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martes, 16 de septiembre de 2014

Solucion

Más fijo era que el sol: a las tres de la tarde en invierno y a las cinco en verano, pasaba Frasquita Llerena hacia el Retiro, llevando sujeto por fuerte cordón de seda rojo, cuyo extremo se anudaba a la argolla del lindo collarín de badana blanca y relucientes cascabe­les argentinos, a su grifón Mosquito, pequeño como un juguete. El animalito era una preciosidad: sus sedas gris ace­ro se acortinaban revueltar sobre su hociquín, negro y brillante y sus ojos enormes, parecían, tras la persiana se deña, dos uvas maduras, dulces de co­mer. Cuando Mosquito se cansaba, Fras­quita lo cogía en brazos. Si por algo sentía Frasquita no tener coche, era por no poder arrellanar en un cojín de su berlina al grifón.
Solterona y bien avenida con su li­bertad, Frasquita no se tomaba moles­tias sino por el bichejo. Ella lo lavaba, lo espulgaba, lo jabonaba, lo perfuma­ba con colonia legítima de Farina; ella le servía su comida fantástica: crema de huevo, bolitas de arroz; ella le lim­piaba la dentadura con oralina y cepi­llo. De noche, en diciembre, saltaba de la cama, descalza, para ver dormir al cusculeto sobre almohadón de pluma, bajo una manta microscópica de raso enguatado. De día, lo sacaba en perso­na «a tomar aire puro». ¿Confiarlo a la criada? ¡No faltaría sino que lo perdie­se o se lo dejase quitar!
Una esplendorosa tarde de abril, do­mingo, subiendo por la acera atestada de la calle de Alcalá, Frasquita notó una sensación extraña, como si acaba­se de quedarse sola entre el gentío. An­tes de tener tiempo de darse cuenta de lo que le sucedía, se cruzó con un co­nocido, señor machucho, don Santos Comares de la Puente, alto funcionario en el Ministerio de Hacienda. La salu­dó, sonrió y, según la costumbre espa­ñola, la paró un instante informándose de la salud. Cuando el buen señor se perdió entre la densa muchedumbre que aguardaba el «desfile» de la corri­da de toros, Frasquita percibió otra vez la soledad; el cordón rojo flotaba, cortado; Mosquito había desaparecido.
Tenía Frasquita un carácter recon­centrado y enérgico, frecuente en las mujeres que han llegado a los cuarenta años sin la sombra y el calor de la familia. No gritó, no alborotó: a fuera de solterona, temía a las cuchufletas. Miró a su alrededor; ni andaba por allí el perro, ni nadie que tuviese trazas de habérselo llevado. Interrogó a los por­teros de las casas; avisó y ofreció propina a los guardias; puso anuncios en los diarios; votó una misa a San An­tonio, abogado de las cosas perdidas. Mosquito no estaba perdido, sino ro­bado..., y el santo se inhibió; los ladro­nes no son de su incumbencia.
Al cabo de dos meses, no habiendo parecido el grifón, Frasquita enfermó de ictericia. Para espantar la tristeza la mandaron pasear mucho, entre ca­lles, por sitios alegres y concurridos. Parada delante de un escaparate, en la carrera, de pronto el claro vidrio refle­jó una forma tan conocida como adora­da: ¡el encantín! Se volvió, contenien­do un grito de salvaje alegría..., y lo mismo que cuando había desaparecido el perro, vió ante sí la figura gallarda de don Santos Comares, saludando y preguntando machacona y cordialmen­te: «¿Qué tal esa salud?...» Sólo que, bajo el puño de la manga izquierda del empleado, entre el brazo y el cuerpo, asomaba la cabecita adorable, los ojos como uvas en sazón y se oía el cómico ladrido, en falsete, de Mosquito, jubi­loso al reconocer a su antigua ama.
-¡Hijo! ¡Tesoro! ¡Encanto de mi vida! ¡Cielín!
Se abalanzó ella para apoderarse del chucho; pero ya don Santos, a la de­fensiva, daba dos pasos atrás y prote­gía la presa con un «¡Señora!», indig­nado y escandalizado, que hizo volverse irónicos y risueños a los transeúntes.
-¡Me gusta! Ese perro es el mío, y ahora ya comprendo quién me lo cogió. Fué usted, usted mismo, aquella tarde, en la acera de la calle de Alcalá -decla­ró fuera de sí Franquita, pronta a re­currir a vías de hecho.
