Con gran asombro vieron las comadres del
barrio, una mañana, aparecer en la tienda de aceite y vinagre del «señor
Leterio» un choto como de dos años, gordo y feo -la verdad ha de decirse, que
jugaba a gatas, más sucio que un polvero, riendo y gorjeando.
No tenía el señor Leterio ni mujer, ni
hermanos, ni por dónde le viniesen críos; pasábase la vida en su mezquino
comercio, lidiando con la miseria, fiando a réditos y leyendo los periódicos
locales, de la cruz a la fecha -como leería los del Japón, pues nunca bajaba a
la ciudad ni salía de su cubil, que guardaba hasta el domingo, por miedo a ser
robado. No se podía sospechar, en su existencia de molusco, desliz
sentimental, aventura o trapicheo. ¿De dónde salía el chiquitín?
No hay picazón tan fuerte como la curiosidad
de una comadre.
La mercera de al lado, Marica del Peine,
llamada así tal vez porque no se peinaba nunca, ardió en este fuego y se
prometió extinguirlo. Abandonó sus carretes de algodón y sus papeles de agujas
comidas de orín, y se metió en la casa del vecino, a pretexto de pedirle
prestado un papel de los del
día, «para saber lo que anda por el mundo». Y al tenderle el especiero el
número de Nautiliense, todo
arrugado y oliendo ya a cominos, la mujeruca suspiró de un modo adulador:
-¡Ay, qué presioso es el pequeñito! -y
señalaba hacia el chico, que, tiznado de carbón y churretoso de mil cosas
indefinibles, jugaba con una caja de fósforos vacía y una lata de sardinas
pringosa. ¡Parese una rosita, labado sea Dios! Luego, ¿es su sobrino?
-¿Sobrino? -refunfuñó el tendero. ¡Si yo no
tengo familia! No es nada mío. Lo tengo ahí..., pchs..., por hacer una caridá.
Repitió esta versión la del Peine, pero la
noticia halló sólo incrédulos.
¡Por caridá, el señor Leterio! ¡Mismamente!
¡Caridá! ¿Conque por el valor de una perra
pequeña que le debiesen era capaz de poner en vergüenza a una persona
honrada..., y había de darle la tarantela de recoger a un niño, de limosna? ¿Y
cómo, y cuándo, y dónde había recogido tal criatura, si primero echaría a andar
sola la Peña del
Purgatorio, con todas sus piñas de percebes encima, que el tendero abandonase
su tienda ni para oír misa? ¡Arrea con la caridá!
Confirmó el escepticismo de la gente el relato
de un pescador, hijo del barrio, que había estado ausente bastantes días, a
bordo del vapor, en la pesca de altura. Refirió éste que la noche de su
embarque, al salir de su casa, vio a un hombre, envuelto en una capa vieja y
llevando de la mano a un niño pequeño, entrar en la tienda, cuya puerta se
cerró tras él. Cosa de una hora después volvió a abrirse y salió solo el
hombre. Concordando fechas, se vino a caer en que el niño era el mismo que
conducía el misterioso individuo de la raída capa. Y ¡ahora sí que se armó
revuelo! ¡El muñeco, sabe Dios de quién sería hijo! ¡De una señorona, vaya, que
lo quería esconder! ¡De un personaje de Madrid! Y en torno del chicuelo de
rotos calzones se formó una leyenda. No, aquello no era caridá. Para que el
señor Leterio se determinase a mantener una boca..., su cuenta le tendría.
Confirmando las habladurías del barrio, a los
dos o tres años la tienda sórdida se transformó. El especiero compró la casa, y
a renglón seguido otras dos más, contiguas -entre ellas la de Marica la del
Peine-, y se metió en el fregado de hacer de las tres una, por el estilo de las
que empezaban a hermosear el Ensanche. Mientras la especiería se instalaba en
una barraca, el tendero dirigió la obra, con el chico, Pedrete, rodando entre
mezcla y escombros, a sus pies. Terminada la edificación a la malicia, la
tienda fue asombro de la vecindad. El amplio vidrio del escaparate, las
anaquelerías, el mostrador barnizado, las balanzas relucientes, deslumbraron al
comadrío. Aquella tienda lucida acabó con los demás. El especiero tomó un
dependiente, mocetón de recia nuca, que atrajo a las criadas de los barrios
ricos con galanterías que olían a nuez moscada y queso de Flandes. Y el señor
Leterio pudo por primera vez darse el lujo de salir a paseo algunos ratos.
Bruscamente dijo a Pedrete, que contaría sus cinco a seis años ya:
-Ponte las botas nuevas, coge la gorra...
¡Lístate!
