El
defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el
mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto
provecho..., se acabó: no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre
aplausos de la muchedumbre.
-¿Qué
trabajo le cuesta a usted decir la verdad? -preguntaba insistente al asesino,
que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre
el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo.
Confíese que se encontraba..., vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia.. .
-No,
señor. ¡Ni por soñación! -exclamó sinceramente el criminal. Pero... ¿qué iba
yo a andar enamorao de la probe de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan
denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a
todas horas? Lo digo como sí me fuesee a morir: en ese caso de arrimarme,
primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas,
que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.
El abogadito,
de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus
años relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y
mozo también, no mentía. Acostumbraba Fuentes a explicárselo todo o casi todo
por la atracción que ejerce sobre el hombre; la mujer, y viceversa, y sus
derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el
oficial de zapatero Juan Vela, Costilla
de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzco, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y
dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.
Sólo con la
clave amorosa podía el defensor reconstruir el drama lógicamente. Vela era
huésped de los esposos Rivas. Nada más infalible que la inclinación o el «lío»
entre el huésped y el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma a golpes a su
mujer, acaso poi, celos. En la casa hay un hombre que lo presencia y que está
prendado de la mártir. La pasión le exalta; el espectáculo le es intolerable,
y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que él marido enarbola una
silla para descargársela a la mujer en la cabeza, se interpone, ve rojo,
empalma la faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en el cuerpo del verdugo.
¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se
ama, no se arrojaría a matar, ciego, anulada la voluntad, suprimido el
albedrío; impulsado irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo
lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales confilctos
del alma?
Por estos
caminos contaba dirigir su brillante peroración forense el abogado, seguro -a
poco que apretase por varios lados, especialmente en algunos periódicos donde
disponía de amigos- de un triunfo más sobre los ya obtenidos en su carrera
refulgente, que le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la
combináción se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente,
típico, sustituía la prosa de un vulgar asesinato.
-Entendámonos
-murmuró haciendo con la mano derecha la señal de esperar. Usted no tenía
nada con la Re migia;
la Remigia...
no le seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan, ¿cómo me explica usted
el hecho de autos? ¿Por qué mató usted al Negruzco?
¿Había mediado entre ustedes alguna cuestión? '
-No,
señor. Cuestión, ninguna. Al contrario; en el taller nos llevábamos
perfectamente. Aquella mañana, la del día en que pasó el «disgusto», estuvimos
echando unas copas en la taberna del Pelele,
y me las pagó, por cierto, él.
-¿Estaban
ustedes, o uno de ustedes, embriagados cuando ocurrió el hecho?
-Tampoco,
tampoco. Yo nunca lo he tenío por costumbre, y Negruzco, que la cogía a menudo, entonces no la cogió, porque
total fueron dos copillas, y de mañana, y la cosa pasó al retirarnos.
-Siendo
así, ¿cómo se comprende...?
-Fué de
esas cosas..., vamos, de esas cosas que hace un hombre..., sin saber muchas
veces ni por qué las hace. Verá usté.., Yo tomé posada en ca el Negruzco porque él se empeñó, diciéndome
que estaría muy bien y muy bien. Tocante al hospedaje, no tengo na que decir:
su buen cocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corresponde.
Pero a mí
me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a su mujer delante
de mí. Que la matase allá en su alcoba, malo será; pero nadie tié que meterse;
para eso era su señora. En mi cara..., era cosa de avergonzarme. Estar un
hombre presenciando que a una mujer la hacen tajás, y dejarlo..., vamos, que
se le requema a uno la sangre. Yo en jamás les levanté la mano ni a mi madre
ni a mis hermanas cuando vivía con ellas. Es mala vergüenza para un hombre el
sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia , que se cae de puro honrá.
Así se lo
dije al Negruzco muchísimas veces, y
si hubiese quedado con vida él no lo negaría, que por amonestao no quedó.
¿Sabe usted, don Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que la Remigia era tan fea, que
le chocaba que le saliesen defensores. «¿Para qué se quieren las feas y las
flacas esmirriás en el mundo?», era lo que decía. Y yo le replicaba: «Pues mira:
cuando atices leña a la
Remigia , procura que no esté yo elante, porque un día me
atufo y hago una barbaridá»; y se reía, se reía a carcajadas: «Anda, que le ha
salío un galán a la
Remigia.» Y usted dirá -prosiguió el asesino- que siendo la Remigia tan buena, no se
entiende por qué la pegaba su hombre... Pues ahí está lo que me sacó de mis
casillas. Ver que no había motivo; pero ¿qué motivo?, ni como el que dice
tanto así de la sombra de pretexto. Que si la sopa de fideos era un engrudo...,
que si los garbanzos estaban duros..., que si los chicos lloraban..., que si
faltaba un botón a la blusa... Todo mentira las más veces...; y un descuido lo
tiene cualquiera, me se figura. En fin, que el día de la cosa..., de la
desgracia..., porque en medio de todo, desgracia fué..., pues el Negruzco entró en su casa de mal talante,
y sin reparar que estaba yo allí, y también el mayor de los niños, una criatura
de ocho años, la tomó con la
Remigia , y por primera providencia le pegó dos puñetazos en
el pecho. Y como ella se echó a llorar, le dió una patá en una pierna que la
tiró al suelo, y ya que la vió en el suelo, alzó una silla para darle Dios sabe
dónde... Y entonces, un servidor..., no..., el demonio... Me lo hubiese
comido, vamos; le di tantas, sin saber lo que estaba haciendo, que me contaron
después que hasta le «secioné» una oreja y tres dedos de la mano... No, por
avisado no fué; que se lo advertí veces. ¡Y no hubo más!... ¡Ah! Sí. El chico
pequeño, cuando yo me harté de dar, vino a mirar a su padre, que ya no se
movía, y me dijo muy calladito: «¡Bien hecho!»
El
abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba:
-Se hará
lo posible... Pero como no se trata de un crimen pasional, no me atrevo a que
usted esté muy esperanzado... ¿Por qué no dice usted, cuando llegue el caso,
que andaba usted prendado de la
Remigia ?
-Porque
sólo con verla, señor, no lo creerán... Y tampoco es mu regular eso de caluniar
a una mujer decente.
«Pues lo
que es éste, de presidio no se escapa», pensó el defensor malhumorado, y
resolviendo ya, en su interior, no «apretar» en aquel asunto borroso y
deslucido.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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