Más fijo
era que el sol: a las tres de la tarde en invierno y a las cinco en verano,
pasaba Frasquita Llerena hacia el Retiro, llevando sujeto por fuerte cordón de
seda rojo, cuyo extremo se anudaba a la argolla del lindo collarín de badana
blanca y relucientes cascabeles argentinos, a su grifón Mosquito, pequeño como un juguete. El animalito era una
preciosidad: sus sedas gris acero se acortinaban revueltar sobre su hociquín,
negro y brillante y sus ojos enormes, parecían, tras la persiana se deña, dos
uvas maduras, dulces de comer. Cuando Mosquito
se cansaba, Frasquita lo cogía en brazos. Si por algo sentía Frasquita no
tener coche, era por no poder arrellanar en un cojín de su berlina al grifón.
Solterona
y bien avenida con su libertad, Frasquita no se tomaba molestias sino por el
bichejo. Ella lo lavaba, lo espulgaba, lo jabonaba, lo perfumaba con colonia
legítima de Farina; ella le servía su comida fantástica: crema de huevo,
bolitas de arroz; ella le limpiaba la dentadura con oralina y cepillo. De
noche, en diciembre, saltaba de la cama, descalza, para ver dormir al cusculeto
sobre almohadón de pluma, bajo una manta microscópica de raso enguatado. De
día, lo sacaba en persona «a tomar aire puro». ¿Confiarlo a la criada? ¡No
faltaría sino que lo perdiese o se lo dejase quitar!
Una
esplendorosa tarde de abril, domingo, subiendo por la acera atestada de la
calle de Alcalá, Frasquita notó una sensación extraña, como si acabase de
quedarse sola entre el gentío. Antes de tener tiempo de darse cuenta de lo que
le sucedía, se cruzó con un conocido, señor machucho, don Santos Comares de la Puente , alto funcionario en
el Ministerio de Hacienda. La saludó, sonrió y, según la costumbre española,
la paró un instante informándose de la salud. Cuando el buen señor se perdió
entre la densa muchedumbre que aguardaba el «desfile» de la corrida de toros,
Frasquita percibió otra vez la soledad; el cordón rojo flotaba, cortado; Mosquito había desaparecido.
Tenía
Frasquita un carácter reconcentrado y enérgico, frecuente en las mujeres que
han llegado a los cuarenta años sin la sombra y el calor de la familia. No
gritó, no alborotó: a fuera de solterona, temía a las cuchufletas. Miró a su
alrededor; ni andaba por allí el perro, ni nadie que tuviese trazas de
habérselo llevado. Interrogó a los porteros de las casas; avisó y ofreció
propina a los guardias; puso anuncios en los diarios; votó una misa a San Antonio,
abogado de las cosas perdidas. Mosquito
no estaba perdido, sino robado..., y el santo se inhibió; los ladrones no son
de su incumbencia.
Al cabo
de dos meses, no habiendo parecido el grifón, Frasquita enfermó de ictericia.
Para espantar la tristeza la mandaron pasear mucho, entre calles, por sitios
alegres y concurridos. Parada delante de un escaparate, en la carrera, de
pronto el claro vidrio reflejó una forma tan conocida como adorada: ¡el
encantín! Se volvió, conteniendo un grito de salvaje alegría..., y lo mismo
que cuando había desaparecido el perro, vió ante sí la figura gallarda de don
Santos Comares, saludando y preguntando machacona y cordialmente: «¿Qué tal
esa salud?...» Sólo que, bajo el puño de la manga izquierda del empleado, entre
el brazo y el cuerpo, asomaba la cabecita adorable, los ojos como uvas en sazón
y se oía el cómico ladrido, en falsete, de Mosquito,
jubiloso al reconocer a su antigua ama.
-¡Hijo!
¡Tesoro! ¡Encanto de mi vida! ¡Cielín!
Se
abalanzó ella para apoderarse del chucho; pero ya don Santos, a la defensiva,
daba dos pasos atrás y protegía la presa con un «¡Señora!», indignado y
escandalizado, que hizo volverse irónicos y risueños a los transeúntes.
-¡Me
gusta! Ese perro es el mío, y ahora ya comprendo quién me lo cogió. Fué usted,
usted mismo, aquella tarde, en la acera de la calle de Alcalá -declaró fuera
de sí Franquita, pronta a recurrir a vías de hecho.