Se esparcieron por la ciudad, admiraron los
adelantos de las obras del puerto, la draga, el asfaltado..., y todas las
tardes, mientras el dependiente, a aquella hora en que no acude clientela,
ponía orden en la abacería, volvieron a salir juntos el hosco viejo y el
rollizo choto. Por costumbre, éste llamaba al tendero «papá». Y el tendero, al
referirse a él, decía «mi hijo».
Sobrevinieron enfermedades. A los nueve años
el chico sufrió las viruelas. Don Leterio -ya era don- fue visto con la cara demudada un día que no daba
esperanzas el médico. Sanó Pedrete, y al año siguiente cayó el tendero con un
ataque cruel de nefritis. El niño no se apartó de su cama. Parecía una persona
grande. Él mismo daba las friegas, aplicaba los remedios. Al convalecer el
especiero, Pedrete era un semihombrecito, espigado, flaco, en la crisis del
crecimiento, que les consume. Don Leterio le llevó al campo un par de meses.
Volvieron ambos saludables, alegres, y el pequeño empezó a ayudar al
dependiente en la tienda -a pesar, a envolver-. Venía más aseado, medrado, con
los ojos muy grandes, las pestañas muy densas y la cabeza ensortijada y limpia,
y un día don Leterio se dejó decir a las comadres:
-¿No se ha vuelto guapo mi hijo?
Aquella misma tarde fondeó en el puerto el
vapor Potosí, y, a boca de
noche, un señor amarillento, con el pelaje inconfundible de los indianos
serios, ropa de rico paño negro y leontina gruesa de oro, se acercó a la
tienda; la contempló un momento con sorpresa e interés, por los cambios que en
ella advertía, y al fin entró, preguntando:
-¿Está el principal?
El dependiente le guió al piso alto y le
introdujo en una sala decente. Don Leterio saltó de la butaca... Se miraron, y
después se dieron un abrazo mecánico, de fórmula. Al ver el indiano la cara
consternada del tendero, sonrió:
-No tengas miedo, hombre, que no te reclamaré
los cuartos que vengo remitiéndote anualmente; eso ha sido para que estuviese
bien tratado Pedro. Los dineros, tuyos son. Muy bonita está la tienda: ¡a la
moda! Que la disfrutes con salud... Y llama a Pedro, que estoy deseando verle.
¿Será un mocito? Ahora me lo llevo conmigo, compadre, porque no es lo de antes,
que me estorbaba para abrirme paso... Tiene él que hacerse a mis asuntos y
educarse un poco en Inglaterra. ¡Ea, llámale!...
Desencajado, temblón, el tendero juntó las
manos en súplica ardiente.
-Oye, compadre, un negocio... Te volveré lo
que me adelantaste, todo, sin faltar un real... Tengo algún crédito en la
plaza, y de aquí a dos días estará la suma. Tú, en cambio, ¡déjame el niño!
-¿Cómo se entiende? ¡Por el niño he venido y
no por los cuartos! ¡Pues me gusta!
-¡Y yo quiero el niño! -replicó Leterio, ya
envalentonado. Te largaste, me lo dejaste... Es mío, no tuyo.
-¡Vaya con la tema! ¿Iba yo a desprenderme de
mi hijo? Lo primero, le quiero ver... ¡Pedro! ¡Pedrete!
El niño se presentó, saliendo de detrás de una
cortina del cuarto inmediato. ¿Sin duda escuchaba?...
-¡Un beso, que soy tu padre! -exclamó el
indiano, vehemente.
La respuesta del muchacho no fue dada con la
boca. Corrió, se precipitó a estrechar al especiero, escondiendo la cara contra
su pecho, contra sus barbas grises.
El padre se echó atrás, mortificado.
-¿No te quieres venir conmigo? -preguntó
ásperamente.
No contestó el chico tampoco. ¿Qué falta
hacía? Había repetido el apretón, y se quería hundir, incrustar en el cuerpo de
don Leterio.
-¡Bueno, bueno; yo no soy un tirano! ¡Quédate,
ya que es tu antojo! Así como así, tengo pensado casarme allá; vendrán otros
hijitos y me consolarán... ¡Buena suerte! ¡Dispongan de un amigo! ¡Que les vaya
bien a los dos!
Y rencoroso, herido, celoso, furioso
interiormente, pero sin querer demos-trarlo, bajó la escalera y se alejó a paso
ágil...
El niño no se había separado del tendero. Le
apretujaba con violencia, le lastimaba en las costillas. Y repetía, balbuciente
de cariño:
-¡No me sueltes! ¡No me sueltes!
La ilustración española y americana, núm. 16
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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