No
hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en
aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se
agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre
-aunque no escaseaban las disertaciones- quedábamos en mayor confusión. Uno
sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del
color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más
allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del
tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza
con la bondad y con la inteligencia... Y el original de Donato Abréu, que solía
escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:
-No
es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se
acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno... Todo eso estaba en
nuestra retina..., y en ninguna parte más.
-Es
que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de
nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se
trata de la belleza femenil?
-¡Ah
pícaro! -protestó el escultor-. ¡Se refugia usted ahí..., porque es donde menor
refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese
usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el
torso de una estatua griega...
-¡Bah!
Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La Venus dormida en
su concha, que presentó usted hace dos años y se llevó la medalla, no se
asemeja a la Venus
clásica, y no por eso deja de ser hermosa..., es decir, de parecerlo... Pero no
nos salgamos del terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos.
¿Hablábamos de mujeres, sí o no?
-¿De
mujeres? ¡Siempre! -afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según malas
lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso. ¿Qué otra cosa merece la pena de
discutirse en este mundo?
-Entonces,
pleito ganado -insistió Donato recalcándose en la butaca-. ¿Sostienen ustedes
que la hermosura de determinada mujer es la causa de los sentimientos
especiales que esa mujer nos inspira?
-¿Pues
qué había de ser? -repuso Tresmes-. ¿Su fealdad? O es hermosa, o hermosa la
creemos, y de esa belleza nos enamoramos..., más o menos... ¡Que en eso cabe
una escala infinita de grados y matices!
-Oigan
-suplicó Donato- no mis razones, sino la historia muy verdadera de un amigo mío
que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando aliviarse de un delito
amoroso, se dedicó a viajar, y en Roma una fiebre palúdica, lo que allí conocen
por malaria, le curó la enfermedad de vivir.
Mi
amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico. Los otros,
fruto del primer tálamo, le adoraban y le ampararon como padre cuando todos
quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una señorita llamada
Jacinta, y mi amigo Marcelo le diremos, por no divulgar su verdadero nombre,
fue a vivir a Madrid con el nuevo matrimonio, para terminar la carrera de
arquitecto. Era «muy bella» la cuñadita Jacinta -ya ven ustedes que me sirvo de
lenguaje usual-, y Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se
prendó de Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando
interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se propuso
esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar asomar por
ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la médula de los
huesos. Y hubiese cumplido su propósito, a no suceder cosa más terrible aún:
que la señora, objeto de tan reprobable afición, o porque la adivinó o porque
se contagió con ella sin adivinarla, al cabo dio en padecer del mismo achaque,
y menos cauta, lo descubrió con indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose
débil y vencido antes de pelear, apeló a poner tierra en medio... Dijo a su
hermano que se encontraba enfermo, y esto no era sino relativa mentira, y que
necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo; y el
hermano, solícito y compadecido, le envió a un cortijo que había heredado de su
suegro, y que por encontrarse en lo más florido y frondoso de la serranía de
Córdoba y ser entonces el mes de abril, debía de estar convertido en vergel
delicioso.
-Habrá
comodidad suficiente para ti -advirtió, porque el padre de mi Jacinta tenía
cariño a ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque Jacinta nunca ha
puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar no sé qué de la mujer del
capataz...; pero ¡si se creyese cuanto se oye! En fin, lo esencial es que no te
faltarán ropas ni muebles... Y si algo te falta, pídelo en seguida.
Marchó
Marcelo asaz desesperado a su Tebaida, y el capataz le recibió con agasajo,
encargando a su hija, mocita como de veinte años de edad, que sirviese y
atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que sufriría éste cuando, al
fijar los ojos en el rostro de la hija del capataz, vio en él una copia
perfectísima, un acabado trasunto del de Jacinta! Era semejanza, no sólo de
facciones, sino de expresión, modales y gesto, y, lo que más turbó a Marcelo,
hasta de metal de voz, con un ceceo andaluz que hacía encantador el de
Manuelita la cortijera! Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba
clavados en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigo, el
color quebrado de la suave tez que le enloquecía, y acordándose de las
indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró de
encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando que la
serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina a su modo, viva y lista
como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en replicar, aguda en
comprender, sensible a ratos y arisca a tiempo, sabía, además, rasguear la
guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba el sentido. Marcelo,
embelesado, pensó que la misma Providencia le deparaba tan sabroso remedio a
sus enfermedades morales, y se dedicó a la serrana, galanteándola y
persiguiéndola sin tregua, a favor de aquella libertad que da el campo y de las
rodadas ocasiones que brinda el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se
defendió; pero al cabo fue ablandándose, y consintió en acudir a una reja baja,
donde sin peligro para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo
que suele costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes
vienen fatalmente a su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar, acabó
por conceder a Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la reja, se
hablasen dentro del aposento que la reja defendía...
-Marcelo
entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la imaginación el bien
que esperaba. No se había atrevido Manuelita a encender luz; pero la de la luna
entraba a oleadas por la reja, en la cual se apoyaba la muchacha ruborizada y
acaso medio arrepentida ya, y alumbraba de lleno su rostro, haciéndole parecer
más descolorido, del tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro
rodete. Marcelo se adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse a
Manuelita, al rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al
respirar con los labios el perfume de las blancas flores tan próximas a la
mejilla fresca y a la garganta tornátil, su boca exhaló entre hondo suspiro, un
nombre... ¡el nombre de «Jacinta»! Y al oírse, al repetir involuntariamente tal
nombre, espantado, como si viese a una sierpe, se desprendió, retrocedió, se
tambaleó y, al fin, huyó, subiendo la escalera a tientas y encerrándose en su
dormitorio.... donde pasó la noche entre remordimientos y lágrimas para salir a
la madrugada camino de Córdoba, y desde Córdoba a París... ¿Comprenden ustedes
el motivo de la conducta de Marcelo?
-Que
para él sólo existía Jacinta. Manuelita no había existido nunca, sino por la
pasajera realidad que le comunicó su parecido con «la otra» -respondimos algo
impresionados, reflexionando a pesar nuestro.
-Exactamente...
Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar Marcelo que se libertaba de su
criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella de plano, satisfacerla,
entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era Manuela la cortijerita como Jacinta
la dama. ¡Acaso más!
-Todos
lo somos... -declaró Donato. Y la belleza, una idea, unas gotas de ilusión,
para «uso interno»...
«El Liberal», 7 noviembre 1897.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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