La encontré -dijo Gil Antúnez- en una
situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la
torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo,
ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la
belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.
Empecé a interesarme, y un día, cuando ya
quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que
amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé
que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el
encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman
en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles,
de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando
de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla
del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y
en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los
bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba
paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el
hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y
una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral
vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores
gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y
aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro
perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del
Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad,
su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena
del brazo.
-No es menester tanto como eso, mi Clotilde
-respondía yo. Sólo te pido que no me engañes. Esa es la prueba de
agradecimiento que aguardo de ti. Sé leal conmigo. El día que te canses de mi
cariño, no he de imponértelo.
Los juramentos llovían, las protestas se
desbordaban, y hasta las lágrimas mojaron más de una vez aquellas mejillas,
semejantes a las dos mitades de delicioso albérchigo. Clotilde no quería vivir
sino para mí... Que me constase y que no le dijese absurdos.
Entre mis regalos más agradecidos, figuraba
una perrita que a Clotilde la divertía mucho, o por mejor decir, la ocupaba
mucho. Respondía el lindo animal al nombre de Monina, el primero que su ama le
dio. Era de raza muy pura, de lo más fino que hay en lulús de Pomerania, con
una pelambrera blanca encantadora, y Clotilde no consentía separarse de ella un
momento, dedicando horas enteras a peinarla, espulgarla, perfumarla, limpiarle
los dientes con cepillo y elixir y cortarle las uñitas, visitarle las orejitas,
y en suma, atildarla y cuidarla como cuidaría a un niño. Era quizás Monina su
principal distracción. (Después vi que tenía otras; pero a esto ya llegaré). Y
Monina le pagaba tantas atenciones no separándose de su ama un instante, y no
conociendo sino a ella o a mí. A cualquiera otra persona que se acercase,
aunque fuese la misma doncella de Clotilde, le ladraba con cómico furor. Si
tuviese fuerza para tanto, mordería.
Clotilde llevaba una vida de retraimiento. En
sociedad no podía alternar, y en el mundo que se divierte no quería yo
introducirla. Tenía mis planes para el porvenir. Un día u otro... ¿quién
sabe?... Mi madre vivía aún, y mientras ella viviese, no había yo de unirme
sino a quien ella pudiese recibir en palmas, con el nombre de hija. Por
desgracia, una enfermedad que no perdona la minaba, y podía yo prever el
momento en que me hallase solo en el mundo. Entonces, pudiera... ¿Por qué no?;
Clotilde me debía tanto; era, además, tan agradable, de un carácter tan dulce,
de un rostro tan atractivo, siempre contenta, tan inteligente. Lo que se busca
en la esposa -cuando no se busca dinero, ni engrandecimiento, ni relaciones- es
lo que tiene propio, las prendas de su alma... y de su cuerpo, porque yo estaba
encantado de aquella chiquilla, que iba convirtiéndose en espléndida mujer. Y
por eso la resguardaba, la preservaba de contactos que deprimen, la mantenía
alejada de la clase de mujeres y hombres que hubiesen podido ser sus amigos.
Y era una de las cadenas con las cuales me
tenía atado, la resignación blanda con que sufría aquella incomunicación
sistemática en que yo la hacía vivir. Como me inspiraba, al imponérsela, en
planes que llevaban por objeto su bien, su porvenir honrado y dichoso, era
inflexible en hacérsela observar, y los resultados de mi sistema eran para mí
en alto grado halagadores; en el mundo de los calaveras se hablaba con cierto
misterioso respeto de Clotilde «la
Clotilde de Gil». No logrando acercarse a ella, la
consideraban como algo semejantísimo a las mujeres de bien. La admiraban de
lejos, en paseos y teatros; pero comprendían que, de toda tentativa de
aproximación, les hubiese pedido yo estrecha cuenta.
Con haber conseguido el sano aislamiento de
Clotilde, otro se daría por satisfecho; pero yo en mi secreto propósito de
hacerla algún día mi compañera, no me descuidaba, ni dejaba de comprender la
necesidad de una vigilancia estrecha, constante. Esta vigilancia dio resultados
que confirmaron mis planes. Nada noté que fuese en contra de Clotilde.
Llegó un día en que no pude vigilar. Mi madre,
agravada en su terrible enfermedad, se moría. No solamente era preciso
atenderla mucho, sino que faltar de su cabecera hubiese sido tal vez precipitar
un funesto desenlace. Son las madres tan sagaces en lo que interesa a sus
hijos, que la mía notaba en mí cierta impaciencia, y la atribuía a su verdadera
causa. Ella sospechaba, había oído... Y tal dolor reflejaban sus ojos cuando yo
manifestaba deseos de salir «a tomar un poco del aire», que opté por hacer lo
debido: no apartarme de ella un minuto...
Mes y medio estuve sin ver a Clotilde,
escribiéndole algún corto billete, para que esperase con paciencia. Al fin, un
día, hallándose mi madre bajo el influjo de la morfina, me decidí a tomar mi
capa y a ausentarme un momento.
Antes de que entrase en el portal de Clotilde,
entró un hombre que venía en sentido opuesto. Era joven, de elegante traza, y
reconocí en él a uno de mis amigos de club, Máximo Polo. Sí, no cabía duda,
Máximo Polo en persona. ¡Qué coincidencia!... Me detuve reflexionando.
Él no me había visto. Subía la escalera con su
paso ágil de sportsman,
silbando entre dientes el estribillo de un fox trot. Todavía pude esperar que no era al piso de Clotilde a
donde iba. Por desgracia, se paró ante la puerta, y llamó: campanillazo rápido,
como impaciente. No tiró el cigarro, que yo había visto entre sus labios cuando
abrió la criadita. Hablaron no sé qué, en voz baja. Luego, Máximo pasó y la
puerta volvió a cerrarse.
Yo tenía mi llavín. Subí de puntillas, y lo
deslicé en la cerradura. Iba como un autómata, como el que camina en sueños y
realiza los movimientos inconscientemente. No sentía ni indignación ni pena.
Sólo, en aquel instante, una ardiente curiosidad.
La llave iba corriendo, no chirrió, y yo, a
paso tácito, me acercaba al gabinete tocador de Clotilde, donde se oía hablar,
cuando un ser diminuto se lanzó a mí deshaciéndose en ladridillos de alegría,
revolcándose sobre la alfombra del pasillo con enloquecimiento. Era, ya se
sabe, Monina. Y tras de la perra, casi inmediatamente, salió su ama, exclamando
una porción de cosas cariñosas.
-¡Por fin, gracias a Dios!
No sabía yo qué responder, si con manos al
cuello o con brazos al cuerpo adorado... Entonces empecé a sufrir, y mi
sufrimiento se expresó, como se hubiese expresado mi gozo, con un nombre:
-¡Clotilde!
Entra, entra -repetía ella. Está aquí un
amigo tuyo. Un señor a quien no conozco, y que venía a preguntar si estabas
enfermo, porque tampoco ibas al club...
Hay un singular fenómeno en estos procesos de
traición amorosa. Hay un período en que la credulidad compite con la fe en lo
sobrenatural. Creemos en las realidades tangibles. Y es que nuestra alma,
herida profundamente, no quiere morir; es que defendemos nuestra vida
sentimental, como defenderíamos la fisiológica. No más, tal vez.
Arrastrado por Clotilde, entré en el gabinete.
Máximo, con la lección seguramente bien aprendida, prestó auxilio a su
cómplice: venía a saber de mí; pero, ¿qué me pasaba? Como acababa de entrar, no
había tenido tiempo Clotilde de decírselo... Estaban inquietos; le habían
comisionado los que yo sabía, los íntimos...
Y ya el anzuelo me llegaba a la garganta,
cuando de pronto mis ojos se dilataron y retrocedí como si hubiese visto un
áspid... lo que veía era sencillamente que Monina, la que se abalanzaba contra
la gente nueva, la que no consentía ningún intruso, la fierecilla, se acercaba
a Máximo, y con demostraciones poco menos cordiales que las hechas a mí, le halagaba,
se deshacía a sus pies...
Era tan clara la prueba, que solté una
carcajada, una risa de horror y de mofa, y cogiendo en brazos a la lulú, la
cubrí de besos.
-¡La única que dice verdad, la única personita
seria!, grité, escupiendo mi risa a la faz de los culpables, que, al pronto, no
comprendieron. Al fin, Máximo, balbuciente, pronunció:
-Estoy a tu disposición para cuantas
explicaciones...
-Puedes retirarte -contesté. O mejor dicho,
saldremos juntos. Y aún mejor: quédate haciendo a esta señorita la compañía
acostumbrada. ¡Monina, tú conmigo!
Acariciando
a la perra, con ella en brazos, bajé las escaleras otra vez. Y no he vuelto a
ver a Clotilde. Pasé una temporada que cualquiera adivina. Mi madre tardó poco
en dejarme para siempre, recomendándome mucho que mirase bien qué mujer
escogía... Si llega algún día el caso, preguntaré a Monina, que no se aparta de
mí
«La
esfera», núm. Extraordinario, 1917
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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