Un día descendió mayor
consternación que nunca sobre la choza de los molineros. Era llegado el plazo
fatal para el colono: vencía el término del arriendo, y, o pagaba al dueño del
lugar, o se verían arrojados de él y sin techo que los cobijase, ni tierra
donde cultivar las berzas para el caldo. Y lo mismo el holgazán Juan Ramón que
Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón de tierra el cariño insensato
que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus entrañas. Salir de allí se les
figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a
los mortales, mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores de la
suerte negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la
comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año de miseria
-calculó Pepona, dos onzas no podían hallarse sino en la boeta o cepillo de
Santa Minia. El cura si que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el
jergón o enterradas en el huerto... Esta probabilidad fue asunto de la
conversación de los esposos, tendidos boca a boca en el lecho conyugal, especie
de cajón con una abertura al exterior, y dentro un relleno de hojas de maíz y
una raída manta. En honor de la verdad, hay que decir que a Juan Ramón,
alegrillo con los cuatro tragos que había echado al anochecer para confortar el
estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera aquello de las onzas del cura
hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observar
también que contestó a la tentación con palabras muy discretas, como si no
hablase por su boca el espíritu parral.
-Oyes, tú, Juan
Ramón... El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta... Ricas
onciñas tendrá el clérigo.
-Yo digo
emprestadas así, medio a la fuerza... ¡Malditos!... No sois hombres, no tenéis
de hombres sino la parola... Si estuviese aquí Andresiño..., un día..., al
oscurecer...
-Loba, calla;
tú quieres perderme. El clérigo tiene escopeta... y a más quieres que Santa
Minia mande una centella que mismamente nos destrice...
Estaba echada
Minia sobre un haz de paja, a poca distancia de sus tíos, en esa promiscuidad
de las cabañas gallegas, donde irracionales y racionales, padres e hijos, yacen
confundidos y mezclados. Aterida de frío bajo su ropa, que había amontonado
para cubrirse -pues manta Dios la diese-, entreoyó algunas frases sospechosas y
confusas, las excitaciones sordas de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas
del hombre. Tratábase de la
Santa... Pero la niña no comprendió. Sin embargo, aquello le
sonaba mal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviese nociones de lo que
tal palabra significa, hubiese llamado desacato. Movió los labios para rezar la
única oración que sabía, y así rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó
el sueño, le pareció que una luz dorada y azulada llenaba el recinto de la
choza. En medio de aquella luz, o formando aquella luz, semejante a la que
despedía la «madama de fuego» que presentaba el cohetero en la fiesta patronal,
estaba la Santa ,
no reclinada, sino de pie, y blandiendo su palma como si blandiese un arma
terrible. Minia creía oír distintamente estas palabras. «¿Ves? Los mato». Y
mirando hacia el lecho de sus tíos, los vio cadáveres, negros, carbonizados,
con la boca torcida y la lengua de fuera. En este momento se dejó oír el sonoro
cántico del gallo; la becerrilla mugió en el establo, reclamando el pezón de su
madre... Amanecía.
Si pudiese la
niña hacer su gusto, se quedaría acurrucada entre la paja la mañana que siguió
a su visión. Sentía gran dolor en los huesos, quebran-tamiento general, sed
ardiente. Pero la hicieron levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana,
y, según costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad no
replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona , por su parte,
habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el charco más próximo a
la represa del molino, y puéstose el dengue y el mantelo de los días grandes y
también -lujo inaudito- los zapatos, colocó en una cesta hasta dos docenas de
manzanas, una pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos huevos y la
mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del lugar y
tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a implorar, a pedir un
plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo que les permitiese salir de aquel
año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor... Porque
las dos onzas del arriendo..., ¡quia! en la boeta de Santa Minia o en el jergón
del clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de
la casa Andresiño..., y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas
bragas del esposo.
No abrigaba
Pepona grandes esperanzas de obtener la menor concesión, el más pequeño
respiro. Así se lo decía a su vecina y comadre Jacoba de Alberte, con la cual
se reunió en el crucero, enterándose de que iba a hacer la misma jornada, pues
Jacoba tenía que traer de la ciudad medicina para su hombre, afligido con un
asma de todos los demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas
casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas para tener menos miedo a
los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la noche encima; y pie
ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues Pepona llevaba a cuestas el
fondito del arca, emprendieron su caminata charlando.
-Mi matanza
-dijo la Pepona-
es que no podré hablar cara a cara con el señor marqués, y al apoderado tendré
que arrodillarme. Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos
del pobre. Los peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el
apoderado; esos tienen el corazón duro como las piedras y le tratan a uno peor
que a la suela del zapato. Le digo que voy allá como el buey al matadero.
-¡Ay comadre!
Iba yo cien veces a donde va, y no quería ir una a donde voy. ¡Santa Minia nos
valga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que me lleva la salud del hombre, porque
la salud vale más que las riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quién
tiene valor de pisar la botica de don Custodio?
