No
hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución
y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por
primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de
Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.
Yo
no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos
fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda,
recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía
de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las
dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire
ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que
prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con
galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.
Nos
sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz,
porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni
entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga,
segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había
aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío
penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire
glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se
desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de
planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior
habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía
verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta
dada por las monjas de la
Anunciación...
Advertidos
de la desgracia los amigos íntimos, se decidió que yo me encargaría de avisar
al hermano de la difunta. Don Ambrosio Corchado no vivía en la misma ciudad que
su hermana, sino a dos leguas, en una posesión de donde no salía jamás, y donde
la viuda residía en la temporada de verano. Rico y poco sociable, don Ambrosio
realizaba el tipo de solterón: no quería molestar al mundo, y menos toleraba
que el mundo le molestase a él. A su manera, lo pasaba perfectamente, introduciendo
mejoras en su finca, dirigiendo la labranza y cebando gallinas y cerdos. Es
cuanto sabíamos de don Ambrosio. Para cumplir sin tardanza mi cometido,
encargué un coche, y a los tres cuartos de hora lo tenía ante la puerta, con
repique de cascabeles y traqueteo de ruedas chirriantes.
Entré
en el desvencijado vehículo y tomamos la dirección de la finca. Era preciosa la
mañana, vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiando la primavera, que se
acercaba ya. Reclinado en el fondo del birlocho, viendo desaparecer por la
ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, a pesar del buen tiempo y del aire
puro y vivo, una dolorosa melancolía, una especie de aprensión y de timidez
violenta.
El
corazón se me encogió, pensando en lo que debía participar a don Ambrosio, y en
cómo empezaría a hacerle paladear el trago para que sintiese menos su amargor.
Me representaba con eficacia lo dramático del momento. Don Ambrosio no tenía
otra hermana, ni más familia en el mundo. La señora de Lasmarcas no dejaba
hijos que pudiese recoger su hermano y que alegrasen su solitaria vejez. ¡Una
hermana! El ser a quien acompañamos desde la cuna; con quien hemos jugado de
niños; ser que lleva nuestra sangre; que ha compartido nuestros primeros
inocentes goces, nuestros primeros berrinches; que ha sido nuestro confidente,
nuestro encubridor, que vio nuestras travesuras y se emocionó con nuestros
amoríos infantiles; la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplice
desinteresada, la defensora. El que no conoce otro afecto; el que de todos los
suyos conserva una hermana, ¡qué sentirá al saber que la ha perdido! Sin duda
alguna, lo que el árbol cuando le hincan el hacha en mitad del tronco, cuando
lo hienden y parten. Además, ¡era tan súbita la muerte! Tal vez don Ambrosio se
había forjado mil veces la ilusión de que su hermana, más joven que él, le
cerraría los ojos.
Estos
pensamientos exaltaron mi imaginación, me causaron tan indefinible angustia,
que al pararse el coche ante el portón de la finca llevaba yo los ojos
humedecidos de lágrimas. Dominé mi debilidad, salté a tierra, y al preguntar
por don Ambrosio a un hombre que igualaba la arena del patio, soltó él de muy
buena gana el escardillo y me guió, pasando por hermosos jardines adornados con
fuentes y por un huerto de frutales, a una pradería, donde varios gañanes
trabajaban en segar hierba y amontonarla en carros, bajo la inspección de un
vejete de antiparras azules y sombrero de paja. Era don Ambrosio en persona.
Me
saludó con sorpresa, y al decirle que venía por un asunto de cierta
importancia, mostró bastante amabilidad. Explicóme que el pradito aquel rendía
todos los años más de treinta carros de hierba seca, que se vendía como pan
bendito; y cediendo a la propensión de hablar sólo de lo que se roza con
preocupaciones del orden práctico, añadió que temía que viniese a llover, y
activaba la faena a fin de recoger la hierba en buenas condiciones. Después me
señaló a una esquina del prado, que cruzaba un limpio riachuelo, y me preguntó
si creía la fuerza del agua suficiente para hacer mover un molino harinero que
pensaba instalar allí. Su cara arrugadilla y su cascada voz adquirían gravedad
al enunciar estos propósitos. Yo, entre tanto buscaba sitio por donde herirle;
pero dos o tres insinuaciones acerca de la mala salud de la viuda no arrancaron
más que un distraído «vaya, vaya». Entonces resolví apretar y entré en materia:
venía precisamente porque la señora, algo enferma desde ayer...
Me
sublevó la salida, y solté las dos palabras «enfermedad grave»... Al través de
los azules vidrios noté que parpadeaba el viejo.
-Pues
que se consulte, que se consulte -repitió volviéndose para ver pasar un carro
cargado a colmo-. ¡Eh -gritó dirigiéndose a los gañanes-, brutos, que se os cae
la mitad de la hierba! ¡Sujetad bien la carga, por Cristo!
-¿No
le digo a usted -interrumpí alzando también la voz- que no dio lugar a
consultar nada? Fue de pronto..., la...
Don
Ambrosio hizo un movimiento hacia atrás. Sus vidrios azules centellearon al
sol, Titubeando murmuró:
-Que
ha fallecido su hermana de usted, sí, señor; esta mañana se la encontraron
cadáver... en la cama... Un derrame seroso.
El
viejo guardó silencio, columpiando la cabeza. Después de una pausa, tosiqueó y
dijo tranquilamente:
-¡Válgate
Dios! Le llegó su hora a la pobre... Bueno; si hay cualquier dificultad para el
entierro, que... que cuenten conmigo... Por poco más... ¿sabe usted?, que se
haga todo con decencia... En cien duros arriba o abajo no deben ustedes
reparar.
-Verá
usted... Con el prado a medio segar y este tiempo tan a propósito...,
imposible. ¡Bueno andaría esto si faltase yo! Mañana justamente viene el
maestro de obras para tratar lo del molino... Hay que rumiar el contrato,
porque si no esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted qué opina? ¿Tendrá fuerza el
agua? Ahora en primavera no hay cuidado; pero ¿en otoño?
Salí
de allí en tal estado de exasperación, que batí la portezuela del coche al
cerrarla, contribuyendo a desbaratar el fementido birlocho. Otra vez me
dominaba una tristeza invencible; me sentía ridículo, y la miseria de nuestra
condición me abrumaba al pensar en aquel vejete insensible como una roca, que
sólo se ocupaba en el prado y el molino y se olvidaba de la proximidad de la
muerte. ¡Valiente necedad mis precauciones y mis recelos para darle la noticia!
De pronto se me ocurrió una idea singular. Mi acceso de sensibilidad compensaba
la indiferencia de don Ambrosio. El verdadero «hermano» de la pobre muerta era
yo, yo que había sentido el dolor fraternal, yo que me había sustituido, con la
voluntad y el sentido, al hermano según la carne. En el mundo moral como en el
físico nada se pierde, y todos los que tienen derecho a una suma de cariño, la
cobran, si no del que se la debe, de otro generoso pagador. Consolado al
discurrir así, saqué la cabeza por la ventana y dije al cochero (de veras que
se lo dije):
-Más
aprisa, que necesito disponer el funeral de mi hermana.
«El Imparcial», 15 febrero 1897.
Cuento de amor
«El Imparcial», 15 febrero 1897.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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