El
empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte no
pudo reprimir un movimiento de sorpresa, cuando la infantil vocecica pronunció,
en tono imperativo:
Acercando
la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró a su interlocutora y
vio que era una morena de once o doce años, de ojos como tinteros, de tupida
melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela inglesa, roja y
luciendo un sobrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba a las
mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita a un caballerete que
representaba la misma edad sobre poco más o menos, y también tenía trazas en su
semblante y atavío de pertenecer a muy distinguida clase y muy acomodada
familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre, con nerviosa alegría. El
empleado sonrió a la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal
aviso:
Al
decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano
no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo,
gritó:
Dudó
el empleado un momento; al fin se encogió de hombros como el que dice: «¿A mí
qué?, ya se desenredará este lío»; y tendió los dos billetes, devolviendo muy
aligerado el portamonedas...
Sonó
la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; metiéronse en el
primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un departamento donde fuesen
solos, y con gran asombro del turista británico que acomodaba en un rincón de
la red su valija de cuero, al verse dentro del coche se agarraron de la cintura
y rompieron a brincar...
.......................................................................................................
¿Cómo
principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah! Los orígenes
primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida son insignificantes
menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se asocian en un torbellino
molecular, y a fuerza de dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo, el
torbellino se redondea, se solidifica, adquiere forma, toma la consistencia del
diamante... No desconfiéis nunca en la vida de las cosas grandes que se
presentan con imponente aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse;
temed a las tentaciones menudas, a los peligros sutiles e insidiosos. Toda la
teoría de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la
importancia capital de lo infinitamente pequeño?
La
pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más bobo... Empezó
por una manía... Ambos eran coleccionistas. ¿De qué? Ya lo podéis presumir
vosotros, los que frisáis en la edad de mis héroes. La afición a coleccionar
suele desarrollarse entre los cuarenta y los sesenta; apenas he visto un
bibliómano joven, y las tiendas de los chamarileros son más frecuentadas por
señoras respetables que por alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción a
esta regla general, y es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo
niegue que pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período
en que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los
quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la cuerda de la
edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del tren.
Ya
se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde bebieron la
ponzoña amorosa, fue el coleccionismo, la manía de la filatelia, común a
entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la mamá de Francisco, vulgo
Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, a pesar de vivir en la
misma opulenta casa del barrio de Salamanca; en el principal, el papá de
Finita, y en el segundo, la mamá de Currín. Currín y Finita, en cambio, se
encontraban muy a menudo en la escalera, cuando él iba a clase y ella salía
para su colegio; pero, valga la verdad ni habrían reparado el uno en el otro si
no fuera porque cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita
llevaba bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo....
¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Mamá me debía haber comprado
uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo está comprando.
¡No faltaba más! El mío es una porquería... « De esto a rogar a Finita que le
enseñase el magnífico álbum de sellos mediaba un paso. Finita, en el mismo
descanso de la escalera, accedió a los ruegos de Currín; pusieron el álbum
sobre la repisa de la ventana, y se dieron a hojearlo con vivacidad.
Y
desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación marca y
autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las dinastías
sajonas, que se desdeñan de mirarnos a la cara, y las burguesas y honradas
fisonomías de los presidentes de Estados americanos, siempre de frente; la República francesa, con
sus dos airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su
redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón; los turcos y su
cimitarra; don Carlos, recuerdos de nuestras vicisitudes políticas, y don
Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos de
Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los fastuosos
sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria aparece
oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de cuando en cuando,
dando brincos:
Y
como Finita, al oír el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su
álbum, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así, colorada de
placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.
La
doncella francesa que acompañaba a Finita al colegio había mostrado hasta aquel
instante risueña tolerancia con la digresión filatélica; pero parecióle que se
prolongaba mucho, y pronunció un mademoiselle, s'il vous plait, que
significaba: «Hay que ir al colegio rabiando o cantando, conque..., una buena
resolución.»
Currín
se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín un chico dulce
de carácter, no muy travieso, aficionado a los dramas tristes, a las novelas de
aventuras extraordinarias y a leer versos y aprendérselos de memoria. Siempre
estaba pensando que le había de suceder algo raro y maravilloso; de noche
soñaba mucho y, con cosas del otro mundo o con algo procedente de sus lecturas.
