-No te vengas sin cobrar, ¿yestú?
La orden repercutía con martilleo monótono en
la cabeza, redonda
y rapada, del aprendiz
de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el
punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo
-¡le habían repetido
tantas veces, en tono
despre-iativo, la afirmación
contraria!. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo,
a la vergüenza
del infalible puntillón del
maestro...
¡El
maestro! ¡Si Natario,
el desmedrado granuja, fuese capaz
de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía
nombrar maestro a
quien nada enseña! ¡Aun sin
razonarlo, Natario lo percibía, y no podía
sufrirlo, señores! Había
un fondo de amargor
en el alma
oprimida del chico. Le
faltaba aire de
justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su
propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero
alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a
fin de mes, cu-ando la madre
de Natario, asistenta
y casi mendiga, tenía que aflojar
una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.
-¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o
no? Culpa tuya
será, haragán, flojo,
Y la mano
ruda, deformada, de
la madre plebeya caía sobre la
cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas, se guardaba
el golpe -porque no era ignominioso- y volvía al obrador con más indignación
depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen tarea; si
en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, solo le dan unas
hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino que se
llegase aquí o acullá, a casas situadas en
barrios extraviados, a
subir pisos y más
pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros de mes,
cuando hay dinerete fresco... Así rompía Natario su calzado propio, sin esperanzas
de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas alineados en el
mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de restregones de
crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño crespo,
de seda y
abalorio, parecían desdeñar sus
afanes de artista.
"No nos construirás nunca.
Tú, a mal barrer el obra-dor y a atropellar recados."
Algo semejante a esto le decían los demás oficiales
con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz
recadero era el
hazmerreír, el tema jocoso de las conversaciones. Su huraña
tristeza, su aire de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada
a los intermedios de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros -Papa
Notario, el Tranvía- por irrisión
de que ignoraba
lo que era
subirse a este popularísimo
vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí
hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de
honra mal-decido... En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por
desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu
el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado
merecidamente... Sin razón,
claro es que
aguantaba bochornos y
malos tratamientos... ¡Con
razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al hijo de su
madre! Y el hervor de aquella indignación
consabida se acrecentaba,
y sus burbujas subían
al cerebro del
chiquillo, casi adolescente, alborotando
sus primeras pasio-nalidades. Sus
manos se crispaban,
su garganta se contraía.
Después, calmado el acceso,
recaía en esquiva y pasiva obediencia.
Le encontramos volviendo al taller, después de una
de sus odiseas de entrega y cobro.
¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies. Eran las
seis de la tarde, y desde las once, hora en que
su madre le
había dado unas
sopas de corruscos de pan
flotando en aguachirle turbia, ningún alimento confortaba su estómago.
Natario conocía el origen de su desconsuelo, del desfallecimiento angus-ioso
que engendraba su cansancio; un
mendrugo y una copa de vino lo
remediaría... Otros chicos,
en las calles que el aprendiz iba
recorriendo, extendían la mano,
contando cosas muy
plañideras, y los señores, sin mirarlos les alargaban perros.
"Si
tiés hambre, ingéniate
como los demás", era
la imperiosa instrucción
de la madre. Ingeniarse
significaba pedir limosna o... Esto último no acertaba ni a
pensarlo. Y lo otro, tampoco: una
luz de la
conciencia le mostraba que ambos
recursos se asemejan y a veces se confunden. Él, Natario, viviría de su sudor,
pero con la frente alta..., es un decir, y lo de la frente alta, una frase que
jamás había pronunciado el chico; pero dentro de sí, Natario se hacía superior
a la humillación de su inutilidad y pequeñez,
con la certidumbre
de no ser capaz -ni de trance de
muerte- de "ingeniarse como los más", ¡mendigos o rateros!
En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los
cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas, unos
céntimos. Natario, por
costumbre, deslizaba la
mano frecuentemente, palpando las
monedas, con terror de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles del
forro. Allí estaban;
no se habían evaporado. Natario se detuvo a
respirar, con el resuello corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada
desesperada, salvó las tres o cuatro calles que le separaban del establecimiento
de su patrono.
-¿Viene la cantidad? -los ojos encarnizados del
zapatero interrogaban severamente.
-Aquí la traigo...
Entre
las ansias del
sobrealiento y el impulso irresistible
de rendir pronto
lo que no era
suyo, Natario jadeaba.
Risas sofocadas salieron del obrador,
donde, silbando un tango verde, los compañeros cosían y batían suela. Hacíales
gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de Tranvía.
-Oye, oye, guasón... ¿qué rediez me traes aquí? -interrogó
el patrono, al
recontar la entrega. ¿Tú
te has creído,
sabandija, que voy a tomarte por
buena moneda falsa?
-¿Moneda falsa? -Natario repetía las palabras
atónito, sin comprender.
-¡Hazte el tonto!... ¡Buen tonto aprovechado estás
tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver, venga
mi duro, más pronto que la vista!
Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja
que vibraba furiosa...
-¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man...
dao... otro!
La
diestra nervuda y
velluda del patrono descargó un revés en la mejilla
macilenta del aprendiz, sofocado por
las lágrimas y
la rebeldía de su orgullosa
honradez.
-¡Agua va!
-¡Apúntate esa!
Eran las voces mofadoras de los verdaderos aprendices,
de los que machacaban el cuero y tiraban
del hilo encerado.
El estallido del bofetón, el alboroto
de la bronca, los distraían.
-¡Por robar a tu maestro! -exclamó el zapatero
violentamente, secundando en el otro carrillo.
Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos; las
muelas le temblaron,
pero ni lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el
fondo mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables:
"Por robar..."
En voz ronca, voz de hombre -que él mismo no conocía
y le sonaba de extraño modo- lanzó a la cara de su opresor:
-Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!
Y una interjección feroz y un conato de arrojarse al
cuello de su enemigo... Un conato solamente;
porque si Natario
acababa de sentir en su espíritu
la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino cedió inmediatamente: dos
brazos fuertes le sujetaron, y puños
enérgicos le contundieron,
des-cargando sobre su pecho
canijo, sus flacos
hombros, sus espaldas precoz-mente doblegadas, lluvia de trompicones,
mientras un pie recio, ancho, intentaba
partirle la espinilla
con reiterados golpes de los que
hacen ver en el aire lucería de color... El niño, desencajado, apretando los
dientes, reprimía el grito, el ¡ay! del martirizado; un hilo de sangre brotaba
de sus narices magulladas por
un puñetazo certero.
El señor Romualdo, embria-gándose con su propia ira, repetía:
-¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la cárcel!
Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro,
soltó al
muchacho y se
sentó, pasándose el revés de la mano por la frente sudorosa.
Natario cayó inerte al suelo; los aprendices
ya no reían; uno se levantó, y con el agua de remojar le roció las
sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó, tambaleándose, y con la cabeza baja
se acercó al
banco más próximo.
Disimuladamente asió una herramienta afilada, una
cuchilla de cortar suela, y volviendo hacia
el maestro, que
resoplaba en su
silla, refunfuñando todavía para reclamar el duro, tiró tajo redondo,
rebanándole mitad del pescuezo, del cual
brotó un surtidor
escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin articular un grito.
"El
Imparcial", 10 de septiembre de 1906.
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