En
el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una
monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro
pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta.
No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos
mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se
incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba
que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos
paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la
monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su
temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado
sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.
Lo
singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los
ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso
negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales
ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables
en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón
inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún
terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me
deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.
Sirvióme
la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la
posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más
que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero.
Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria.
Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me
causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:
-¡Ah!
¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un «no sé qué» en los ojos...
Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de las
mejillas que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar
más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días... El caso es que el
agua no le ha apagado las brasas de la mirada... ¡Pobre sor Aparición! Le puedo
descubrir a usted el quid de su vida mejor que nadie, porque mi padre la
conoció moza y hasta creo que le hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una
deidad!
Sor
Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga, ricachos
de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y concentraron en Irene
el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde nació se llama A***. Y el
Destino, que con las sábanas de la cuna empieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos,
hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, algunos años antes que Irene, el
famoso poeta...
Lancé
una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el glorioso nombre del
autor del Arcángel maldito, tal vez el más genuino representante de la
fiebre romántica; nombre que lleva en sus sílabas un eco de arrogancia
desdeñosa, de mofador desdén, de acerba ironía y de nostalgia desesperada y
blasfemadora. Aquel nombre y el mirar de la religiosa se confundieron en mi
imaginación, sin que todavía el uno me diese la clave del otro, pero anunciando
ya, al aparecer unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.
-El
mismo -repitió mi interlocutor-, el ilustre Juan de Camargo orgullo del
pueblecito de A***, que ni tiene aguas minerales, ni santo milagroso, ni
catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar a los que lo visitan,
pero repite, envanecido: «En esta casa de la plaza nació Camargo.»
-Vamos-
interrumpí, ya comprendo; sor Aparición.... digo, Irene, se enamoró de Camargo,
él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el claustro...
-¡Chis!-
exclamó el narrador, sonriendo-. ¡Espere usted, espere usted, que si no fuese
más...! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de contarlo. No; el
caso de sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya llegaremos al fin.
De
niña, Irene había visto mil veces a Juan Camargo, sin hablarle nunca, porque él
era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás chicos del pueblo se
juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo, huérfano, ya estudiaba leyes en
Salamanca, y sólo venía a casa de su tutor durante las vacaciones. Un verano,
al entrar en A***, el estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la
ventana de Irene y reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos.... unos ojos
de date preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora.
Refrenó Camargo el caballejo de alquiler para recrearse en aquella soberana
hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha, encendida como una
amapola, se quitó de la ventana, cerrándola de golpe. Aquella misma noche,
Camargo, que ya empezaba a publicar versos en periodiquillos, escribió unos,
preciosos, pintando el efecto que le había producido la vista de Irene en el
momento de llegar a su pueblo... Y envolviendo en los versos una piedra, al
anochecer la disparo contra la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la
muchacha «recogió el papel y leyó los versos, no una vez, ciento, mil; los
bebió, se empapó en ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la
colección de las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo
raro, mezcla de queja e imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la
hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era un
réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después del episodio
de los versos, Camargo no dio señales de acordarse de que existía Irene en el
mundo, y en octubre se dirigió a Madrid. Empezaba el período agitado de su
vida, las aventuras políticas y la actividad literaria.
Desde
que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando a enfermar de pasión de
ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún tiempo a Badajoz, le
hicieron conocer jóvenes, asistir a bailes; tuvo adoradores, oyó lisonjas...;
pero no mejoró de humor ni de salud.
No
podía pensar sino en Camargo, a quien era aplicable lo que dice Byron de Larra:
que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo acudía siempre a la
memoria; pues hombres tales lanzan un reto al desdén y al olvido. No creía la
misma Irene hallarse enamorada, juzgábase solo víctima de un maleficio, emanado
de aquellos versos tan sombríos, tan extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso
que ahora llaman obsesión, y a todas horas veía «aparecerse» a Camargo, pálido,
serio, el rizado pelo sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al
observar que su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron
llevarla a la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también grandes
distracciones.
Cuando
Irene llegó a Madrid, era célebre Camargo. Sus versos, fogosos, altaneros, de
sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus aventuras y genialidades se
comentaban. Asociada con él una pandilla de perdidos, de bohemios desenfadados
e ingeniosos, cada noche inventaban nuevas diabluras, ya turbaban el sueño de
los honrados vecinos, ya realizaban las orgiásticas proezas a que aluden
ciertas poesías blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son
de Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las
sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba ya la
senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la provinciana y
cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la calle al poeta, le
saludaron alegres, que al fin era «de allá».
Camargo,
sorprendido otra vez de la hermosura de la joven, notando que al verle se
teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan preciosa, los
acompañó, y prometió visitar a sus convecinos. Quedaron lisonjeados los pobres
lugareños, y creció su satisfacción al notar que de allí a pocos días, habiendo
cumplido Camargo su promesa, Irene revivía. Desconocedores de la crónica, les
parecía Camargo un yerno posible, y consintieron que menudeasen las visitas.
Veo
en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo adivina! Irene,
fascinada, trastornada, como si hubiese bebido zumo de hierbas, tardó, sin
embargo, seis meses en acceder a una entrevista a solas, en la misma casa de
Camargo. La honesta resistencia de la niña fue causa de que los perdidos
amigotes del poeta se burlasen de él, y el orgullo, que es la raíz venenosa de
ciertos romanticismos, como el de Byron y el de Camargo, inspiró a éste una
apuesta, un desquite satánico, infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dio
celos, fingió planes de suicidio, e hizo tanto, que Irene, atropellando por
todo, consintió en acudir a la peligrosa cita. Gracias a un milagro de valor y
de decoro salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le
enloqueció de despecho.
A
la segunda cita se agotaron las fuerzas de Irene; se oscureció su razón y fue
vencida. Y cuando confusa y trémula, yacía, cerrando los párpados, en brazos
del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada, descorrió unas cortinas, e
Irene vio que la devoraban los impuros ojos de ocho o diez hombres jóvenes, que
también reían y palmoteaban irónicamente.
Irene
se incorporó, dio un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y los hombros
desnudos, se lanzó a la escalera y a la calle. Llegó a su morada seguida de una
turba de pilluelos que le arrojaban barro y piedras. Jamás consintió decir de
dónde venía ni qué le había sucedido. Mi padre lo averiguó porque casualmente
era amigo de uno de los de la apuesta de Camargo. Irene sufrió una fiebre de
septenarios en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este
convento, lo más lejos posible de A***. Su penitencia ha espantado a las
monjas: ayunos increíbles, mezclar el pan con ceniza, pasarse tres días sin
beber; las noches de invierno, descalza y de rodillas, en oración;
disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo la
toca, un rallo a la cintura...
Lo
que más edificó a sus compañeras que la tienen por santa fue el continuo
llorar. Cuentan -pero serán consejas- que una vez llenó de llanto la escudilla
del agua. ¡Y quién le dice a usted que de repente se le quedan los ojos secos,
sin una lágrima, y brillando de ese modo que ha notado usted! Esto aconteció
más de veinte años hace; las gentes piadosas creen que fue la señal del perdón
de Dios. No obstante, sor Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque,
hecha una momia, sigue ayunando y postrándose y usando el cilico de cerda...
-Es
que hará penitencia por dos -respondí, admirada de que en este punto fallase la
penetración de mi cronista. ¿Piensa usted que sor Aparición no se acuerda del
alma infeliz de Camargo?
«El Imparcial», 14
septiembre 1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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