Solía
yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito
donde mi madre -cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado- me
obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía
romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de
Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto
sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago
que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la
consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre.
Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas,
que no pudieron humanamente evitarlo.
He
notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a
una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo
el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la
enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de
sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse
la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber
el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes,
verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los
demás países del mundo.
Y,
siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta,
aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de
sangre de lo que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce
escepticismo en lo que respecta a la infabilidad de los demás especialistas en
los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia se divide, como torta cortadita en
trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y consuelo de ignorantes.
Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una parra, cuyas
uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y
confianzudas, nos miraban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en
seguida entre cañas y espadañuelas.
Caldereta
reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por la
idea de que también estas eminencias de extranjis, trom-peteadas y
célebres, se equivocan como cada hijo de vecino, como puede equivocarse la
notabilidad de campanario que vegeta en el rincón silencioso de un pueblo,
igual que las ranas en su palude, croando a la luna.
-Si,
sí -repetía-. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Cham-pollion, del gran
preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló,
mediante ellos, el misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora
tan oscuro como están los códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico:
una de esas historias que recuerdan a veces, al final de las sesiones
académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días ha vuelto a salir
a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao, fabricados
ayer por un falsificador y consagrados un momento por todo el areópago de los
inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo...
La
cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a
organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la
primera del mundo. Diariamente recibía el director del Museo fardos y cajas
conteniendo momias, diosecitos, collares, objetos encontrados en las
sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos misteriosos. Al punto los copiaba
exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan modesto se ganaba el
pan.
Y he
aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega
un papiro con infinitos garabatos y dibujos.
-Agradeceré
-advirtióle- que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo
convidado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que
antes que nadie vea la nueva remesa y la traduzca.
Cargó
el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una
tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso
dio principio a su labor... Y he aquí que, por culpa precisa-mente de los
nervios, alterados con la prisa, da un manotón involuntario, y el tintero,
enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de papiro que el escriba, con su
delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos miles de años...
Era
un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal.
Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba
la tinta, borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo.
«¿Qué
hacer? -pensó el mísero-. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el
sustento de sus hijos?»
El
mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros,
justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto
acudió la idea, salvadora acaso!
«Desde
que copio estas malditas tiras -pensó-, ¿no he notado que son todas iguales?
Hiladas y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de
escarabajos, de cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de
Champollion viene a comer; por muy sabio que sea, después de comer no va a
ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá echar un sueñecito, o fumar, o charlar,
o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba, al menos mientras digiere!
¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre con la nariz
sobre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana
diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el
tintero..., y malo será que, por lo menos, no les quede la duda...»
Y,
en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho -pues él no entendía
palabra de lo que copiaba diariamente-, de ibis, cocodrilos, escarabajos
sagrados y cruces con asa... Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al
director, que estaba en gran conferencia con el propio Champollion, comentando
los recientes envíos.
Nuevo
sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres -a
los amargos postres-, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque
el director, frotándose las manos, ordenó:
Con
manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una
momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más
echarse de rodillas, confesar, pedir misericordia?
Champollion,
reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con la mano, y
se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él
comprensibles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la
respiración congojosa del falsario, a pique de ser descubierto...
De
pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo...
Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la
inscripción que no existía!...
-«A
la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y
el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo...»
El
pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin
interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el
último jeroglífico!
-Y
ahí tiene usted -añadió Caldereta- por lo que he llegado a desconfiar de la
ciencia y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no
puede ocurrir con una lápida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso
no cabe falsificación... ¡Las lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 31, 1909.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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