No faltará algún lector que al apercibir el
título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos
matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y
son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo
de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado
otras mil desarrollarse ante sus ojos.
Mis héroes son dos jóvenes encantadores y
dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un
tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la
sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando
admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus
cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre
todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman
brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés
y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales
eran Luisa y Carlos, que justo es
pronunciar ya su nombre.
Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un
poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa,
aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico
abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación
festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como
hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a
su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que
llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no
tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su
sastre.
Así, pues, un hermoso día de abril, en que los
pájaros y las flores se regocijaban porque un sol radiante iluminaba los
pintorescos tejados de la coronada villa, Luisa ,
vestida de gro blanco y pieles de armiño, colocada en sus rubios cabellos la
virgínea corona de azahar, de cuyos temblorosos pétalos parecían escapar
brillantes gotas de rocío, entregaba su mano a Carlos; y no bien concluida la
ceremonia, la joven cambiaba su cándido vestido por otro de viaje y se metía en
el ferrocarril con su marido.
Algunos días después se hallaban ya en Italia.
¿Hay acaso algo más delicioso que una luna de miel pasada bajo el purísimo
cielo de la bella Italia? Aspirar el perfume de los naranjos y limoneros;
escuchar ese murmurio vago y acariciador del mar; ver esas islas confundiéndose
en el diáfano horizonte, que pasa del azul más puro al sonrosado más
espléndido; perderse en los bosques perfumados de Sorrento, guiar una góndola
de Venecia o una barquilla de Nápoles al través del sereno golfo, esto es bello
y encantador siempre; pero lo es más cuando se lleva al lado un corazón que
responde al nuestro, un alma a quien transmitimos las impresiones de nuestra
alma, y a quien guiamos por el camino sombrío y florido de la poesía y del
amor.
Sin embargo; esto como todo, tiene un reverso;
este delicioso ensueño lleva en sí prosaico despertar; ¿pues no lo son acaso
esas molestias cotidianas que acompañan siempre un viaje? Los rocines flacos
uncidos a un detestable vehículo, el frío que os hiela, y el calor que os
achicharra y, sobre todo, esa inmensidad de fardos, baúles, sombrereras, etc.,
que tienen que seguiros como un regimiento de estorbos. Me diréis que bien se
puede viajar con la ropa puesta y alguna para mudarse, lo necesario y nada más;
pero nuestros jóvenes no estaban en este caso; pues Luisa ,
linda y frívola, no podía dejar de lucir sus galas de novia en las ciudades del
tránsito. Carlos se enfadaba algunas veces, pero como él tenía los mismos gustos
y era un dandy consumado, al ver a Luisa
bella y elegante, no podía menos, de perdonarla, y las paces se sellaban con un
abrazo.
Era imposible hallar, aunque se buscasen
expresamente para reunirlos, dos corazones y dos cabezas más igualmente
organizados. Eran dos niños encantadores y aturdidos, pero en conclusión,
ingenuos y cariñosos el uno para el otro; y sin duda, si sus almas hubiesen
sido fundidas en otro crisol que el de la vanidad y la disipación, hubieran
sido dos bellos diamantes de deslumbradores reflejos.
Un día que ambos paseaban juntos por un
sendero esmaltado de flores, encontraron al ver un recodo una casita de pobre
aspecto, pero cuyas paredes grises se hallaban también ocultas con una
profusión de madreselvas, granados y jazmines, que le daban una apariencia
encantadora. Sentados a la puerta se hallaban un joven y una joven, semejantes
a dos bellas estatuas de bronce florentino; dos verdaderos italianos, sin duda
marido y mujer, cuyas manos enlazadas probaban que se perdían en el abandono de
una dulce conversación.
-¡Pobres muchachos, dijo Luisa ; qué jóvenes, y qué desgraciados!
-Seguramente, afirmó Carlos: se encuentran
sujetos a todas las fatigas del trabajo y las privaciones de la miseria.
Y ambos esposos lanzaron una mirada de compasión
a la pareja, que se levantó para saludarlos, y se alejaron de la pintoresca
casita sin adivinar que tras sí dejaban una felicidad mucho mayor quizá que la
suya, y dos corazones que se amaban por lo menos tanto como ellos.
Pero ya la primavera tocaba a su fin; la
estación de las aguas se aproximaba, y nuestros jóvenes abandonaron Italia por
Baden; cambiaron su cielo puro y sus granados y azahares por los añosos bosques
y las majestuosas ruinas de la antigua Germania.
Una vez allí, tomaron una habitación en el
mejor hotel y comenzó para ellos esa serie de diversiones que con el pretexto
de las aguas se procura en el verano una multitud elegante y ociosa. Debemos
hacer a Carlos la justicia de que lo que él gastaba era bien poco en
comparación de lo que derrochaba Luisa :
trajes costosísimos que nunca ponía dos veces seguidas, alhajas cuyo valor
consistía en la forma y que se hacían antiguas a los quince días; en fin, un
cúmulo de superfluidades, todo lo compraba Luisa .
Carlos no pensaba siquiera en que esto pudiera hacer mella a su fortuna. A los
veinte y cinco años se siente uno bien tentado a rayar la palabra dinero del diccionario.
