¿Queréis
saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la risueña y regordeta
boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó muriéndose de ictericia?
Fue que -oídlo bien- le cayó el premio gordo de Navidad, los millones de
pesetas...
Antes
de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse feliz, si
tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está enseñando los
dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y herboristería de la calle
de Jacometrezo, haciendo todos los días a la misma hora las mismas cosas
insípidas y rutinarias, don Donato era plácidamente optimista; sus excesos y
lujos consistían en alguna escapatoria a los teatrillos alegres porque don
Donato aborrecía la literatura triste -al teatro se va a reír, y sus
derroches, en traerse a casa las mejores frutas y legumbres del mercado del
Carmen, pues adoraba, a fuer de obeso, los alimentos flojos.
Jugador
empedernido de lotería, nunca perdió sorteo, y no sólo se arriesgaba él, sino
que tomaba parte con amigos y hasta les encomendaba la adquisición de décimos
en administraciones que por cualquier motivo juzgaba afortunadas, dentro de las
laboriosas combinaciones que realizaba para perseguir y acorralar a la suerte,
a quien un día u otro estaba cierto de coger por las alas. ¿En qué se fundaba
tal seguridad? No podía decirlo; pero le alentaba una fe robusta, un instinto o
presentimiento (llámenle los escépticos como quieran). Supersticioso y
calculista pueril, sucedíale a veces pararse en seco ante el número de una casa
o el de un coche simón y correr la Administración a pedir el mismo número. Lo que
más le confirmaba en su manía era la circunstancia que realmente parecerá
extraña a todo el que conozca la lotería un poco: en la ya larga existencia de
jugador de don Donato, que jugaba cada sorteo, en algunos doble y triple, no le
había caído, no digamos un premio regular, pero ni una aproximación, ni un
reintegro en Nochebuena, ni nada, nada... Esta singular reserva de la fortuna
le parecía a don Donato signo infalible de que sólo se ocultaba para venir un
día de pronto, fulminante, terrible, con los brazos abiertos y las manos
tendidas, llenas de oro.
Hará
dos años, estudiando don Donato la marcha del «gordo», del premio deslumbrador
de Navidad, observó que desde tiempo inmemorial no había caído en M***, y,
herida su imaginación por esta circunstancia, encargó a un amigo corresponsal
que allí tenía que le tomase «un billete» nada menos. A vuelta de correo recibió
la respuesta y el número del billete adquirido, en el cual el comprador se
reservaba un décimo. Giró el dinero don Donato; guardó como oro en paño el
número y la carta comprobante, y esperó el sorteo, con fatalismo de musulmán.
Sin emoción compró la lista cuando la oyó vocear, y al fijar los ojos en el
glorioso número, una oleada de sangre afluyó a su cabeza... Era el número
adquirido en M***; el propio número...; el suyo, el esperado, el de los
millones...; allí estaba claro como la luz. ¡El premio, el premio... La Fortuna , abierta de
brazos, derramando oro con sus anchas manos pródigas!
Se
repuso de pronto Don Donato. ¿Pues qué, no contaba con aquello desde tantos
años hacía? ¡Era lógico que al fin viniese! Una alegría intensa, serena, le
embargaba plácidamente, mientras corría a cerciorarse..., aunque estaba seguro
de que resultaría verdad. Y verdad resultó. No quedaba más que recoger, cobrar
y disfrutar a pulso lo cobrado.
No
queriendo hacer pública su dicha, por quitarse murgas y sablazos; pensando que
nadie ejecuta las cosas mejor que el interesado, aquella misma noche tomó en
tren y no paró hasta dar con su cuerpo en M***. Llegó a hora avanzada de la
noche siguiente, molido y asendereado, como sedentario que viaja sin ganas y
por precisión, y hubo de recogerse a una posada para aguardar con la luz del
día la hora de presentarse a su corresponsal y reclamar el billete. Al
acostarse pensó en madrugar; mas de puro quebrantado le tomó el sueño y
despertó muy tarde. Vistióse, y, con indefinible sobresalto, corrió a casa del
amigo, en cuyas manos se encontraba el tesoro. En la esquina de la calle vio
gentío: monagos, mujerucas que lanzaban exclamaciones de compasión; escuchó las
notas del piporro, la salmodia de los curas; rompió por entre la compacta muchedumbre;
se abrió paso hasta el portal, y, al querer enfilar la escalera tropezó con un
ataúd que bajaba en hombros... Ya lo adivinas, lector: encerraba el cadáver del
poseedor del billete premiado.
