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martes, 16 de septiembre de 2014

Un duro falso

-No te vengas sin cobrar, ¿yestú?
La orden repercutía con martilleo monótono  en  la  cabeza,  redonda  y  rapada,  del  aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para  algo  -¡le  habían  repetido  tantas  veces, en  tono  despre-iativo,  la  afirmación  contraria!. En segundo, le apremiaba el horror nervioso,  profundo,  a  la  vergüenza  del  infalible puntillón del maestro...
¡El  maestro!  ¡Si  Natario,  el  desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no  procedía  nombrar  maestro  a  quien  nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía,  y  no  podía  sufrirlo,  señores!  Había  un fondo  de  amargor  en  el  alma  oprimida  del chico.  Le  faltaba  aire  de  justicia;  se  sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cu-ando  la  madre  de  Natario,  asistenta  y  casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.
-¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes  o  no?  Culpa  tuya  será,  haragán,  flojo,
Y  la  mano  ruda,  deformada,  de  la  madre plebeya caía sobre la cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas, se guardaba el golpe -porque no era ignominioso- y volvía al obrador con más indignación depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen tarea; si en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, solo le dan unas hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino que se llegase aquí o acullá, a casas situadas en  barrios  extraviados,  a  subir  pisos  y  más pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros de mes, cuando hay dinerete fresco... Así rompía Natario su calzado propio, sin esperanzas de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas alineados en el mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de restregones de crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño  crespo,  de  seda  y  abalorio,  parecían desdeñar  sus  afanes  de  artista.  "No  nos construirás nunca. Tú,  a mal barrer  el obra-dor y a atropellar recados."
Algo semejante a esto le decían los demás oficiales con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz  recadero  era  el  hazmerreír,  el  tema jocoso de las conversaciones. Su huraña tristeza, su aire de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada a los intermedios de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros -Papa Notario, el Tranvía- por irrisión  de  que  ignoraba  lo  que  era  subirse  a este popularísimo vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de honra mal-decido... En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado merecidamente...  Sin  razón,  claro  es  que  aguantaba  bochornos  y  malos  tratamientos...  ¡Con  razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al hijo de su madre! Y el hervor de aquella indignación  consabida  se  acrecentaba,  y sus  burbujas  subían  al  cerebro  del  chiquillo, casi  adolescente,  alborotando  sus  primeras pasio-nalidades.  Sus  manos  se  crispaban,  su garganta  se  contraía.  Después,  calmado  el acceso,  recaía en esquiva y pasiva obediencia.
Le encontramos volviendo al taller, después de una de sus odiseas de entrega y cobro.
¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies. Eran las seis de la tarde, y desde las once, hora en que  su  madre  le  había  dado  unas  sopas  de corruscos de pan flotando en aguachirle turbia, ningún alimento confortaba su estómago.
Natario conocía el origen de su desconsuelo, del  desfallecimiento  angus-ioso  que  engendraba su cansancio; un mendrugo y una copa de  vino  lo  remediaría...  Otros  chicos,  en  las calles que el aprendiz iba recorriendo, extendían  la  mano,  contando  cosas  muy  plañideras, y los señores, sin mirarlos les alargaban perros. 
"Si  tiés  hambre,  ingéniate  como  los demás",  era  la  imperiosa  instrucción  de  la madre.  Ingeniarse  significaba  pedir  limosna o... Esto último no acertaba ni a pensarlo. Y lo otro,  tampoco:  una  luz  de  la  conciencia  le mostraba que ambos recursos se asemejan y a veces se confunden. Él, Natario, viviría de su sudor, pero con la frente alta..., es un decir, y lo de la frente alta, una frase que jamás había pronunciado el chico; pero dentro de sí, Natario se hacía superior a la humillación de su inutilidad  y  pequeñez,  con  la  certidumbre  de  no ser capaz -ni de trance de muerte- de "ingeniarse como los más", ¡mendigos o rateros!
En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas,  unos  céntimos.  Natario,  por  costumbre,  deslizaba  la  mano  frecuentemente, palpando las monedas, con terror de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles  del  forro.  Allí  estaban;  no  se  habían evaporado. Natario se detuvo a respirar, con el resuello corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada desesperada, salvó las tres o cuatro calles que le separaban del establecimiento de su patrono.
-¿Viene la cantidad? -los ojos encarnizados del zapatero interrogaban severamente.
-Aquí la traigo...
Entre  las  ansias  del  sobrealiento  y  el  impulso  irresistible  de  rendir  pronto  lo  que  no era  suyo,  Natario  jadeaba.  Risas  sofocadas salieron del obrador, donde, silbando un tango verde, los compañeros cosían y batían suela. Hacíales gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de Tranvía.
-Oye, oye, guasón... ¿qué rediez me traes aquí?  -interrogó  el  patrono,  al  recontar  la entrega.  ¿Tú  te  has  creído,  sabandija,  que voy a tomarte por buena moneda falsa?
-¿Moneda falsa? -Natario repetía las palabras atónito, sin comprender.
-¡Hazte el tonto!... ¡Buen tonto aprovechado estás tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver, venga mi duro, más pronto que la vista!
Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja que vibraba furiosa...
-¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man... dao... otro!
La  diestra  nervuda  y  velluda  del  patrono descargó un revés en la mejilla macilenta del aprendiz,  sofocado  por  las  lágrimas  y  la  rebeldía de su orgullosa honradez.
-¡Agua va!
-¡Apúntate esa!
Eran las voces mofadoras de los verdaderos aprendices, de los que machacaban el cuero  y  tiraban  del  hilo  encerado.  El  estallido del bofetón, el alboroto de la bronca, los distraían.
-¡Por robar a tu maestro! -exclamó el zapatero violentamente, secundando en el otro carrillo.
Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos;  las  muelas  le  temblaron,  pero  ni  lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el fondo mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables: "Por robar..."
En voz ronca, voz de hombre -que él mismo no conocía y le sonaba de extraño modo- lanzó a la cara de su opresor:
-Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!
Y una interjección feroz y un conato de arrojarse al cuello de su enemigo... Un conato solamente;  porque  si  Natario  acababa  de sentir en su espíritu la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino cedió inmediatamente: dos brazos fuertes le sujetaron, y puños  enérgicos  le  contundieron,  des-cargando sobre  su  pecho  canijo,  sus  flacos  hombros, sus espaldas precoz-mente doblegadas, lluvia de trompicones, mientras un pie recio, ancho, intentaba  partirle  la  espinilla  con  reiterados golpes de los que hacen ver en el aire lucería de color... El niño, desencajado, apretando los dientes, reprimía el grito, el ¡ay! del martirizado; un hilo de sangre brotaba de sus narices  magulladas  por  un  puñetazo  certero.  El señor Romualdo, embria-gándose con su propia ira, repetía:
-¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la cárcel!
Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro, soltó  al  muchacho  y  se  sentó,  pasándose  el revés de la mano por la frente sudorosa. Natario cayó inerte al suelo; los aprendices  ya no reían; uno se levantó, y con el agua de remojar le roció las sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó, tambaleándose, y con la cabeza  baja  se  acercó  al  banco  más  próximo.
Disimuladamente asió una herramienta afilada, una cuchilla de cortar suela, y volviendo hacia  el  maestro,  que  resoplaba  en  su  silla, refunfuñando todavía para reclamar el duro, tiró tajo redondo, rebanándole mitad del pescuezo,  del  cual  brotó  un  surtidor  escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin articular un grito.


"El Imparcial", 10 de septiembre de 1906.

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1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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