-¡Señora!
-repitió don Santos, retrocediendo otro poco y dispuesto a vender cara su
vida-. ¿Me toma usted por ladrón de bichos? Este perrito me pertenece: lo he
comprado, y no barato, por mi dinero; lo tengo empadronado, y a nadie
consentiré que me dispute su propiedad.
-Bien
habrá usted leído en el collar mis iniciales y el nombre del ani-malito! Verá
usted cómo atiende, cómo me mira. «¡Mosquitín!»
¿No me conoces, hechizo, no?
-El
perro, señora, cuando lo adquirí, venía desnudo de toda prenda; este collar se
lo encargué a Melerio, y le puse Togo: soy
admirador de los marinos japoneses. Toguín,
Toguín; ya lo ha visto usted: menea la cola.
Frasquita,
desesperada, sintió que dos lágrimas iban a saltar de sus lagrimales. La gente
empezaba a formar corro; se oían dicharachos. El decoro se sobrepuso a la
pasión. Temblona, habló en voz baja, roncamente:
-Bueno,
señor Comares, bueno... Llévese usted lo que no es suyo. Cuando le dé a usted
vergüenza tal proceder espero que restituirá. Creí que era usted un caballero.
Allá usted, si tiene alma para aprovecharse de que me hayan robado
indignamente... ¡Así estamos en España, porque se consienten estas picardías!
Y
volviendo las espaldas, sin tender la mano a su contrincante, tomó hacia la
calle de Sevilla, seguida por cien miradas de curiosidad y chunga malévola...
Su
padecimiento se agravó. El médico que la asistía supo la causa moral que
destruía aquel cuerpo y torturaba aquel espíritu, y al visitar para recetar
aguas minerales al señor Comares, que era de sus clientes, le enteró de lo que
pasaba. No era el alto empleado ningún hombre sin corazón. Solicitó ver a
Frasquita, llevó consigo a Mosquito y
lo colocó en el regazo de la solterona.
-Señora,
yo estoy disgustado; advierto a usted que disgustadísimo... No me es posible
ceder a usted otra vez el perro; pero se lo traeré siempre que tenga cinco
minutos disponibles, para que usted lo acaricie y, vea que está gordito y sano.
-¿Se
burla usted de mí? -saltó, furiosa, ella-: En esa forma, no quiero que mi
chuchín se ponga delante de mi vista. ¿Traérmelo y quitármelo? Ni que usted lo
piense, señor mío; ¿qué se ha figurado?
-Cálmese
usted, Frasquita... Considere usted... Todos somos de carne y hueso, todos
tenemos nuestros afectos y nuestra sensibilidad. Desde que perdí a mi chico
único, que daba tantas esperanzas, y de resultas a mi pobre mujer, y con una
serie de penas que si se las contase a usted se enternecería..., no hay a mi
alrededor nadie que me acompañe... Resulta que le he cogido cariño al
animalito... Es un gitano... Tráteme usted todo lo mal que guste; no le
devuelvo a Togo. No, señor; es ya una
cuestión personalísima.
Frasquita
callaba, ceñuda, meditando. De improviso se alzó de la chaise-longue, se apoderó del perro, abrió la ventana y, alzando
en el aire al grifón, exclamó, trágicamente:
-Intente
usted robármelo otra vez, y va a la calle.
Don
Santos se quedó hecho un marmolillo. Veía ya a su Togo estrellado sobre la acera, cerrados los enormes ojos, rota la
cabezuela contra las losas flojas las sedas, frías las patas... La mujer había
vencido; la furia pasional arrollaba al tranquilo y nostálgico querer...
A la
mañana siguiente, Frasquita recibió una atenta esquela de don Santos. El
viudo le pedía permiso para frecuentar la casa; así vería alguna vez a Togo y le llevaría bombones de chocolate.
No era
posible rehusar. La triunfadora acogió amablemente al derrotado. A causa de la
oposición de sus genios, congeniaron; se habituaron a verse y a tolerarse sus
manías de almas rancias y solitarias, sus herrumbres de cuerpos en decadencia.
Al cabo de un año, el perrito fué de ambos con igual derecho, y paseó en la
berlina de los consortes. Pero el esposo siempre le llamó Togo, y Mosquito, la
esposa.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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