Desde que coleccionaba sellos soñaba también con viajes de circunnavegación y
países desconocidos, a lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de
Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve... a
Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era excursión, sino
instantánea traslación; y en una playa orlada de monolitos de hielo, que
alumbraba una aurora boreal, Finita y él se paseaban muy serios, cogidos del
brazo...
Al
otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados de sellos
para obsequiar a Finita. En cuanto la dama vio al galán, sonrió y se acercó con
misterio:
-Aquí
te traigo esto... -balbució él. Finita puso un dedo sobre los labios, como para
indicar al chico que se recatase de la francesa; pero costándole a Currín que
no había en el obsequio de los sellos malicia alguna, fue muy resuelto a
entergarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda, esperaba otra
cosa, misteriosa, ilícita, y llegándose vivamente a Currín, le dijo entre
dientes:
Y
el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica, que apretaba entre sus
dedos se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente:
de una mirada tranquila;
al girar de una pupila
e halla un alma enamorada...
Endeblillos y todo,
graves autores aseguran que Currín los sacó de un libro que le prestó un
compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que Currín se sentía como lo pintaban
los versos: enamorado, atrozmente enamorado... No pensaba más que en Finita; se
sacaba la raya esmeradamente, se compró una corbata nueva y suspiraba a solas.
Al
fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba los ojos...
o no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba allí, y aprovechaba el
ratito charlando también de lo que le parecía con su compatriota el cocinero...
Cierta
tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era aquélla la
señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel al brazo? ¿Y no era
aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían los dos a un coche de
punto, que salía echando diablos? «¡Jesús, María y José! ¡Pero cómo están los
tiempos y las costumbres! ¿Y adónde irán? ¿Aviso o no aviso a los padres? ¿Qué
hace en este apuro un hombre de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas....
o caerá una propinaza de las gordas?»
-Oye,
tú -decía Finita a Currín, apenas el tren se puso en marcha-: Avila ¿cómo es?
¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?
-Pues
entonces..., no conviene quedarse allí. Hay que seguir a París. Yo quiero ver a
París a todo trance; y también quiero ver las Pirámides de Egipto.
-Sí...
-murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la realidad-, pero....
¿y los monises?
-¿Los
monises? -contestó, remedándole, Finita-. Eres más bobo que el que asó la
manteca. ¡Se pide prestado!
-¿Y
por qué no, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. Empeño,
además, el abrigo nuevo; me va asando de calor. No sirves para nada...
¡Escribimos a papás que nos envíen... un..., un bono.... no, una letra! Papá
las está mandando cada día a París y a todas partes.
-Tu
papá estará echando chispas... ¡Nos mandará un demontre!... Como mi mamá... ¡La
hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.
-Pues
se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en Avila! Me
llevarás al café.... y al teatro.... y al paseo...
Cuando
oyeron cantar: «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...», saltaron del tren; pero al
sentar el pie en el andén se quedaron indecisos, aturrullados. La gente salía,
se atropellaban hacia la fonda, y los enamorados no sabían qué hacer.
-¿Por
dónde se va a Avila? -preguntó Currín a un faquino, que viendo a dos
niños sin equipaje se encogió de hombros y se alejó.
Por
instinto se encaminaron a una puerta, entregaron sus billetes y, asediados por
un solícito mozo de fonda, se metieron en el coche, que los llevó a la del
Inglés...
Acababa
de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid «interesando la
captura» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el aviso, y delataba la
congoja de una familia sumida en la angustia y la desesperación. Mejor dicho,
dos familias debían de ser las desesperadas. La captura se verificó en toda
regla, no sin risa por un lado y declamaciones lo que «cunde la inmoralidad»,
por otro.
Los
fugitivos fueron llevados a Madrid, y acto continuo, Finita quedó internada en
las Dames anglaises y Currín en un colegio de donde no se le permitió
salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del trágico suceso, el papá de
Finita y la mamá de Currín se relacionaron y conferenciaron largo y tendido,
quedando acordes en que era preciso «echar tierra», «desorientar la
opinión...», «hacer la conspiración del silencio». Con tal motivo el papá de
Finita reparó en lo bien conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó
en el banquero excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de
caballero galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se
visitan a menudo.
Cuentos escogidos, 1891.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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