-¡Señora! -repitió don Santos, re­trocediendo otro poco y dispuesto a vender cara su vida-. ¿Me toma usted por ladrón de bichos? Este perrito me pertenece: lo he comprado, y no bara­to, por mi dinero; lo tengo empadro­nado, y a nadie consentiré que me dis­pute su propiedad.
-Bien habrá usted leído en el co­llar mis iniciales y el nombre del ani-malito! Verá usted cómo atiende, cómo me mira. «¡Mosquitín!» ¿No me cono­ces, hechizo, no?
-El perro, señora, cuando lo adquirí, venía desnudo de toda prenda; este collar se lo encargué a Melerio, y le puse Togo: soy admirador de los marinos japoneses. Toguín, Toguín; ya lo ha visto usted: menea la cola.
Frasquita, desesperada, sintió que dos lágrimas iban a saltar de sus lagri­males. La gente empezaba a formar co­rro; se oían dicharachos. El decoro se sobrepuso a la pasión. Temblona, habló en voz baja, roncamente:
-Bueno, señor Comares, bueno... Llévese usted lo que no es suyo. Cuan­do le dé a usted vergüenza tal proceder espero que restituirá. Creí que era us­ted un caballero. Allá usted, si tiene al­ma para aprovecharse de que me ha­yan robado indignamente... ¡Así esta­mos en España, porque se consienten estas picardías!
Y volviendo las espaldas, sin tender la mano a su contrincante, tomó hacia la calle de Sevilla, seguida por cien miradas de curiosidad y chunga malé­vola...
Su padecimiento se agravó. El médi­co que la asistía supo la causa moral que destruía aquel cuerpo y torturaba aquel espíritu, y al visitar para recetar aguas minerales al señor Comares, que era de sus clientes, le enteró de lo que pasaba. No era el alto empleado ningún hombre sin corazón. Solicitó ver a Frasquita, llevó consigo a Mosquito y lo colocó en el regazo de la solterona.
-Señora, yo estoy disgustado; ad­vierto a usted que disgustadísimo... No me es posible ceder a usted otra vez el perro; pero se lo traeré siempre que tenga cinco minutos disponibles, para que usted lo acaricie y, vea que está gordito y sano.
-¿Se burla usted de mí? -saltó, fu­riosa, ella-: En esa forma, no quiero que mi chuchín se ponga delante de mi vista. ¿Traérmelo y quitármelo? Ni que usted lo piense, señor mío; ¿qué se ha figurado?
-Cálmese usted, Frasquita... Consi­dere usted... Todos somos de carne y hueso, todos tenemos nuestros afectos y nuestra sensibilidad. Desde que per­dí a mi chico único, que daba tantas esperanzas, y de resultas a mi pobre mujer, y con una serie de penas que si se las contase a usted se enternece­ría..., no hay a mi alrededor nadie que me acompañe... Resulta que le he cogi­do cariño al animalito... Es un gitano... Tráteme usted todo lo mal que guste; no le devuelvo a Togo. No, señor; es ya una cuestión personalísima.
Frasquita callaba, ceñuda, meditando. De improviso se alzó de la chaise-lon­gue, se apoderó del perro, abrió la ven­tana y, alzando en el aire al grifón, ex­clamó, trágicamente:
-Intente usted robármelo otra vez, y va a la calle.
Don Santos se quedó hecho un mar­molillo. Veía ya a su Togo estrella­do sobre la acera, cerrados los enormes ojos, rota la cabezuela contra las losas flojas las sedas, frías las patas... La mujer había vencido; la furia pasional arrollaba al tranquilo y nostálgico que­rer...
A la mañana siguiente, Frasquita re­cibió una atenta esquela de don San­tos. El viudo le pedía permiso para fre­cuentar la casa; así vería alguna vez a Togo y le llevaría bombones de cho­colate.
No era posible rehusar. La triunfado­ra acogió amablemente al derrotado. A causa de la oposición de sus genios, congeniaron; se habituaron a verse y a tolerarse sus manías de almas rancias y solitarias, sus herrumbres de cuerpos en decadencia. Al cabo de un año, el perrito fué de ambos con igual derecho, y paseó en la berlina de los consortes. Pero el esposo siempre le llamó Togo, y Mosquito, la esposa.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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