de Galicia-, sino por todas partes; puertas, ventanas,
resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!
El complemento
del asunto -gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial
en algún cuadro idílico- era una niña como de trece a catorce años, que sacaba
a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en
el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia
encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la
llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del
cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago
reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval y
descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul
que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia
cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa
de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo
llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado -sin asomo de ofeliana
coquetería- con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los
linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel,
o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía
-al decir de las gentes- singular parecido.
La célebre
patrona, objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de aquellos contornos,
era un «cuerpo santo», traído de Roma por cierto industrioso gallego, especie
de Gil Blas, que, habiendo llegado, por azares de la fortuna a servidor de un
cardenal romano, no pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo,
diez años de buenos y leales servicios, que la urna y efigie que adornaban el
oratorio del cardenal. Diéronselas y las trajo a su aldea, no sin aparato. Con
sus ahorrillos y alguna ayuda del arzobispo, elevó modesta capilla, que a los
pocos años de su muerte las limosnas de los fieles, la súbita devoción
despertada en muchas leguas a la redonda, transformaron en rico santuario, con
su gran iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo que desde
luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella olvidada parroquia
de montaña en pingue canonjía. No era fácil averiguar con rigurosa exactitud
histórica, ni apoyándose en documentos fehacientes e incontrovertibles, a quién
habría pertenecido el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza de
cera de la Santa. Solo
un papel amarillento, escrito con letra menuda y firme y pegado en el fondo de
la urna, afirmaba ser aquellas las reliquias de la bienaventurada Herminia,
noble virgen que padeció martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las
actas de los mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada
Herminia. Los aldeanos tampoco lo preguntaban, ni ganas de meterse en tales
honduras. Para ellos, la Santa
no era figura de cera, sino el mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de
la mártir hicieron el gracioso y familiar de Minia, y a fin de
apropiárselo mejor, le añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de
Tornelos. Poco les importaba a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo de
su Santa; veneraban en ella la
Inocencia y el Martirio, el heroísmo de la debilidad; cosa
sublime.
A la rapaza del
molino le habían puesto Minia en la pila bautismal, y todos los años, el día de
la fiesta de su patrona, arrodillábase la chiquilla delante de la urna tan
embelesada con la contemplación de la
Santa , que ni acertaba a mover los labios rezando. La
fascinaba la efigie, que para ella también era un cuerpo real, un verdadero
cadáver. Ello es que la Santa
estaba preciosa; preciosa y terrible a la vez. Representaba la cérea figura a
una jovencita como de quince años, de perfectas facciones pálidas. Al través de
sus párpados cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la
contracción de la agonía, veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso
brillo. La boca, también entreabierta, tenía los labios lívidos, y transparecía
el esmalte de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre el almohadón de seda
carmesí que cubría un encaje de oro ya deslucido, ostentaba encima del pelo
rubio una corona de rosas de plata; y la postura permitía ver perfectamente la
herida de la garganta, estudiada con clínica exactitud; las cortadas arterias,
la laringe, la sangre, de la cual algunas gotas negreaban sobre el cuello.
Vestía la Santa
dalmática de brocado verde sobre túnica de tafetán color de caramelo, atavío
más teatral que romano en el cual entraban como elemento ornamental bastantes
lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos, finísimamente modeladas y exangües,
se cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los vidrios de la urna,
al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas, ajadas por el
transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural. Diríase que la herida iba a
derramar sangre fresca.
La chiquilla
volvía de la iglesia ensimismada y absorta. Era siempre de pocas palabras; pero
un mes después de la fiesta patronal, difícilmente salía de su mutismo, ni se
veía en sus labios la sonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que «se parecía
mucho con la Santa ».
Los aldeanos no
son blandos de corazón; al revés, suelen tenerlo tan duro y callado como las
palmas de las manos; pero cuando no esta en juego su interés propio, poseen
cierto instinto de justicia que los induce a tomar el partido del débil
oprimido por el fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana
de padre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia era
molinero, y se había muerto de intermitentes palúdicas, mal frecuente en los de
su oficio; la madre le siguió al sepulcro, no arrebatada de pena, que en una
aldeana sería extraño género de muerte, sino a poder de un dolor de costado que
tomó saliendo sudorosa de cocer la hornada de maíz. Minia quedó solita a la
edad de año y medio, recién destetada. Su tío, Juan Ramón -que se ganaba la
vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no era amigo de labranza,
entró en el molino como en casa propia, y, encontrando la industria ya fundada,
la clientela establecida, el negocio entretenido y cómodo, ascendió a molinero,
que en la aldea es ascender a personaje. No tardó en ser su consorte la moza
con quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición: varón y
hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más diferencia aparente
sino que los chiquitines decían al molinero y a la molinera papai y mamai,
mientras Minia, aunque nadie se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca de otro
modo que «señor tío» y «señora tía».
Si se estudiase
a fondo la situación de la familia, se verían diferencias más graves. Minia
vivía relegada a la condición de criada o moza de faena. No es decir que sus
primos no trabajasen, porque el trabajo a nadie perdona en casa del labriego;
pero las labores más viles, las tareas más duras, guardábanse para Minia. Su
prima Melia, destinada por su madre a costurera, que es entre las campesinas
profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita, y se divertía oyendo
los requiebros bárbaros y las picardihuelas de los mozos y mozas que acudían al
molino y se pasaban allí la noche en vela y broma, con notoria ventaja del
diablo y no sin frecuente e ilegal acrecentamiento de nuestra especie. Minia
era quien ayudaba a cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas,
amasaba el pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas;
la que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del monte el
haz de leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de hierba del prado.