Al oír este
nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Pepona y arrugóse su
frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas.
-¡Ay! Sí,
mujer... Yo nunca allá fui. Hasta por delante de la botica no me da gusto
pasar. Andan no sé qué dichos, de que el boticario hace «meigallos».
-Eso de no
pasar, bien se dice; pero cuando uno tiene la salud en sus manos... La salud
vale más que todos los bienes de este mundo; y el pobre que no tiene otro
caudal sino la salud, ¿qué no hará por conseguirla? Al demonio era yo capaz de
ir a pedirle en el infierno la buena untura para mi hombre. Un peso y doce
reales llevamos gastados este año en botica, y nada; como si fuese agua de la
fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así, cuando no hay una
triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer por la noche, mi
hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice: «¡Ei!, Jacoba: o tú vas
a pedirle a don Custodio la untura, o yo espicho. No hagas caso del médico; no
hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de
ir; que si él quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los
remedios que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que quiéraste
quedar viuda.» Así es que... -Jacoba metió misteriosamente la mano en el seno y
extrajo, envuelto en un papelito, un objeto muy chico- aquí llevo el corazón
del arca... ¡un dobloncillo de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de
él; me cumplía para mercar ropa, que casi desnuda en carnes ando; pero primero
es la vida del hombre, mi comadre..., y aquí lo llevo para el ladro de don
Custodio. Asús me perdone.
-Pero diga, mi
comadre -murmuró con ahínco, apretando sus grandes dientes de caballo y echando
chispas por los ojuelos. Diga: ¿cómo hará don Custodio para ganar tantos
cuartos? ¿Sabe qué se cuenta por ahí? Que mercó este año muchos lugares del
marqués. Lugares de los más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil
ferrados de trigo de renta.
-¡Ay, mi
comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males
que el Señor inventó? Miedo da el entrar allí; pero cuando uno sale con la
salud en la mano... Ascuche: ¿quién piensa que le quitó la reúma al cura de
Morlán? Cinco años llevaba en la cama, baldado, imposibilitado..., y de repente
un día se levanta, bueno, andando como usté y como yo. Pues, ¿qué fue? La
untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en casa de don
Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero de Silleda? Ese fue mismo cosa de
milagro. Ya le tenían puesto los santolios, y traerle un agua blanca de don
Custodio... y como si resucitara.
-¿Dios?
-contestó la Jacoba. A
saber si las hace Dios o el diaño... Comadre, le pido de favor que me ha de
acompañar cuando entre en la botica...
Cotorreando
así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostela
a tiempo que las campanas de la catedral y de numerosas iglesias tocaban a
misa, y entraron a oírla en las Ánimas, templo muy favorito de los aldeanos, y,
por tanto, muy gargajoso, sucio y maloliente. De allí, atravesando la plaza
llamada del pan, inundada de vendedoras de molletes y cacharros, atestada de
labriegos y de caballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por
columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera de don
Custodio.
Bajábase a ella
por dos escalones, y entre esto y que los soportales roban luz, encontrábase
siempre la botica sumergida en vaga penumbra, resultado a que cooperaban
también los vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces flamante y
rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se estiman
como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en letras góticas, rótulos
que parecen fórmulas de alquimia: «Rad. Polip. Q.», «Ra, Su. Eboris», «Stirac.
Cala», y otros letreros de no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta,
reluciente ya por el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso
libro, hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos aldeanas, y que
al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos años; era
de rostro chupado, de hundidos ojos y sumidos carrillos, de barba picuda y
gris, de calva primeriza y ya lustrosa, y con aureola de largas melenas, que
empezaban a encanecer: una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de
doctor alemán emparedado en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos
mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules, y
realmente se la podía tomar por efigie de escultura. No habló palabra,
contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba temblaba cual si
tuviese azogue en las venas y la
Pepona , más atrevida, fue la que echó todo el relato del
asma, y de la untura, y del compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio
asintió, inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos tras la
cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió con un
frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de la
mesa, y volviendo a la Jacoba
un peso duro, contentóse con decir:
Miráronse las
comadres, y salieron de la botica como alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera
ya se persignó.
Serían las tres
de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la
carretera donde comieron un «taco» de pan y una corteza de queso duro, y
echaron al cuerpo el consuelo de dos deditos de aguardiente. Luego emprendieron
el retorno. La Jacoba
iba alegre como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido
bien medio ferrado de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún por
misericordia de don Custodio. Pepona, en cambio, tenía la voz ronca y
encendidos los ojos; sus cejas se juntaban más que nunca; su cuerpo, grande y
tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen administrado alguna soberana
paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus cuitas en amargos
lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo de nacimiento o
verdugo de los infelices:
-«La renta, o
salen del lugar.» ¡Comadre! Allí lloré, grité, me puse de rodillas, me arranqué
los pelos, le pedí por el alma de su madre y de quien tiene en el otro mundo.
