Lo
que voy a contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no
fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me
corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual disminuye muchísimo el
mérito de este relato y obliga a suponer que mi fantasía no es tan fértil y
brillante como se ha solido suponer en momentos de benevolencia.
¿Eres
tímido, oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios
ridículos; nos pone en berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal
a la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de plomo sobre los hombros,
una cadena a las muñecas, unos grillos a los pies... Y el puro género de
timidez no es el que procede de modestia, de recelo por insuficiencia de
facultades. Hay otro más terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez
del enamorado ante su amada, del fanático ante su ídolo.
De
un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo
el veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor
vehemencia.
No
envidiéis nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá
perdonar y compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Son más
desventurados que el mendigo que pide limosna; más que el sentenciado que, en
su cárcel cuenta las horas que le quedan de vida horrible... Son desventurados
porque tiene dislocada el alma, y les duele a cada movimiento...
Doble
su desdichada si la acompaña el suplicio de la timidez. Y la timidez, en
bastantes casos, se cura con la confianza; pero la hay crónica e invencible. La
hay en maridos que llevan veinte años de unión conyugal y no se han
acostumbrado a tener franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un
hombre en la mayor intimidad, no se acercan a él sin temor y temblor...
Generalmente, sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que
el amor, sin fueros y sin gallardías, se estremece ante un gesto o una
palabra... Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la
coquetuela y encantadora condesa viuda de Dolfos.
Dícese
que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en estas
cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas. Cada persona
difiere o por su carácter o por el mismo exceso de su apasionamiento.
Agustín
sentía, al acercarse a la condesa, todos los síntomas de la timidez enfermiza,
y mientras a solas preparaba declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente
hilados y tan persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en
presencia de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que este
estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos.
Vanamente
apelaba a su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su razón le decía
que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los cuatro costados, joven con
hacienda, inteligencia y aptitudes para abrirse camino, era un excelente
candidato a la mano de cualquiera mujer, por bonita y encopetada que se la
suponga... ¿Por qué no había de quererle la condesa? ¿Por qué, vamos a ver, por
qué? Él debía acercarse a ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas
las noches, al retirarse a su casa, se lo proponía..., y al día siguiente
procedía lo mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de
menguado, de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.
De
modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le ocasionaba
trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no había cruzado aún
palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada viuda. Iba a todas partes
donde podía encontrarse con ella, pasaba muchas veces por debajo de sus balcones,
se trasladaba a San Sebastián el mismo día que ella y en el mismo tren..., y
aún ignoraría el sonido de su voz si no hubiese prestado ansioso oído a las
conversaciones que ella sostenía con otras personas...
Por
fin, un día -precisamente en San Sebastián- presentose rodada la ocasión de
romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, a la hora en que una muchedumbre
elegantemente ataviada respira el aire y escucha o, por mejor decir, no escucha
la música, sino las infinitas charlas, que hacen otro rumor más contenido y más
suave, como de colmena. Agustín estaba muy próximo a su amada, y devoraba con
los ojos el perfil fino, asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas.
Ella le observaba de reojo, y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de
dirigirle la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
señora...
Bueno.
Por encima de las fórmulas sociales están las circuns-tancias, ¡y ay de estas
irregularidades que todo el mundo comete, cuando a ello le empuja un fuerte
estímulo!...
La
viudita no podía menos de haber notado aquella adoración profunda, continua que
la rodeaba como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad
femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que la bebía
y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un alarde infantil que
disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
Agustín
sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si a muerte o si a
gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron.... y con tartajosa
lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento ronco y balbuciente,
soltó esta frase:
Fue
como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de Agustín, se reía
sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta... ¡Acababa de llamar «señor»
a la única mujer que para él existía en el mundo! ¡No se le había ocurrido sino
tal inepcia! Y ahora, con la lengua seca y el corazón inundado de bochorno,
tampoco se le ocurría más. ¡Qué había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas,
el suelo huía bajo sus pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos a la
cabeza y, levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
noche pensó varias veces en el suicidio.
A
la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante la que ya
debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren. Estuvo ausente muchos
años. En ellos no volvió a saber de su adorada. Un día leyó en un periódico que
se había casado. Todavía la noticia le causó grave pena. Después lentamente,
fue olvidando, nunca del todo.
Habían
corrido cerca de cuatro lustros. Las canas rafagueaban el negro cabello de
Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora con dos señoritas en el
mismo departamento. Agustín la reconoció.... y aún su corazón (del cual
padecía) le avisó de que era ella; muy cambiada, muy envejecida, pero ella.
¿Fue
reconocido Agustín? No se sabe. Lo cierto es que se trabó conversación entre
ambos viajeros, y que esta vez no habiendo el estorbo de un amor tan insensato,
Agustín charló sin recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló
de su juventud, y murmuró confidencialmente:
-De
cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, porque era el más
sincero, consistió en que un joven, que me seguía como mi sombra, me
contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: «Sí, señor...»
¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó a decir otra cosa...
Los requiebros más entusiastas no pueden halagar tanto a una mujer como una
turbación, que sólo puede interpretarse como señal de pasión verdadera...
«La Ilustración Española y Americana», núm. 45, 1909
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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