Translate

martes, 16 de septiembre de 2014

Sin esperanza

El jefe de la estación, en su lugar, aguarda el tren, el duodécimo en aquel día despachado. ¡Qué movimiento el de la estación de Cigüeñal! Cosa de no pa­rar un instante. Apenas sale un tren, ya es preciso pensar en la llegada de otro; y los intervalos de silencio y cal­ma en que el andén enmudece y se ven los rieles desiertos, a estilo de severas arrugas sobre un rostro caduco, se di­ría que hacen resaltar, por el contraste, el bullicio infernal de las entradas y salidas.
El jefe aguarda. Dominando la fati­ga, por una tensión mecánica de la Yo lúntad; llamando en su ayuda las fuer­zas de un organismo en otro tiempo ro­busto, hoy qnebrantadísimo, minado en todos sentidos, como la tierra de los hormigueros, no piensa, no quiere pen­sar sino en su obligación. Terrible es la faena diaria del jefe de Cigüeñal. Para él no hay domingns, días festivos, Car­navales ni Navidades; para él no hay día ni noche; cada una tiene que levan tarse tres veces: en invierno, tiritan­do; en verano, sudoroso, debilitado, aturdido; para él la vida es una serie de sobresaltos, y al campanilleo del te­légrafo responde el golpe de su corazón en perpetua inquietud, el latir de sus sienes, que acabarán por estallar bajo la presión férrea de la atención siempre fija.
Al conseguir aquel puesto, el jefe se había casado con una señorita pobre, a quien desde hacía tiempo amaba. Nin­guna dulzura encontró en la luna de miel. Engulló la dicha: no la saboreó. No tuvo tiempo de darse cuenta de que era feliz. Ciertamente que no había so­ñado el buen hombre con embriague­ces líricas en noches de luna, ni con éxtasis de misterio en jardines satura­dos de perfumes. Sus aspiraciones eran más modestas. Comer tranquiamente al lado de su esposa, llevarla del brazo a un paseo por los alrededores pedre­gosos y áridos de la estación, cerrar temprano la puerta en una velada de invierno y no despertarse hasta bien entrado el siguiente día, para beber, arropadito en el tálamo, un vaso de café caliente, azucarado, reanimador... Bastábale este idilio en prosa llana, hu­milde... Pero humilde y todo, no se lo deparaba la fortuna. Estaban allí, celo­sos exigentes, los dos númenes: el De­ber y la Respon-sabilidad, prohibiendo toda expansión inútil; reclamando ca­da hora, cada minuto, cada segundo. Y el jefe de Cigüeñal no supo qué sería esa cosa tan dulce e inefable: la proscripción del reloj, el olvido del tiempo en la intimidad amorosa...
Ahora, como le ha nacido una niña..., el jefe quisiera poder ser padre un día entero. Aspiración irrealizable también. Caricias rápidas, momentos fugaces de tener en brazos a la criatura: nunca un hartazgo de paternidad; con, labios be­sucones y manos entretenidas en con­feccionar juguetes de papel, barquitos y pájaras. La niña ha llegado al perío­do de la déntición; ya 'balbuce pala­bras, ya. sufre dolores... El padre ni lo oye ni lo ve. Los dos Moloch -Respon­sabilídad y Deber- le -reclaman, le su­jetán; le oprimen más y más. ¡Al an­dén; a. la oficina! ¡A la oficina, al an­dén! ¡A dar la salida, a recibir! ¡A re­cibir, a dar la salida! ¡Atención al te­légrafo! ¡Que falta un coche! ¡Que llega la expedición! ¡Que al menor des­cuido ocurrirá una catástrofe! Y cuan­do la niña se enferma gravemente y su madre tiene que llevársela a Aurjabella, a consultarla con un médico de renom­bre, allí se queda el padre, el corazón apretado, la garganta llena de sollozos a medio formar, él alma nublada por presentimientos negros, anhelos del triste goce de rumiar su pena; pero con el pensamiento confiscado, sujeto a la cadena de sus funciones, de la cual no es lícito ni tirar. ¡Extraña esclavi­tud!
Otros dedican a la labor las fuer­zas corporales, y mientras tanto su mente recorre los espacios, da libre a donde la lleva la voluntad. No así el jefe de estación. Aun en sueños, en los agitados y cortos sueños que llega a conciliar, le aprieta el cuello la argolla del esclavo, y tiene pesadillas en que ve hacinarse y cabalgarse brutalmente los destrozados vagones, o subir las lla­mas devorando los depósitos de mer­cancías.
