-Aquella
historia ya puede contarse, porque han muerto los únicos que podían tener
interés en que no se supiese, y yo no he sido nunca partidario de descubrir
faltas de nadie, y menos crímenes.
Así
se expresaba el registrador, en un momento de descanso, momento que bien
pudiera llamarse hora de los expedicionarios al monte del Sacramento. Habían
dejado el automóvil donde ya la senda se hacía impracticable, buena sólo para
andarla en el caballo de San Francisco; y, después de merendar bajo unos
castaños remendados, huecos a fuerza de vejez y rellenos de argamasa, fumaban y
departían, traídos a la conversación los sucesos de actualidad y los antiguos
por los de actualidad.
Había
en Rojaríz, donde yo estaba entonces por asuntos, un matrimonio que pasaba por
ejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de la comarca; ella, una señora también
vistosa y, sobre todo, tan prendada de su marido, que se le caía la baba cuando
salía a la calle con él del bracero. Yo los trataba, no muy íntimamente, pero
lo bastante para ver que allí existían todas las apariencias de la felicidad
más completa. Eran gente rica, y tenían, según fama, muchos ahorros. Hasta
extrañaba que él, no teniendo hijos, demostrase tal manía y tal empeño en
economizar, por lo cual ella tenía costumbre de embromarle.
Por
entonces, cosas que hace el demonio, sucedió que yo me enamoré de una señorita
lindísima, huérfana y con fama de ser así... un poco mística, que no pensaba en
casarse, sino más bien en algo de monjío, pues se la veía mucho en la iglesia.
Claro es que, al enamorarme, di en rondar su casa, como es estilo y costumbre
en provincia. Quería verla cuando saliese a la catedral, y quería también de
noche espiar su paso por detrás de las cortinas cuando fuese, percibir al menos
su sombra. Estaba lo que ahora se dice colado.
Así
es que, involuntariamente, me convertí en un espía. La casa de la señorita, que
vivía sola con una criada vieja, daba a una calle muy poco frecuentada y
estrecha, pero hacía esquina y por la parte de atrás se enfrentaba con las
tapias de unos huertos. Tenía la casa también un jardincito chico o, por mejor
decir, un huerto, con algo de arbolado, y una puertecilla muy vieja y muy igual
en color a la pared, por lo cual, al anochecer, apenas se distinguía de ella.
Por allí no cruzaba nadie, y era preciso estar como estaba yo, tan ferido de
punta de amor, para meterse en el barro inmundo que formaba el suelo de la tal
callejuela, para nada; para no ver siquiera a mi tormento.
Había
un ángulo en la tapia de los cercados fronterizos, que me permitía disimularme
y recatar mi presencia... ¿Recatar? ¿De quién? Ahí está el intríngulis... A
poco tiempo de rondar la casa de Teresa -supongamos que se llamaba así- se me
puso en la cabeza que otro la rondaba también... Un hombre, embozado en amplia
capa, se acercaba con sospechosa insistencia a la casa de Teresa, mirando
alrededor y avizorando si le observaban. Esto fue para mí como una banderilla
para un toro. Teresa tenía otro galanteador, no cabía duda.
Hasta
aquí podía pasar, y, si bien la cosa me indignaba, no tenía por qué extrañarme.
Lo que ya pasó del límite de mi sufrimiento y hasta de mi comprensión, fue que,
en otras dos noches de espionaje pasadas, me convencí de que había un tercero
en discordia. Un sujeto no muy bien vestido, de bufanda y chaqueta, daba
sospechosas vueltas por allí, fijándose también mucho en la casa, en sus
tapiales, como si intentase asaltarla...
Y,
claro, no tardé en darme un cachete en la frente, y en llamarme a mí mismo
tonto... Allí podía haber un rondador, y era el de la capa, el alto, el bien
plantado; pero el segundo, el mal fachado, ¿qué querían ustedes que fuese? ¿Qué
podía ser sino un ladrón? Desde aquel momento, mi empresa amorosa tuvo el
interés de un drama o de una novela de folletín. Todas las hipótesis cruzaron
por mi mente. Mis facultades de observación se agudizaron. Me armé de una
pistola, cargada. La luna estaba en menguante, y me daba el corazón que a la
primera noche nublada sucedería algo de cuenta.
A
decir verdad, por el lado del galanteador no creía que ocurriese cosa que digna
de contarse fuera. La vanidad de los hombres es tal, que siempre les ha de
costar trabajo creer que otro logra lo que ellos no han logrado. Valido de la
oscuridad, me escondí en mi puesto de acecho, dejando apenas asomar algo de la
cabeza por la tapia del muro. Era un admirable acechadero aquel huerto
abandonado a la maleza, y en el cual no había perros que os saltasen a las
canillas. La cosa tenía mucho de romántica y yo sentía hasta palpitaciones.
Pero
la aventura me pareció menos bonita cuando, en vez de aparecer el ladrón, vi
entrar por la calleja, cuidadoso y mirando a todas partes por si le seguían, al
hombre bien plantado... El embozo de la capa le cubría por completo el rostro,
pero su paso ágil y elástico revelaba a un sujeto en la fuerza de la edad. Así
que se creyó seguro, se acercó a la puertecilla, y mis ojos desesperados vieron
cómo se abría desde adentro, y cómo el hombre se colaba por ella... Les aseguro
a ustedes que pasé un mal cuarto de hora. ¡En eso habían venido a parar los
repulgos místicos de aquella Teresa tan adorada! ¡Y yo que pensaba en ella,
como se piensa en la Virgen !
La
puerta se había cerrado y no tenía trazas de abrirse; las horas pasaban; yo
permanecía clavado en mi puesto de acecho, pues quería saber cuándo se
terminaba la entrevista. Mil ideas insensatas me hacían devanarme los sesos.
¿Por qué este misterio en la cita? Teresa era soltera, era libre. Podía recibir
ante el mundo a su novio, podía casarse... Y, a fuerza de dar y tomar en esta
idea, se me ocurrió la más lógica: Teresa era libre, ¿y si él podía no serlo? Y
ya entonces me pareció que se hundía el mundo dentro de mí y que sus ruinas me
aplastaban. ¡Teresa! ¡Teresa capaz de tal atrocidad!
De
súbito (cuando está uno así adquiere una perspicacia extraordinaria), se me
figuró que se rasgaba una cortina de niebla y que se destacaba la figura del
hombre para quien la puerta se había abierto... Yo conocía aquella silueta, y
me lo había dicho a mí mismo varias veces, durante el acecho; una cara puede
recatarse con un embozo, pero un modo de andar y una postura no se recatan. Era
Fajardo, el marido modelo, el hombre económico, el que llevaba siempre en los
bolsillos fuertes cantidades... ¿Qué quería decir todo esto?
Y
si no me había dado cuenta antes de que era Fajardo, en efecto, era porque me
lo estorbaba una suposición de imposibilidad, que acababa de abolirse. Si el
que entraba en casa de Teresa no podía hacerlo en público, cabía que fuese de
Fajardo aquella silueta que lo parecía.
Todo
eso pasó en dos horas, de diez a doce. Cerca ya de la medianoche, mis ojos, que
no se apartaban de la puerta, vieron algo que me sobresaltó: el segundo
rondador, el tercero contándome a mí, el mal fachado, acababa de aparecer
saliendo de la oscura travesía y se situaba detrás de la puerta...
Se
me alborotaba el corazón, pero ahora no de celos ni de rabia, sino de susto.
Aquel agudo discurrir que notaba desde hacía dos horas, me decía claramente que
el nuevo personaje estaba apostado para robar a Fajardo, aprovechando la
singular y conocida manía del rico propietario de llevar siempre encima fuertes
sumas.
No
tuve tiempo de pensar lo que más convenía hacer, si intervenir o limitarme al
papel de espectador. Al sonar, en lejano reloj, las trémulas campanadas de la
medianoche, la puerta se abrió sigilosa, y vi en ella, entreví dijera mejor,
dos figuras enlazadas estrechamente.
Se
deshizo el abrazo, y el hombre salió, y la mujer se esfumó tras de la puerta.
Al punto mismo, el mal fachado alzó el brazo y escuché un grito apagado y
desgarrador. Fajardo cayó al suelo y el asesino empezó a registrarle, a
tientas. Y volvió la puerta a abrirse, y la mujer asomó, dando señales de
susto, pero el bandido huía ya, con su presa, la cartera repletísima de que
Fajardo no se separaba nunca...
Salté
de mi murallón. Teresa, sollozando, se inclinaba sobre el cadáver, pues el
golpe había sido certero, en la arteria, que seccionó. Yo no podré decir cómo
nos entendimos en aquel terrible instante: la mujer medio loca, y yo, que me
proponía salvarla del deshonor seguro. Ni entiendo cómo se fió en mí: es verdad
que me conocía, sabía que quien la andaba rondando era, al menos, una persona
incapaz de una cosa enteramente mala. Yo creo que es que hay instantes en que
se razona eléctricamente o, mejor dicho, no es que se razone, es que se procede
de un modo instintivo, y el instinto es más seguro que nada, y es instantáneo.
Entre los dos trasladamos el cuerpo al jardincillo; entre los dos borramos las
huellas de sangre del suelo: por fortuna, lo más de la hemorragia lo habían
absorbido las ropas. Teresa no quería creer que estuviese muerto y, sin recato,
cubría de besos el rostro frío y la ya amoratada boca. Y, con igual impudor,
olvidada de cuanto no fuese el espantoso caso, respondía a mis preguntas:
-Pues
es preciso llevar allí el cuerpo... Si no, se hará público todo, y hasta se
verá usted en una cárcel. No podemos probar que lo asesinaron otros. Yo también
me estoy jugando muchas cosas.
La
convencí, y me ayudó en la fúnebre tarea. Cavamos en aquella especie de cueva,
cuyo suelo era terrizo, y enterré bien hondo el despojo triste. Teresa sufrió
varias convulsiones.
-Para
marcharnos juntos si era preciso... y lo sería muy pronto... Así es que hoy me
dejó el dinero en mi poder...
Las
palabras de Teresa me sugirieron algo que ya era necesario; no podía aquella
mujer quedarse allí, custodiando aquel muerto, pensando verlo salir de su
huesa. Como la hubiese preparado el mismo Fajardo, en vida, preparé yo la fuga
de la muchacha. El alba asomaba ya cuando la saqué de su casa, envuelta en
tupido manto lutero, y la empaqueté en la diligencia que iba a Tuy. Desde Tuy a
la frontera portuguesa, un paso. Y en Portugal, Teresa estaba segura, si
lograba esconderse.
Por
adoptar todas las precauciones, la obligué a que escribiese a su vieja
asistenta, anunciando un corto viaje a tomar unas aguas, y encargándola de
ventilar la casa alguna vez.
La
desaparición de Fajardo alarmó, no tanto como se hubiese podido suponer, pero
lo bastante para que se indagase y revolviese. Se habló del asunto quince días
o más; pero como no había Prensa, o si la había no tenía aún la costumbre de
ocuparse de estas cuestiones, nada se averiguó de positivo. Yo oía los
comentarios; claro es que se susurró cosa de amores; pero nadie pronunció el
nombre de Teresa, de quien, por su vida retirada y devota, nadie sospechó.
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