Después
de cortos momentos de angustia cruel, don Donato se resolvió a penetrar, sin
encomendarse a Dios ni al diablo, hasta el gabinete donde lloraba la viuda.
Brutalmente -millones quitan escrúpulos- formuló la cuestión y reclamó el
billete. Era de temer un desmayo: no lo hubo; la viuda, digna y tranquila, franqueó
a don Donato el mueble donde el difunto guardaba sus papeles de mayor interés.
A la primera de cambio encontraron en el cajón central una cédula de letra del
muerto, que decía así: «Día tantos..., he comprado para el señor don Donato
Galíndez, droguero en Madrid, un billete entero de lotería, número tantos, que
conservo en mi poder»... Y debajo: «Día tanto...: recibida letra importe
billete, menos un décimo que reservo para mí...» Abrió tanto los ojos la viuda
con lo del décimo, y desde aquel mismo instante se consagraron ella y don
Donato, rivalizando en celo, a registrar la casa de abajo arriba; pero aún
cuando gastaron tres días en pesquisas minuciosas, nada pudieron encontrar. El
billete había desaparecido.
Al
cuarto día, don Donato, que tenía fiebre y estaba medio loco, iba a retirarse
amenazando a la justicia, cuando la viuda, llamándole a un rincón y titubeando,
le dijo quedamente:
-¿Sabe
usted que..., que pienso una cosa? Se me ha clavado aquí -y apoyaba el índice
en el entrecejo.
¿Lo
creerán ustedes? Si no lo creen, hacen mal. El terror a los muertos era tan
profundo en don Donato, que si no le anima y envalentona la viuda, tal vez
renuncia entonces a perseguir su billete.
-No
dude que está allí -insistía ella más resuelta cada vez-, porque «llevó puesta»
su levita nueva, la de paño fino, y es la misma que usó tres o cuatro días
antes de morir... Juraría que el billete va en el bolsillo. Como mi esposo
falleció casi de repente...
Azuzado
por la valerosa señora, don Donato se enteró de las formalidades necesarias
para hacer exhumar judicialmente un cadáver, y pareciéndole empresa erizada de
dificultades y hasta de peligros, resolvió echar por la calle de en medio y
sobornar al encargado de la custodia del cementerio para que abriese el nicho y
el ataúd. Encuéntrase el cementerio de M*** situado a orillas del mar, y la
noche en que se realizó la lúgubre hazaña era de tormenta horrible; silbaba el
viento entre los negros cipreses, y el sordo e imponente murmurio del Océano
tenía los tonos de queja de maldición y de llanto; clamores sobrehumanos por
los amenazadores y tristes, parecidos a un coro de voces de muertos. A don
Donato le corría el sudor en frías gotas, desde el cráneo hasta la nuca; sus
dientes castañeaban y sus piernas flaqueaban como si fuesen de algodón.
Destapiaron el nicho; para sacar la caja tuvo el droguero que ayudar, pues
pesaba bastante; y cuando se alzó la tapa de cinc, la primera bocanada de
putrefacción, el hedor cadavérico dio, más que en las narices, en el alma a don
Donato. La viuda, siempre animosa, le dijo al oído:
Acercó
el sepulturero la linterna; don Donato, con esfuerzo sobrehumano, se inclinó
sobre la caja; vio una cara espantosa, verde ya; unos ojos abiertos, vidriados
y aterradores, una barba fosca, unos labios lívidos...; y solo cuando la viuda
repitió con energía:
Sólo
entonces, lo repito, se dio cuenta de lo más horroroso... ¿Qué había de
registrar? ¡El cadáver estaba desnudo! Cayó desplomado el droguero, mientras la
viuda, con acento de desesperación, exclamaba:
-¡Estúpida
de mí! ¡Por qué no picaría yo a tijeretazos la ropa! ¡Cuando la ven entera se
la llevan los muy ladrones!
Se
dio el oportuno aviso a la policía; se registraron las casas de empeño y
préstamos de toda España; mas no apareció el siniestro billete, y el premio se
lo guardó la Hacienda ,
frotándose las manos (es una manera de decir). Probablemente, el ladrón de la
levita arrojó al mar, sin examinarlos, los papeles que halló en los bolsillos,
por temor a que le comprometiesen... Lo cierto es que don Donato, a su vez,
cayó enfermo y murió consumido de hipocondría, enseñando los puños a una figura
imaginaria, que debía de ser la descarada, la idiota de la suerte.
«Revista Moderna», núm. 94, 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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