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martes, 16 de septiembre de 2014

Sin pasion

El defensor, el joven abogado Jacin­to Fuentes, se encontraba desorienta­do. Si el mismo defendido le desba­rataba los recursos empleados siempre con tanto provecho..., se acabó: no ha­bía manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedum­bre.
-¿Qué trabajo le cuesta a usted de­cir la verdad? -preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo. Confíe­se que se encontraba..., vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia...
-No, señor. ¡Ni por soñación! -exclamó sinceramente el criminal. Pe­ro... ¿qué iba yo a andar enamorao de la probe de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como sí me fuesee a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arri­mo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.
El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo tam­bién, no mentía. Acostumbraba Fuen­tes a explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre; la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de za­patero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzco, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.
Sólo con la clave amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógica­mente. Vela era huésped de los espo­sos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío» entre el huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su mujer, acaso poi, celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está prendado de la mártir. La pasión le exalta; el es­pectáculo le es intolerable, y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que él marido enarbola una silla para descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma la faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el mar­tirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar, ciego, anulada la vo­luntad, suprimido el albedrío; impulsa­do irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasio­nes, ante tales confilctos del alma?
Por estos caminos contaba dirigir su brillante peroración forense el aboga­do, seguro -a poco que apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde disponía de amigos- de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera refulgente, que le lle­vaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combináción se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasio­nal, ardiente, típico, sustituía la prosa de un vulgar asesinato.
-Entendámonos -murmuró haciendo con la mano derecha la señal de espe­rar. Usted no tenía nada con la Re­migia; la Remigia... no le seducía a us­ted. Bueno. Y entonces, amigo Juan, ¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Por qué mató usted al Negruz­co? ¿Había mediado entre ustedes al­guna cuestión?           '
-No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario; en el taller nos llevábamos perfectamente. Aquella mañana, la del día en que pasó el «disgusto», estuvi­mos echando unas copas en la taberna del Pelele, y me las pagó, por cier­to, él.
-¿Estaban ustedes, o uno de uste­des, embriagados cuando ocurrió el hecho?
-Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío por costumbre, y Negruzco, que la cogía a menudo, entonces no la co­gió, porque total fueron dos copillas, y de mañana, y la cosa pasó al retirar­nos.
-Siendo así, ¿cómo se comprende...?
-Fué de esas cosas..., vamos, de esas cosas que hace un hombre..., sin saber muchas veces ni por qué las hace. Ve­rá usté.., Yo tomé posada en ca el Ne­gruzco porque él se empeñó, diciéndo­me que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no tengo na que decir: su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corres­ponde.
Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a su mujer delante de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero na­die tié que meterse; para eso era su señora. En mi cara..., era cosa de aver­gonzarme. Estar un hombre presen­ciando que a una mujer la hacen tajás, y dejarlo..., vamos, que se le requema a uno la sangre. Yo en jamás les le­vanté la mano ni a mi madre ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se cae de puro honrá.
Así se lo dije al Negruzco muchísi­mas veces, y si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amones­tao no quedó. ¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia era tan fea, que le chocaba que le saliesen defensores. «¿Para qué se quieren las feas y las flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le replicaba: «Pues mira: cuando ati­ces leña a la Remigia, procura que no esté yo elante, porque un día me atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a carcajadas: «Anda, que le ha sa­lío un galán a la Remigia.» Y usted di­rá -prosiguió el asesino- que siendo la Remigia tan buena, no se entiende por qué la pegaba su hombre... Pues ahí está lo que me sacó de mis casillas. Ver que no había motivo; pero ¿qué mo­tivo?, ni como el que dice tanto así de la sombra de pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo..., que si los garbanzos estaban duros..., que si los chicos lloraban..., que si faltaba un bo­tón a la blusa... Todo mentira las más veces...; y un descuido lo tiene cual­quiera, me se figura. En fin, que el día de la cosa..., de la desgracia..., porque en medio de todo, desgracia fué..., pues el Negruzco entró en su casa de mal ta­lante, y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de los niños, una criatura de ocho años, la tomó con la Remigia, y por primera providencia le pegó dos puñetazos en el pecho. Y co­mo ella se echó a llorar, le dió una patá en una pierna que la tiró al suelo, y ya que la vió en el suelo, alzó una silla para darle Dios sabe dónde... Y enton­ces, un servidor..., no..., el demonio... Me lo hubiese comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que estaba hacien­do, que me contaron después que hasta le «secioné» una oreja y tres dedos de la mano... No, por avisado no fué; que se lo advertí veces. ¡Y no hubo más!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar a su pa­dre, que ya no se movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!»
El abogado, silencioso y ceñudo, re­flexionaba:
-Se hará lo posible... Pero como no se trata de un crimen pasional, no me­ atrevo a que usted esté muy esperan­zado... ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso, que andaba usted pren­dado de la Remigia?
-Porque sólo con verla, señor, no lo creerán... Y tampoco es mu regular eso de caluniar a una mujer decente.
«Pues lo que es éste, de presidio no se escapa», pensó el defensor malhumo­rado, y resolviendo ya, en su interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y deslucido.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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