Él, tieso: «La renta, o salen del lugar. El atraso de ustedes ya no viene de
este año, ni es culpa de la mala cosecha... Su marido bebe, y su hijo es otro
que bien baila... El señor marqués le diría lo mismo... Quemado está con
ustedes... Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares.» Yo repliquéle:
«Señor, venderemos los bueyes y la vaquiña..., y luego, ¿con qué labramos? Nos
venderemos por esclavos nosotros...» «La renta, les digo... y lárguese ya.»
Mismo así, empurrando, empurrando..., echóme por la puerta. ¡Ay! Hace bien en
cuidar a su hombre, señora Jacoba... ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de
llevar a la sepultura aquel pellejo... Si le da por enfermarse, con medicina
que yo le compre no sanará.
En tales
pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como en invierno
anochece pronto, hicieron por atajar, internándose hacia el monte, entre
espesos pinares. Oíase el toque del Ángelus en algún campanario
distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar y confundir los
objetos. Los pinos y los zarzales se esfumaban entre aquella vaguedad gris, con
espectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el
sendero.
-Comadre
-advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba-, por Dios le encargo que no
cuente en la aldea lo del unto...
-¡Ave María de
gracia, comadre! -susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como si los
pinos pudiesen oírla y delatarla. ¿De veras no lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en
el mercado, no tenían las mujeres otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban
hacer trizas que llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya
he pasado; pero vieja y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie en la
botica. ¡La gloriosa Santa Minia nos valga!
-¡Pues si no
hay más de qué hablar, señora! ¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos,
que resucitan a los difuntos, hácelos don Custodio con «unto de moza».
-De moza
soltera, rojiña, que ya esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo le saca
las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas
tuvo, y ninguna se sabe qué fue de ella, sino que, como si la tierra se las
tragase, que desaparecieron y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona
humana ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una «trapela», y que
muchacha que entre y pone el pie en la «trapela»..., ¡plas!, cae en un pozo muy
hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que tiene..., y allí
el boticario le arranca el unto.
Sería cosa de
haberle preguntado a la Jacoba
a cuántas brazas bajo tierra estaba situado el laboratorio del destripador de
antaño; pero las facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que el pozo, y
limitóse a preguntar con ansia mal definida:
Pepona guardó
silencio. La niebla era húmeda: en aquel lugar montañoso convertíase en
«brétema», e imperceptible y menudísima llovizna calaba a las dos comadres,
transidas de frío y ya asustadas por la oscuridad. Como se internasen en la
escueta gándara que precede al lindo vallecito de Tornelos, y desde la cual ya
se divisa la torre del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:
-Por allí...,
detrás de aquellas piedras... dicen que estos días ya llevan comida mucha
gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza y los zapatos. ¡Asús!
El susto del
lobo se repitió dos o tres veces antes de que las comadres llegasen a avistar
la aldea. Nada, sin embargo, confirmó sus temores, ningún lobo se les vino
encima. A la puerta de la casucha de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola
en su miserable hogar. Lo primero con que tropezó en el umbral de la puerta fue
con el cuerpo de Juan Ramón, borracho como una cuba, y al cual fue preciso
levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole en peso a la cama. A eso de
medianoche, el borracho salió de su sopor, y con estropajosas palabras acertó a
preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta, y a su
desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias, un
cuchicheo raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba
oído; latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero llegó un
momento en que Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó que se trasladase al
otro lado de la cabaña, a la parte donde dormía el ganado. Minia cargó con su
brazado de paja, y se acurrucó no lejos del establo, temblando de frío y susto.
Estaba muy cansada aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar
de todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y
faenas exigía la casa... Rendida de fatiga y atormentada por las singulares
desazones de costumbre, por aquel desasosiego que la molestaba, aquella
opresión indecible, ni acababa de venir el sueño a sus párpados ni de
aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensó en la Santa , y dijo entre sí, sin
mover los labios: «Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo; pronto,
pronto...» Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado
mixto propicio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las
revoluciones físicas. Entonces le pareció, como la noche anterior, que veía la
efigie de la mártir; solo que, ¡cosa rara!, no era la Santa ; era ella misma, la
pobre rapaza huérfana de todo amparo, quien estaba allí tendida en la urna de
cristal, entre los cirios, en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la
dalmática de brocado verde cubría sus hombros; la palma la agarraban sus manos
pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio pescuezo, y por
allí se la iba la vida, dulce, insensiblemente, en oleaditas de sangre muy
suaves, que al salir la dejaban tranquila, extática, venturosa... Un suspiro se
escapó del pecho de la niña; puso los ojos en blanco, se estremeció..., y
quedóse completamente inerte. Su última impresión confusa fue que ya había
llegado al cielo, en compañía de la
Patrona.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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