Una noche había soirée en el salón de la Conversación ; Luisa
había sido invitada para un vals; Carlos había tropezado con un compatriota
suyo, Federico N., periodista.
-¿Te diviertes aquí? le preguntó éste.
-Sí, llevamos una temporada agradable.
-¿Has ido a la ruleta?
-No, pero pienso visitarla.
-Mira, buena ocasión: tu mujer está invitada;
nada tienes que hacer aquí.
Y Federico pasó su brazo bajo el de Carlos,
dirigiéndose ambos al salón de juego.
Una vez allí, sentose Carlos ante el
tradicional tapete verde, ocupando un sitio que acababa de abandonar un jugador
afortunado que no quería tentar la suerte.
No reproduciré una escena mil veces descrita:
aquellos de nuestros lectores que conozcan esa emoción ávida y terrible que se
llama juego, comprenderán cómo Carlos, empezando por arriesgar una pequeña
suma, siguió arrastrado por la magnética corriente, y no creerán exageración el
que les diga que al levantarse de la mesa había perdido sesenta mil duros.
El joven se levantó; pasó un pañuelo por su
frente pálida y cubierta de un sudor frío, y, tambaleándose, se dirigió al
salón de baile.
Allí, la primera persona a quien divisó fue a Luisa , que arrebatada en el torbellino del vals, se
perdía en un océano de flores y encajes. Cuando pasó a su lado, creyó ver en
los labios de su esposa una sonrisa.
¡Dios mío, murmuró Carlos, qué feliz es Luisa ! ¡Y cómo voy a alterar esa felicidad, a
afligir esa pobre niña por un extravío culpable! Y dejó caer la cabeza sobre su
pecho con melancolía.
En aquel momento una mano tocó su hombro, y
una voz argentina dijo:
-Carlos, hora será de irnos del baile. Ya es
de día...
En efecto, una luz rosada, penetrando por los
cristales, empezaba a hacer palidecer la de las bujías. Era la aurora. Carlos
ofreció silenciosamente el brazo a su mujer, y ambos subieron a su coche.
Durante el trayecto, ni ella ni él cambiaron
una palabra. Era evidente que una sombría preocupación cernía sus alas de plomo
sobre ellos. Llegados a su habitación, Luisa
desprendió las flores de sus cabellos y dirigió a su marido una mirada
suplicante como si quisiera pedirle algo.
-Carlos, dijo por fin, tengo una cosa que
decirte.
-Y yo a ti, Luisa ,
respondió Carlos vacilando.
-Pues bien, tú primero.
-No, tú.
Pues bien, Carlos, te lo diré, dijo por fin Luisa ; pero me cuesta trabajo el confesártelo, pues
temo haber cometido una locura... En fin, tú no puedes ignorarlo por más tiempo.
-Explícate, Luisa ,
me ves impaciente.
-Es lo siguiente: ya en Italia... había
contraído algunas deudas...
-¿Y bien? interrogó con angustia Carlos.
-Esta temporada... ya ves... las exigencias
del lujo... de la sociedad... Hoy mis deudas ascienden a lo que verás en ese
papel. Yo confieso que me excedí...
El joven arrebató más bien que tomó el papel y
lo recorrió rápidamente; después lo dejó caer y exclamó con desaliento:
-Y bien, Luisa
¡estamos arruinados!
-¡Arruinados! ¡Dios mío! ¡Es imposible!
-¡Imposible, mi pobre Luisa !
Tú lo crees así, porque ignoras que acabo de perder a la ruleta una enorme
suma, que, unida a la que consta en este papel, forma casi toda nuestra
fortuna.
-Pero, exclamó Luisa ,
mi tutor...
-Ha dejado de serlo desde el momento en que
fuiste mi esposa, y sería muy poco delicado recurrir a él. Pobre niña. Para
esto te has casado conmigo. Para ser desgraciada.
-No, Carlos, dijo ella; yo sola tengo la culpa
de lo que está pasando.
-Los dos, Luisa ,
respondió éste, créeme; que tu error sirva de disculpa al mío, y para no
perderlo todo de una vez, amémonos como antes.
Y, semejantes a dos pichones que la tempestad
sorprende y prefieren permanecer quietos protegiéndose, a buscar separados otro
asilo, Carlos y su esposa pasaron la noche prodigándose mutuos consuelos. Era
lo mejor que podían hacer los pobres muchachos.
De toda su fortuna, sólo les quedó una casita
muy vieja, con algunas fanegas de tierra alrededor. Se trasladaron a ella, y al
entrar, Luisa hizo notar a Carlos
que su nuevo albergue se parecía bastante a la especie de choza donde habían
visto un año antes a los esposos cuya suerte habían compadecido tan de corazón.
Carlos suspiró y no pudo menos de confesar que era cierto.
Sin embargo, yo les vi ha poco en aquella
pequeña finca, Carlos la hace valer, y Luisa
duerme bajo los copudos árboles un bello niño que Dios les ha concedido. Me
refirieron su historia, les pregunté si seguían compadeciendo a los esposos
italianos, y me contestaron que no con la sonrisa de la felicidad en los
labios.
Pero por desgracia, no todos siguen el camino
de reparar los males causados por la disipación, con el trabajo; y sin embargo,
es el único medio de cortar esa gran enfermedad de nuestro siglo.
«La Soberanía Nacional »,
almanaque para 1866
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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