-Si
la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos decir del
héroe -declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un rincón de provincia
empezaba a conquistar fama envidiable. Sólo es héroe el que se inmola a algo
grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a quien asistí y que tanto me
conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo sumo, fue una semilla que,
plantada en buena tierra, germinaría y produciría heroísmo...
-Con
todo -objeté- si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos sacan de
dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo varía en cada
época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los antiguos, que hoy
llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses lo prohibieron, en la India se creía -y se creerá
aún, es lo probable- que constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al
Cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido
-No
niego -declaró Méndez- que la gente llama heroísmo a lo que realiza su ideal, y
que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El embrión de héroe
cuya sencilla historia contaré estuvo al diapasón de ciertos sentimientos
arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa efervescencia que hace
despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga siempre al pueblo español. Lo
único que revela que el ideal a que aludo es un ideal inferior, por decirlo
así, es que para sus héroes, aclamados y adorados en vida, no hay
posterioridad; no se les elevan monumentos, no se ensalza su memoria...
Las
plazas de toros -continuó después de una breve pausa- han cundido tanto en el
período de reacción que siguió a la Revolución de septiembre, que hasta nuestra buena
ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la suya, a la malicia, de
madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el célebre Moñitos, con su
cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse
en H***, más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes
antes; y al llegar la gente torera, nos dio, no me exceptuó, por jalearla,
obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la noche.
Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a cigarros y les inundamos de
jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y gravemente afable, aunque
tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel
fatalismo que les permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel
estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor nacional. En poco días cobramos
afición a unos hombres tan desprendidos y caritativos, valientes hasta la
temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos cualidades que
atraían y justificaban la simpatía con que en todas partes son acogidos.
Yo
me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido desmedrado,
nervioso, que atendía por el alias de Cominiyo. Venía la criatura con
los toreros en calidad de monosabio, y era la perla de su oficio; un chulapillo
vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde la primera de las cuatro
corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo llamó la atención y se
ganó una especie de popularidad por su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos
cómicos y su oportunidad en acudir a donde hacía falta. La parte que
representaba Cominiyo en el drama desarrollado en el redondel era bien
insignificante; pero él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y
cuando de los tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas
mejillas se iluminaban con pasajero rubor de orgullo, y sus ojos negros
ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal lumbre.
Cominiyo me había confiado sus
secretas ambiciones. Como el poeta de buhardilla sueña la coronación en el Capitolio;
como el recluta sueña los tres entorchados; como el oscuro escribiente la
poltrona, Cominiyo soñaba ser picador. En vez de ir a las ancas del
caballo, quería ir delante, luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas
hombreras, el ancho sombrerón de fieltro, los calzones de ante, el rígido
atavío de esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen
mella los batacazos. Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto?
Probablemente así que hubiese demostrado de una manera indudable su gran
corazón; así que hiciere «una hombrá». Y dispuesto estaba a hacerla a cualquier
hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.
En
la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que con
trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un juego tal
desde que salió a la plaza, que llegó a causar cierto pánico: como aquél pocos.
Después de destripar por los aires a dos caballos, la emprendió con el que
montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al jinete aplastado
bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso. Crítica era la
situación del picador. El peso del jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él
la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a capotazos, quería engañar y
distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose, asomada la cabeza por detrás
del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y
ya el picador se veía recogido y despedido hasta las nubes, cuando una
figurilla menuda apareció firmemente plantada sobre el vientre del tendido
caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió repetidas veces
con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos
mientras salvaban al picador. Cominiyo, que realizada la proeza
intentaba salir escapado, saltó hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un
charco rojo que el caballo había soltado de los pulmones, y el toro le pilló
allí mismo, contra las tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer
inerte.
Corrí
a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una cosa
horrible que, a pesar de la impasibilidad profesional, me causó grima. El toro
había cogido a Cominiyo por la espalda, en la región lumbar; sin duda la
fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó un jirón del hígado, una
sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación, y su lucha con la
muerte, sostenida por la juventud y la índole de la misma lesión, fue larga y
cruel. Ocho días le devoró la fiebre inflamatoria, y como él ignoraba la
gravedad de la herida, se agitaba en un frenesí de alegres esperanzas y de
ambiciosas aspiraciones. La ovación tributada a su hazaña le tenía borracho de
gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus dolores, que
eran atroces, sobre todo al principio:
El
día en que le acompañamos al cementerio, yo al ver que le echaban encima la
húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión plantar
laureles en sepultura del rapaz..., y sin embargo, a mí me parecía que de la
misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de algunos que
podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.
Hasta la leña en el monte
tiene su separación;
una sirve para santos;
otra para hacer carbón.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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