Lo que él quisiera contemplar es la cara sonrosada y picada de hoyuelos por la risa, las pupilas luminosas, ne­gras, cándidas; los rizos alborotados, en que juguetea el sol, de su nené. ¿Có­mo estará? ¿Qué estragos hará en esa faz adorable el padecimiento? ¿Y las hinchadas encías, calientes, dolorosas? ¿Y el vientrecito, duro y estirado como el parche de un tambor? ¿Volverá al lado de su padre la criatura? ¿Regre­sará sólo la madre, con los ojos enroje­cidos y las mejillas azuladas, devasta­das por el llanto del desconsuelo que arranca el dolor de los dolores? El jefe «siente» que esto es lo único que real­mente le importa en la vída; y, sin em­bargo, no le es permitido «pensar» en ello. Su cabeza pertenece a la Compañía y a los viajeros: El drama íntima de aquel hombre, que él se lo trague; a nadie interesa. Lo único que importa es que los trenes vengan y vayan como es debido; a su tiempo; que la vía esté libre, que la máquina-hombre funcione lo mismo que la de vapor.
No creáis que el jefe protesta contra esta necesidad. Al contrarió: se ha pe­netrado de ella; cual el buen soldado, de la rigurosa disciplina. Su conciencia, siempre vigilante, le reprende cuando se deja llevar, con tierna distracción, hacia la cunita de la nené enferma y ausente: ¿Qué es eso? ¿Acaso tiene el jefe de Cigüeñal el derecho de ser pa­dre solícito; inquieto, mimoso? No, no; él desempeña otra misión en el mundo. A su puesto. ¡Firmes! Sólo una cosa preocupa al jefe. ¿Conservará mucho tiempo la resistencia física? A veces no­ta desvanecimientos; su cuerpo se in­clina a los lados como el de un beodo; sus piernas parecen hechas de algodón en rama; su memoria no retiene lo más usual; su vista se debilita; su corazón diríase que va a pararse; estallan de jaquecas sus sienes. Apura el vaso de vino añejo y se reanima. ¡Animo! ¡Una vez más!, A esperar el, tren, el tren de Portugal, el duodécimo tren aquel día despachado. Un tren de com­promiso, porque inmediatamente, en sentido opuesto, viene el mercancías, y es preciso que éste no salga hasta que llegue el otro:
En pie en, el andén, el jefe presta oído. Un repique del telégrafo le hace estremecer. ¿Será comunicación de Au­riabella, noticias de la criatura? La ma­dre acude con frecuencia a este medio para enterar al padre. Por la mañana le ha dicho lacónicamente: «No hay novedad. No mejora.» De un salto el jefe se acerca al aparato, desvía al te­legrafista, descifra la comunicación y se incorpora, llevándose las manos a la cabeza con ademán de loco. Ha leído una frase sencilla. «Sin esperanza.» ¡La niña ha muerto! Sí, ha muerto, de seguro; ese telegrama no es de la madre; es de algún amigo oficioso que prepara la fatal noticia... ¡Sin espe­ranza! El jefe se agita, oscila, cae co­mo un maniquí de plomo en el viejo sillón de gutapercha; su cabeza choca contra la mesa de la oficina. El telegra­fista, solicito, alarmado, le llama, le mueve; cree que se trata de un acci­dente mortal, de algún derrame... No. El jefe se levanta lívido, con los ojos atónitos, y en voz desmayada murmu­ra: «Allá voy... El tren está ahí.»
Era cierto. El tren había llegado. Por primera vez, desde hacía años, encon­trábase el jefe ausente del andén en tal momento. ¡Qué grave falta! Pero ya acudía a remediarlo todo, a estable­cer el orden, a vigilar. Las piernas se resistían un poco; la maldita cabeza parecía tener dentro una humareda es­pesa y ardiente; los ojos veían luceci­tas rojas... No importa. Allí estaba el jefe cumpliendo su función. ¡La sali­da! ¡En marcha! ¡Adelante el tren de Portugal!
Aún retemblaban los rieles; aún no se había disipado el humo de la loco­motora, cuando el jefe, que se retiraba a su oficina tambaleándose, exhaló un gran grito, dos exclamaciones, y, se quedó luego como hecho de piedra:
-¡El mercancías! ¡El mercancías!
Es imposible imaginar la desespera­ción de su acento. Aquel mercancías, el número «trece» del día, se acercaba; estaba avisado. No podía salir el portu­gués hasta la llegada del otro, a no ser que el otro trajese retraso y diese espa­cio al cruce en la inmediata estación. Sólo el jefe podía saber esto. ¡Y el jefe sabía, había olvidadoo y recordaba entonces que el mercancías venía ya, en sentido contrario al tren acabado de salir!
No acertó ni a explicar lo que le pa­saba, ni a transmitir la alarma horri­ble. Sus manos, mecánicamente, quisie­ron aflojar la corbata y el cuello, y no lo lograron. Cayó de cara contra la tie­rra. Esta vez sí que era congestión ful­minante.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario