Al terminar el día, las estrellas encienden
los diamantes de su estuche, que fulguran de un modo intenso y extraño, como
miradas en que destella el amor.
Hace frío; pero no nieva. Una pureza profunda
clarifica el aire. El silencio es absoluto. Grave y solemne el momento.
Dos formas, dos bultos, una mujer y un varón
avanzan por la llanura, a paso leve, cual si no sentasen en el suelo la planta.
Ella se envuelve en las amplias telas azules
que hoy usan las mujeres egipcias. Él, a pesar del glacial soplo nocturno, sólo
viste una túnica blanca, que descubre sus descalzados pies.
De tiempo en tiempo, los dos se inclinan, y
parecen reconocer los lugares que cruzan. Un cuchicheo de ternura se establece
entre ambos.
-¿Te acuerdas, María? -pregunta él. Ya no
estamos lejos. Fue hace muchos siglos, y en un establo.
-Me acuerdo, hijo mío, me acuerdo de cómo
tiritábamos José y yo, rendidos de la caminata. El viento entraba libremente
por las junturas de las piedras y por las aberturas del tejado. El suelo estaba
húmedo y pegajoso. Fuera, helaba, helaba, helaba. Luego empezó a caer la nieve
en anchos copos. Su blancura alumbraba como una aurora. Y entonces viniste al
mundo. Te agasajé en mis ropas, y el amigo buey te echó su aliento gordo,
tibio, y te lamió mansamente. ¡Cuánto se lo agradecí! Porque los piececitos se
te habían puesto como dos granizos, y temblabas... ¡Ah, si yo pudiera librar
del yugo y del aguijón a todos nuestros amigos, los bueyes, tan honrados!
-¡Madre, por ti nadie sufriría!... ¡Yo también
quiero mucho a los bueyes, a las hermanas palomas, que venían a posarse sobre
nuestra casa de Nazaret, y a los borriquillos y a los pájaros, que me extraían
las espinas de la frente, y a los peces, que mantuvieron a la multitud cuando
me escuchaba, y hasta a los leones y a las panteras, que enterraron a mis
ascetas y respetaron en el circo a mis mártires! Pero más he querido, María, a
los hombres; tanto, que por ellos he consentido colgar de un patíbulo por las
taladradas palmas y dejar jirones de piel en las roscas de los látigos... Y les
he dicho las palabras redentoras, y les he enseñado el camino y la derechura...
Y, en oblación eterna, les he ofrecido mi cuerpo y mi sangre, sin reservarme
una fibra ni una gota... ¡Mira si los he amado!
-¿Lloras, hijo mío? -murmuró la madre,
consoladora.
-¡Lloro, sí! Triste está mi alma hasta la
muerte. Las aguas del abismo, amargas y hondas, suben hasta ella. Y mira, ni
todas las aguas que están entre la tierra y el cielo pudieran apagar mi foco de
amor al hombre. La llama me abrasó el corazón. ¡Ve cómo arde!
Y abriendo la túnica mostró una brasa viva,
una especie de enorme rubí, que se inflamaba hacia el lado izquierdo. A su
lumbre, la obscuridad se encendió, y fue visible el halo luminoso que cercaba
la dulce cabeza de Jesús.
-¡En este fuego me consumo, madre! -repitió el
Salvador con un gemido ardoroso. Y es por ellos, por los que heredaron la malicia de Adán. Han comido del
árbol funesto y por sus venas corre la ponzoña. ¡Ven, te mostraré lo que hacen,
lo que está sucediendo ahora en su planeta!
Y el paso leve fue más rápido aún. Caminaban
como volando, deslizándose sobre el polvo endurecido por la helada, sobre los
guijarros y las hierbas, al través de los montes y los matorrales. Leguas y
leguas quedaban atrás, y variaban los paisajes, y tan pronto oían el mugir de
las olas azotando escolleras, como el cristalino reír de los arroyos, desatados
todavía, a pesar de los hielos, en los repuestos valles.
Al fin empezaron a encontrar campos desolados
y yermos, barrancos abruptos, la tierra pisoteada, sembrada de fragmentos de
hierro, de caballos despanzurrados y cadáveres en posturas trágicas, unas como
de agitado sueño, otras como de inmensa desesperación. María se veló los ojos
de violeta con el pico de su manto.
-Ven, sigue, mira -repetía la voz dolorida de
Jesús.
Y María miraba, miraba, espantados los ojos, y
a su alrededor se alzaban ruinas, escombros, casas con las entrañas abiertas,
edificios medio derruidos, lienzos de murallas suspensos, al parecer, en el
aire, naves de templos y bóvedas de palacios que mostraban las heridas y
mutilaciones de sus esculturas y cornisamentos. María reconoció su efigie,
decapitada, con el Niño en brazos, intacto, ostentando en la manecita el mundo.
Y luego, fue el incendio lo que les salió al
paso. Las llamas ascendían al cielo, el humo arrastraba chispas y lengüezuelas
ardientes. De algunos edificios salían clamores de socorro. Mujeres con los
ojos fuera de las órbitas se empeñaban en atravesar la humareda para rescatar
un mueble, un saco de ropa, un niño. Otras gritaban y reían, en histérico
ataque. Unos hombres de aspecto feroz empujaron a una anciana al brasero,
pinchándola con bayonetas. María se tambaleó.
-Hijo mío, ¿no ves?
Jesús siguió andando. Tropezaron con una
interminable procesión. Desfilaban multitudes; era el éxodo de un pueblo
entero, a pie, en carromatos, en coches de anticuada forma, en cabalgaduras
recargadas con el peso de dos y hasta de tres personas. El rebaño humano se apelotonaba
como las reses en el ferial, y de él salía un gemido confuso, sordo, continuo,
el lamentar del sufrimiento físico, del espanto y de la fatiga infinita. A cada
instante, alguien se derrumbaba: un viejo exánime, una mujer rendida de
cansancio que soltaba a su crío, incapaz de portearlo más tiempo. Nadie atendía
al incidente. Para pasto de lobos quedaba allí, al borde del desfiladero, el
rezagado. Una dureza inerte cerraba los espíritus a cuanto no fuese el instinto
de conservación. Y éste también desfallecía. Muchos se extendían, con propósito
de no levantarse. Dentro de los carros iban confundidos puercos, gallinas,
moribundos, madres lactando. Y a la cabeza de la mísera horda, un mocetón,
oprimiendo un caballo fogoso, repetía: «¡Más aprisa! ¡Más aprisa! ¡Que
vienen!».
A lo lejos, la artillería tronaba.
Bombardeaban la ciudad, cuyos fuertes respondían. Las trincheras vomitaban
proyectiles. Poderosos reflectores, rasgando la sombra, buscaban en el aire a
los pájaros mortíferos para cazarlos. Uno de ellos desplomó aparatos de
asfixia. Cientos de hombres cayeron arrojando sangre por la boca. Y pasó una
sombra gris, siniestra, y Jesús la reconoció.
-¡Madre mía; es mi enemiga, es la Muerte ! Su guadaña ha
relucido, sus huesos han crujido irónicos al notar mi presencia. Parece que
dicen: «No me has vencido, Galileo...».
Una lágrima de piedad rodó por las mejillas de
lirio de la siempre Virgen... Se alejó de aquel lugar maldito. Un bosque
frondoso parecía no esconder horror alguno; por allí no retumbaban los morteros.
Sólo al final de un haya corpulenta vieron pendientes dos ahorcados. Avanzaron
hacia una villa cuyas luces hormigueaban ya próximas. En una plazuela solitaria
desembocó de repente un pelotón. Conducía a una muchacha delgadita, con las
manos atadas a la espalda, desmelenada, que a cada momento amagaba caer, si el
que llevaba el extremo de la cuerda no la sostuviese, descoyuntándole las
muñecas. Un farol del alumbrado público los atrajo. Al pie del farol, arrimaron
a la tapia de un jardín a la muchacha. Fue un momento. Unos castañetazos secos
y lúgubres. Cayó, rostro contra el suelo. El tiro en el oído no era necesario;
pero no faltó. Se alejaron los ejecutores...
María se apresuró más. La orilla del mar no
estaba lejos. Las pupilas de Jesús, que escrutan hasta las entrañas,
distinguieron bajo las olas una especie de cilindro de hierro que se acercaba a
una gran embarcación. Un ruido fragoroso y la embarcación empezó a hundirse,
caída hacia una banda. La tripulación se arrojaba al agua pidiendo misericordia.
El cilindro segundó el estrépito. La embarcación saltó como un petardo y,
precipitadamente, recayó en el agua, y luego en el abismo. Y María pudo oír su
nombre, gritado por uno que se ahogaba...
-No puedo más -dijo a Jesús. Apartémonos de
los hombres, hijo mío. ¡Esto es renovar el Gólgota!
-Madre -respondió el Maestro, estoy más
triste aún que antes. Necesito el alivio de una caricia maternal. Me duelen los
agujeros de los clavos, y la herida del costado me traspasa otra vez...
María tendió los brazos, y no fue sólo el
centelleo estelar lo que alumbró. Rosadas tintas de amanecer se difundieron;
gorjeos de aves y acordes de instrumentos invisibles resonaron; voces de
ángeles tintinearon como campanillas de plata, y aromas de mirra, nardo y miel
se difundieron por los ámbitos del aire mientras duró el beso de María a su
hijo. Luego, otra vez la sombra, el frío, el pavor de la naturaleza.
-Perdónalos -intercedió María. Tú lo has
dicho: no saben lo que hacen.
Jesús se volvió hacia la ex Oradora suspirando:
-Ya lo sabes, madre: fue en esta noche cuando
nacía para ellos... Y no piensan en mí... ¡No me dan tregua! ¡Ni aún esta
noche!
«La
esfera», núm. 105, 1916
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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