Andrés, el mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábase la vida en el molino,
ayudando a la molienda y al maquileo, y de riola, fiesta, canto y
repiqueteo de panderetas con los demás rapaces y rapazas. De esta temprana
escuela de corrupción sacaba el muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a
veces molestaban a Minia, sin que ella supiese por qué ni tratase de
comprenderlo.
El molino,
durante varios años, produjo lo suficiente para proporcionar a la familia
cierto desahogo. Juan Ramón tomaba el negocio con interés, estaba siempre a
punto aguardando por la parroquia, era activo, vigilante y exacto. Poco a poco,
con el desgaste de la vida que corre insensible y grata, resurgieron sus
aficiones a la holgazanería y al bienestar, y empezaron los descuidos,
parientes tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego estriba en
poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote, carne de vez en cuando, pantrigo
a discreción, leche cuajada o fresca, esto distingue al labrador acomodado del
desvalido. Después viene el lujo de la indumentaria: el buen traje de rizo,
las polainas de prolijo pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan
flores de seda, el pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco.
Juan Ramón tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el
traje lo que introducía desequilibrio en su presupuesto, sino la pícara
costumbre, que iba arraigándose, de «echar una pinga» en la taberna del Canelo,
primero, todos los domingos; luego, las fiestas de guardar; por último muchos
días en que la Santa Madre Iglesia
no impone precepto de misa a los fieles. Después de las libaciones, el molinero
regresaba a su molino, ya alegre como unas pascuas, ya tétrico, renegando de su
suerte y con ganas de arrimar a alguien un sopapo. Melia, al verle volver así,
se escondía. Andrés, la primera vez que su padre le descargó un palo con la
tranca de la puerta, se revolvió como una fiera, le sujetó y no le dejó ganas
de nuevas agresiones; Pepona, la molinera, más fuerte, huesuda y recia que su
marido, también era capaz de pagar en buena moneda el cachete; sólo quedaba
Minia, víctima sufrida y constante. La niña recibía los golpes con estoicismo,
palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor -cuando, por ejemplo, la hería en
la espinilla o en la cadera la punta de un zueco de palo, pero no llorando
jamás. La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres
compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después de misa; en
las deshojas del maíz, en la romería del santuario, en las ferias, comenzaba a
susurrarse que el molinero se empeñaba, que el molino se hundía, que en las
maquilas robaban sin temor de Dios, y que no tardaría la rueda en pararse y los
alguaciles en entrar allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre
los lomos.
Una persona
luchaba contra la desorganización creciente de aquella humilde industria y
aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera, mujer avara, codiciosa, ahorrona
hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y áspera. Levantada antes que rayase el
día, incansable en el trabajo, siempre se la veía, ya inclinada labrando la
tierra, ya en el molino regateando la maquila, ya trotando, descalza, por el
camino de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras en la
cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo, la
economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la pereza de dos hombres? En
una mañana se bebía Juan Ramón, en una noche de tuna despilfarraba Andrés el
fruto de la semana de Pepona.
Mal andaban los
negocios de la casa, y peor humorada la molinera, cuando vino a complicar la
situación un año fatal, año de miseria y sequía, en que, perdiéndose la cosecha
del maíz y trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas, de secos habones, de
pobres y héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha anterior, roído ya
por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que se puede
imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de reducción que consigue
el estómago de un labrador gallego y la vacuidad a que se sujetan sus elásticas
tripas en años así. Berzas espesadas con harina y suavizadas con una corteza de
tocino rancio; y esto un día y otro día, sin sustancia de carne, sin gota de
vino para reforzar un poco los espíritus vitales y devolver vigor al cuerpo. La
patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía, porque no sé si dije que
lo que voy contando ocurrió en los primeros lustros del siglo décimonono.
Considérese
cuál andaría con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha,
descansaba forzosamente la muela. El rodezno, parado y silencioso, infundía
tristeza; semejaba el brazo de un paralítico. Los ratones, furiosos de no
encontrar grano que roer, famélicos también ellos, correteaban alrededor de la
piedra, exhalando agrios chillidos. Andrés, aburrido por la falta de la
acostumbrada tertulia, se metía cada vez más en danzas y aventuras amorosas,
volviendo a casa como su padre, rendido y enojado, con las manos que le
hormigueaban por zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de galantería rústica y de
brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre porque la pitanza era escasa y
desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria en feria buscando lances,
pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó soldado y se fue con el
chopo camino de la ciudad. Hablando como la dura verdad nos impone, confesaremos
que la mayor satisfacción que pudo dar a su madre fue quitársele de la vista:
ningún pedazo de pan traía a casa, y en ella solo sabía derrochar y gruñir,
confirmando la sentencia: «Donde no hay harina, todo es mohína».
La víctima
propiciatoria, la que expiaba todos los sinsabores y desengaños de Pepona,
era..., ¿quién había de ser? Siempre había tratado Pepona a Minia con hostil
indiferencia; ahora, con odio sañudo de impía madrastra. Para Minia los
harapos; para Melia los refajos de grana; para Minia la cama en el duro suelo;
para Melia un leito igual al de sus padres; a Minia se le arrojaba la
corteza de pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia despachaba
el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás.
Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza se
inclinaba a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose entonces su
parecido con la Santa.
Callada , exteriormente insensible, la muchacha sufría en
secreto angustia mortal, inexplicables mareos, ansias de llorar, dolores en lo
más profundo y delicado de su organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas
ganas constantes de morirse para descansar yéndose al cielo... Y el paisajista
o el poeta que cruzase ante el molino y viese el frondoso castaño, la represa
con su agua durmiente y su orla de cañas, la pastorcilla rubia, que, pensativa,
dejaba a la vaca saciarse libremente por el lindero orlado de flores, soñaría
con idilios y haría una descripción apacible y encantadora de la infeliz niña
golpeada y hambrienta, medio idiota ya a fuerza de desamores y crueldades.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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