Dos
años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún
no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo
flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero
tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último
meritorio -con el público no hay que decir- que se le tenía por un infelizote
de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un
humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga
inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el
último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.
Aficionado
a los pobres de espíritu -que en compensación de la servidumbre de aquí abajo
poseerán el reino de allá arriba-, me declaré amigote de Sedano. A la salida de
la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros
y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas -curaçao,
kumme o Marie Brizard. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan
desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y
casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el
tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en
nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No
es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y
hasta nos abochornan?
-Sedano
-le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento-,
cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído
que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.
-¡Bah!
-respondió él, con un destello de ironía mansa en las lloronas pupilas-. Yo
tengo vida, pero milagros, no; todo lo mío es bien vulgar. Soy de Zamora, y me
crié en casa de una tía mía, con posibles, que me sirvió de madre. Me dejó
algunos cuartitos en treses, que decíamos entonces. Vine a Madrid a
acabar la carrera, y más adelante conseguía un destino, porque el señor don
Luis González Bravo había sido compañero de mi padre, que en gloria esté.
Aquella aldaba me sirvió de mucho. No soy de los que más padecieron bajo el poder
de Poncio Pilato; es decir, de la cesantía. Verdad que procuro hacerme útil en la
casa.
-Y
esos cuartos que trajo usted de Zamora, ¿los gastó o los invirtió en otra clase
de renta? -pregunté considerando el pelaje de Sedano y suponiendo que tal vez
los famosos treses serían el hilo de que yo deseaba tirar.
-¡Los
treses! -repitió él, bajando la cabeza, mientras una súbita llamarada
encendía sus amarillentos pómulos-. Los treses... ya sabe usted que con
la revolución pegaron un bajón hasta los profundos abismos. Yo supe
extraoficialmente, por un ad latere del señor don Luis González Bravo
(¡Dios le haya dado su santa gloria!), que iban a caer al pozo los tresecitos.
¿Y qué hago? Vendo con tiempo mis cuarenta y tantos mil pesos nominales... Así
no pudo fastidiármelos la
Gloriosa -añadió, sonriendo con expresión de malicia pueril,
como el que se frota las manos celebrando su propia sagacidad.
Mírele,
y cada vez me parecieron sus trazas más incompatibles con cuarenta mil duros,
ni nominales ni efectivos. Era clásico en la oficina el gabán color de ala de
mosca de Sedano, y su corbata, pasada de los fríos y calores, y su paraguas
que, picado y limado en las costuras, embarcaba más agua de la que repelía. Me
confirmé en que los misteriosos treses encerraban la clave de la
historia de aquel hombre.
-¡El
dinero!... El dinero es una cosa que no parece sino que tiene alas -dijo,
volviéndose al rincón oscuro, y hablando como si algo se le atragan-tase.
-Vamos,
que lo despabiló usted alegremente. ¡Vaya con el pillín de Sedano!
Francachelas, ¿eh? ¿Buenas mozas? Porque entonces era usted joven todavía.
-Francachelas,
no, por cierto... Yo he sido siempre raro..., muy raro..., hasta maniático...
en ese particular de las mujeres. Me entraba un encogimiento... Nunca supe...,
vamos, empezar. Si no fuese por los amigos, que a veces le sacan a uno de sus
casillas... Si yo le dijese a usted..., iba usted a reírse de mí, pero a
carcajadas. Solo que como todo el mundo tiene su alma en su almario..., y de
una manera o de otra necesita querer a alguien, yo, cuando vine a Madrid,
conocí a una señora muy guapa, viuda, hermana de un pariente mío por afinidad.
Era tan buena..., quiero decir, era tan cariñosa conmigo..., que yo (figúrese
usted, un muchacho) me fui acostumbrando a su trato y a su carácter de un
modo... en fin, no salía de aquella casa. Tanto, que las malas lenguas dieron
en murmurar, y un día hasta oí que se decía en un corro si la señora estaba o
no en cierto compromiso. Naturalmente que primero me enfadé muchísimo y luego
me burlé de los murmuradores, porque yo la miraba como se mira a las santas del
cielo, y sabía de fijo que tal barbaridad no podía ser. En esto la señora se
ausentó de Madrid y me quedé medio muerto, ¡con una tristeza!, ¡con una
soledad!... Figúrese usted mi admiración cuando una mañana entra en mi cuarto
de la casa de huéspedes una mujer vestida de negro, muy tapada..., ¡y se
descubre y me pone en los brazos una niña! «Ampárela usted, Sedano; no tiene
padre, no tiene a nadie en el mundo...; a mí no me permite ampararla mi honor.»
¡Qué disgusto pasé! Me acuerdo que hasta lloré con el berrinche...
Profunda
transformación noté en la marchita cara de Sedano. Sus ojos, turbios y húmedos,
se aclararon un instante, y augusta expresión de amor los hizo irradiar
dulcemente. Os aseguro que es hermoso espectáculo el de la luz de la bondad
iluminando el rostro de un hombre.
-La
niña vivió conmigo veintiún años. Busqué ama, niñera... Vamos, me dio que
hacer; ¡pero cosa más linda! Quisiera que usted la hubiese visto entonces.
Llamaba la atención al sacarla a paseo vestidita de terciopelo azul. Yo rabiaba
a veces, porque es mucha la jaqueca que levanta una chiquitina: que la
dentición, que el miedo a la difteria, que la educación, que vigilarla para que
ningún pillastre la engatuse... Luego, gastos, muchos gastos...; eso le pedí al
señor González Bravo el destino. A Enriqueta no quería yo que le faltasen
comodidades, ni gustos, ni diversiones. A su edad...
-Casada
está, y en Filipinas con su marido... -y la voz de Sedano, al decir esto, se
ablandó como si la mojasen-. Se casó con un militar... En fin, a usted no he de
andarle con tapujos. La chiquilla se enamoró como una desesperada de un
muchacho... que es guapo, muy simpático, muy jaranero, gracioso..., perdido...
¡Así les gustan a ellas! Desde que la vi tan amelonada, no hubo más recurso que
dejarlos casar. Me quedé hecho un páparo; no podía acostumbrarme, la casa se me
venía encima, y siempre me escapaba a la del matrimonio joven. Un día me encuentro
a la criatura hecha un mar de lágrimas. «Chiquilla, ¿qué tienes?» «¡Ay padrino!
(me llamaba así). Pepe ha jugado... fondos que no eran suyos..., la
vergüenza..., el deshonor... Ayer compró un revólver... Si él se mata, yo
también...» ¿Qué haría usted en mi caso?
-No,
mire usted; entonces no le dí más que siete mil duros... Hasta dos años
después... ¡Y si usted viese! ¡Parecía que se había enmendado el maldito!
-Total,
que no le quedó a usted más recurso que la oficina -exclamé alargando a Sedano
un entreacto muy oloroso.
-Y
quiera Dios que no me falte -respondió él, pagándome con una de aquellas
sofocantes miradas de gratitud.
Desde
esta conversación, me infunde cierto respeto el gabán color ala de mosca, y
desearía insinuarme con el ministro de Fomento, a fin de parar el golpe si
amaga la cesantía de Sedano.
«El Liberal», 24 de
abril 1893
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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